Por Guillermo Andrés Oyarzábal

María Martínez
Desde la Revolución de Mayo el país había sido el centro de un singular proceso iluminado por diferencias políticas y continuos enfrentamientos, que desmerecían en su esencia los ideales de emancipación que paralelamente se sostenían. A Buenos Aires se la acusaba por centralista y de querer monopolizar el poder buscando la supremacía sobre el resto; las provincias del litoral, en cambio, que discutían esas aspiraciones, sentían en realidad que ellas mismas podían ser las depositarias de la hegemonía nacional. La Banda Oriental, señalada desde los primeros tiempos por el movimiento contrarrevolucionario español y luego por las ambiciones portuguesas, se convirtió bajo la inspiración de Artigas en el principal foco opositor del Gobierno central. Y más allá de la tendencia federal que representaba, en la práctica la intolerancia desplegada por él y sus seguidores, frente al sectarismo intransigente de los Gobiernos que se sucedieron en Buenos Aires entre 1812 y 1820, llevaron al país a una guerra civil inconsecuente que condujo a la separación definitiva del Alto Perú y la ocupación de la Banda Oriental por el Imperio lusitano.
En junio de 1819 el general José Rondeau asumió la conducción del Directorio. Para entonces, el Congreso había cumplido su principal objetivo, pero el fracaso en los demás proyectos lo había desprestigiado tanto, que ya no contaba con el apoyo necesario. En efecto se esfumaban las aspiraciones de conseguir un monarca para el Río de la Plata y con ello las posibilidades de establecer la forma de gobierno defendida y promovida por el Congreso. Por otra parte, la Constitución vigente desde mayo, por su carácter centralista, contaba con el explícito repudio de las provincias.
Las tendencias federales tibiamente comenzaban a manifestarse y aunque explícitamente no se hablaba de ello, en el espíritu de los dirigentes el germen de la ruptura estaba presente. El Gobierno central, incapaz de enfrentar este escenario comenzaba a hacer concesiones, y en febrero de 1819 el armisticio firmado en San Lorenzo entre Viamonte y López, determinó la retirada de las tropas nacionales de la región. Una actitud que por sí sola bastaba para demostrar la incapacidad para dominar la rebeldía de las provincias.
La relativa paz lograda con esto volvió a romperse sobre el final de aquel año. Los federales Francisco Ramírez de Entre Ríos y Estanislao López de Santa Fe se prepararon para desafiar al Directorio, mientras que las provincias del interior comenzaban a dudar de la viabilidad del régimen.
En octubre, los dos caudillos con el apoyo de Carlos de Alvear y José Miguel Carrera, que en Argentina y Chile dibujaban sus propios proyectos políticos, reiniciaron las operaciones sobre Buenos Aires. Rondeau apeló en su apoyo a las tropas que San Martín preparaba en Cuyo, y ante su negativa ordenó a Belgrano que bajara con el Ejército del Norte. Pero el general estaba demasiado enfermo para cumplir esta última misión y tras delegar el mando en el general Fernández de la Cruz se alejó de la campaña.
En cumplimiento de las órdenes de Buenos Aires, el Ejército que había sostenido el conflicto con sendas campañas al Alto Perú desde 1810 perdía la noción de sus objetivos para sostener un sistema en el cual la mayoría de sus líderes ya no creía. Resulta necesario definir la composición de aquellos cuerpos militares que desde la derrota de Sipe Sipe (noviembre de 1815) se mantenía en operaciones sin objetivos claros ni logros materiales concretos y hasta en ocasiones complicado en rencillas locales.
Siempre dirigido por generales impuestos por el Gobierno central este ejército por su componente local conservaba el espíritu de las provincias del noroeste argentino. Sus jefes habían crecido en prestigio durante la guerra de la Independencia, y eran quienes con sus haciendas sostenían las tropas conformando tras de sí una clientela adicta a sus figuras. En aquellos hombres el poder económico originario derivó dentro del ejército en poder militar, una combinación que para sostenerse en el tiempo necesariamente reclamaba su cuota de poder político. Este cambio en las mentalidades fue lento; comenzó a manifestarse alrededor de 1815, pero para 1820, alimentado por las disímiles tensiones existentes, habían alcanzado la maduración necesaria. Por entonces, la guerra civil no era una alternativa para esos cuadros empujados a reprimir la trama que desde el litoral se proyectaba para provocar la caída del Directorio.

Guillermo Oyarzábal
Un país fracturado
El 8 de enero de 1820, al llegar a la posta de Arequito una facción mayoritaria del ejército del Norte, al mando de sus caudillos locales y bajo la conducción de Juan Bautista Bustos desafió a sus generales. Respaldados en la negativa de apoyar una guerra civil, se separaban del ejército con la promesa (después incumplida) de regresar al frente norte. En la sublevación secundaban a Bustos, entre otros, los coroneles José María Paz, Felipe Ibarra y Alejandro Heredia, quienes explícitamente se declararon neutrales en el enfrentamiento del litoral contra el Directorio, plasmando su vocación de no adherir a ninguna de las facciones.
Los sublevados, ahora convertidos en caudillos, vieron en la crisis la oportunidad política de mandar en sus territorios y mientras se desmoronaba hasta su desaparición el Ejército del Norte, y sin asumir nuevos compromisos, se retiraron para hacerse cargo de sus provincias. El Directorio ahora despojado del único ejército de Línea al que podía apelar, apenas podría resistir con las diezmadas tropas de Buenos Aires. En consecuencia, la alianza del litoral logró acabar con su predominio político tras derrotar al general Rondeau y a Juan Ramón Balcarce en la batalla de Cepeda (1° de febrero). Con la inevitable renuncia del Director y la disolución del Congreso desaparecía por primera vez desde la Revolución de Mayo el poder central.
Es importante advertir la directa relación existente entre los dos sucesos aun cuando sus protagonistas no sean los mismos y sus intereses disímiles. La sublevación de Arequito plasmaba la voluntad de los caudillos del noroeste argentino por asumir un poder político con el que no habían contado antes, centrando esos intereses en sus propias regiones de influencia. De esta manera no solo vulneraban la autoridad del Gobierno central, que en unidad había gobernado los territorios del antiguo virreinato y desde la revolución las Provincias Unidas, sino que quebraba el orden político y el orden territorial. Cepeda en cambio, reflejaba la voluntad de los caudillos por liquidar el régimen de Buenos Aires y someter la provincia, para imponer la hegemonía del litoral digitando la política futura. Los dos proyectos solo se tocan en la medida que la debilidad militar del Directorio, provocada por defección de los coroneles de Arequito, facilitó el éxito de Santa Fe y Entre Ríos en Cepeda.
Mientras las antiguas gobernaciones intendencias del noroeste se dividían y el poder se atomizaba en un mayor número de jurisdicciones bajo la autoridad de los caudillos locales, los tratados de Pilar (23 de febrero) y Benegas (24 de noviembre) intentaban bajo los principios federales establecer la paz entre Buenos Aires y Santa Fe y proyectar nuevos criterios de conciliación nacional. Pero ni los propósitos señalados en Pilar, convocando un congreso constituyente en San Lorenzo, ni los pretendidos en Benegas que a instancias de Bustos intentaba que el congreso se reuniera en Córdoba, pudieron modificar el destino de la división. Por otra parte, en adelante el litoral se mantendrá unido en sus propósitos a Buenos Aires, estableciendo un eje de poder hostil al que Bustos pretendía con centro en Córdoba.
Más allá de esto, y en concreto, las provincias Unidas del Río de la Plata habían desaparecido bajo el signo de la guerra civil y la incapacidad argentina para conciliar diferencias. La unidad que había primado en los territorios rioplatenses desde 1810, aun a pesar del espíritu separatista de Artigas, claudicaba en medio de luchas internas y las ambiciones de los flamantes caudillos por materializar en territorios sus intereses.
Inmediatamente después de Arequito el cabildo de Córdoba depuso al gobernador, declarando la independencia de la provincia y nombrando a Bustos en el cargo. El mismo mes se separaba La Rioja imponiendo en el Gobierno al general Francisco Ortiz de Ocampo. En marzo el general Bernabé Aráoz, que surgido del seno del Ejército del Norte, había sido nombrado gobernador en noviembre de 1819, erigió la República Federal de Tucumán, integrada por los territorios que formaban la antigua gobernación intendencia (Santiago del Estero, Catamarca y Tucumán). En marzo, y como consecuencia de todo esto, desaparece el Gobierno de Cuyo, del cual se desprenden Mendoza, San Luis y San Juan: las provincias se declaran independientes. Paralelamente, en abril, el comandante Juan Felipe Ibarra iniciaba una revolución declarando la autonomía de Santiago del Estero.
Estamos ante el nacimiento de un nuevo orden político y territorial y la génesis de un conflicto que iluminó las tres décadas siguientes. Con el país fracturado en provincias soberanas cobraba sentido por primera vez la discusión en torno de la organización. Los más conservadores, en general los hombres que habían conducido el país desde 1810 y concebido la unidad como única forma viable, intentaran esperanzados la vuelta al unitarismo tradicional. Esto es un Gobierno central fuerte, donde las provincias se constituyan como entidades de orden administrativo, no autónomas; para ellos la unidad de régimen es garantía de igualdad. En cambio, los caudillos locales, más patriarcas que políticos, pero que en Arequito se habían convertido en actores principales, pensaran que los intereses locales deben primar sobre los generales. Aquí no hay absoluta coincidencia, pero se impone obviamente el pensamiento de los caudillos – gobernadores de mayor poder. Ellos entienden que cada provincia debe conservar su autonomía cediendo, junto con la soberanía, solo algunas atribuciones al Gobierno central. Los defensores más vitales de este federalismo fueron Buenos Aires, Córdoba, Entre Ríos y Santa Fe.
Durante cuatro años el país mantuvo la situación heredada de los sucesos de 1820, y aunque la voluntad de unirse persistía en el espíritu de todos, la realidad impuso designios propios para las nuevas entidades políticas independientes, que por la fuerza de las circunstancias debieron organizarse. Así, sendos estatutos, reglamentos y/o códigos constitucionales fueron dictados desde entonces, los cuales, aunque distintos, coincidían en su carácter representativo y republicano.
Sobre estas bases y privilegiando las autonomías provinciales se organizó el fracasado Congreso General Constituyente de 1824, allí aparecieron las rivalidades entre unitarios y federales, posiciones tan cercanas como distantes que fueron radicalizándose hasta convertirse en facciones, donde la victoria de uno se concebía desde la desaparición del otro.
Arequito y Cepeda habían astillado la unidad nacional abriendo la posibilidad de redefinir la res pública, pero como un Frankenstein y por tratarse de volver a unir las partes destrozadas, quedaba por delante y hasta la organización definitiva un largo camino de desinteligencias, enfrentamientos y tensiones.
*Miembro de número de la Academia Nacional de la Historia, de la Academia Nacional Sanmartiniana, del Instituto de Historia Militar Argentino y del Instituto Nacional Browniano. Es profesor titular en las cátedras de Historia Argentina e Historia de América en la UCA, donde dirige la revista académica. Es director del Departamento de Investigaciones de la Escuela de Guerra Naval. Es autor de varios libros de su especialidad.

