Escalada inflacionaria, foco de la preocupación popular

spot_img

La tasa de inflación condensa a la crisis de gobernabilidad que afronta la Argentina. Nada indica que el gobierno esté condiciones de reducir el ritmo del incesante incremento de precios.

Por Pascual Albanese (*)

En la más optimista de las hipótesis, el índice de este año será notablemente superior al 50,9% de 2021. Con un agravante de inequívoca significación política: esos aumentos golpean más fuertemente en la canasta alimentaria que en el promedio general, y en el Gran Buenos Aires más que a nivel nacional. Pero esas previsiones marcan sólo un piso. El techo es difícil de prever. La experiencia histórica argentina es suficientemente ilustrativa sobre las posibles consecuencias sociales y políticas de los estallidos inflacionarios.

El gobernador bonaerense Axel Kiciloff acaba de alertar sobre esa situación en su provincia: “acá con el conurbano, y también con el interior, no da más la situación social”. Coincidentemente con ese grito de alarma, el senador Alfredo Cornejo, presidente del bloque de Juntos por el Cambio en la Cámara Alta, fue el primer dirigente político argentino en mencionar una hipótesis que hasta hace poco tiempo habría sido considerada absolutamente descabellada: “Puede haber una Asamblea Legislativa si hay una inflación muy alta, rondando la híper. Puede haber una Asamblea Legislativa si hay una corrida bancaria, después de una gran bola de Leliq que entren en default con el peso. Puede haber una escalada inflacionaria, puede haber una corrida y ahí, en ese marco, no lo descarto”. Curiosamente, nadie salió a refutarlo.

Cuando Cristina Kirchner alardeó haberle regalado al presidente Alberto Fernández un ejemplar del libro “Historia de una Temporada en el Quinto Piso” del sociólogo Juan Carlos Torre, demostró una cabal comprensión del fenómeno y trasmitió un inquietante pronóstico sobre los acontecimientos que se avecinan. Porque el trabajo de Torre, un íntimo colaborador del Ministro de Economía Juan Sourruille, describe con singular precisión las sucesivas fases que precedieron a la crisis hiperinflacionaria de junio de 1989, que en medio de los saqueos a los supermercados precipitó la traumática salida anticipada del poder de Raúl Alfonsín y la asunción adelantada de Carlos Menem.

Piadosamente, la vicepresidenta omitió decir que, como solía advertirse en un letrero que aparecía en el inicio de algunas viejas películas, “cualquier semejanza con hechos o personajes de la realidad obedece a una mera coincidencia”.

Las permanentes y reiterativas discusiones entre los economistas sobre las raíces del fenómeno inflacionario, que giran en torno a la incidencia de la emisión monetaria, el déficit fiscal, la concentración oligopólica, el aumento del precio de los commodities, el impacto de la crisis internacional o la interpretación acerca de su “multicausalidad”, suelen subestimar una causa eminentemente política: la ausencia de un sistema de poder con capacidad suficiente para ordenar la puja distributiva que caracteriza a cualquier sociedad en toda época de la historia.

Porque uno de los atributos esenciales del poder es la capacidad de decir “no” a las demandas sectoriales de imposible satisfacción. Cuando esa capacidad se evapora, toda alternativa está condenada al fracaso. El actual gobierno ha demostrado con creces carecer de ese atributo.

Los ejemplos están a la vista. La “guerra a la inflación”, sorpresivamente iniciada por Fernández el viernes 18 de marzo, pasó al olvido en una semana, hasta el punto que nada se sabe aún sobre el proyectado fideicomiso del trigo para disminuir el precio del pan, financiado con el incremento de dos puntos de aumento en las retenciones a las explotaciones agroindustriales, única decisión concreta puntualizada en aquel discurso presidencial.

Los controles de precios pomposamente proclamados hace cinco meses por el Secretario de Comercio, Roberto Feletti, duermen el sueño de los justos. El actual intento de un “acuerdo voluntario de precios” es sólo un enunciado de buenas intenciones. Son demasiados fracasos para tan poco tiempo.

El imparable descenso de la credibilidad gubernamental, reflejado en la evolución del índice de confianza del consumidor elaborado mensualmente por la Universidad Di Tella, torna inútil cualquier esfuerzo voluntarista que ignore esa raíz política de la crisis, que seguramente habrá de profundizarse en las próximas semanas con la discusión sobre los aumentos de las tarifas de la electricidad, el gas y el transporte público, una inevitable fuente de conflicto que en los últimos tiempos generaron movilizaciones de protesta que pusieron contra las cuerdas a varios gobiernos sudamericanos, entre ellos Chile, Colombia y más recientemente Perú.

La preocupación generalizada por la estampida inflacionaria explica el hecho de que las encuestas indiquen que el descenso de la imagen gubernamental, un fenómeno que tiende a extenderse a la totalidad de la “clase política”, esté acompañado por una suerte de sugestivo “giro a la derecha” de la opinión pública.

Esas mediciones, que semanas atrás ya habían puesto de manifiesto un apoyo mayoritario a la negociación de un acuerdo con el FMI, consignan ahora que la escalada inflacionaria está en el tope absoluto de la preocupación popular, marcan también un fuerte rechazo a los piquetes como metodología de protesta.

Se señala la necesidad de transformar los planes sociales en programas de empleo, opción que certifica un novedoso consenso acerca del agotamiento del modelo asistencialista impuesto en un principio como una salida de emergencia ante la crisis de diciembre de 2001 pero convertida luego en una peculiar “política de Estado” desde la asunción de Néstor Kirchner en 2003. La repercusión alcanzada por el debate sobre la dolarización, agitado mediáticamente por Javier Milei, es un síntoma.

Este deslizamiento en la opinión pública evoca un fenómeno similar, no advertido en el libro de Torre, ocurrido en las postrimerías del gobierno de Alfonsín, cuando las políticas ejecutadas por Sourruille se revelaron impotentes para impedir la espiralización de la inflación.

En esas circunstancias, las encuestas realizadas por Manuel Mora y Araujo, uno de los sociólogos más prestigiosos de aquella época, empezaron a detectar, entre otros signos inéditos, un apoyo mayoritario de la población a la privatización de las empresas estatales deficitarias. En consonancia con ese giro, emergió una novedosa opción de derecha liberal, encarnada por la UCD liderada por Alvaro Alsogaray, cuyo brazo universitario (UPAU), encabezado por Carlos Maslatón (ex jefe de campaña de Javier Milei en las elecciones del año pasado), disputaba con el “alfonsinismo“ de Franja Morada y con las agrupaciones de izquierda la conducción de los centros estudiantiles en la Universidad de Buenos Aires.

Ese clima de época, que precedió al estallido hiperinflacionario y coincidió en el tiempo con la caída del muro de Berlín, fue encarnado políticamente desde el peronismo por Menem y explica lo sucedido en la Argentina en la década el 90.

Hoy estamos frente un nuevo punto de inflexión. El Frente de Todos atraviesa una etapa de descomposición que acentúa la crisis de gobernabilidad. Juntos por el Cambio pretende esperar veinte meses hasta que llegue su turno. Pero la brusca aceleración de los acontecimientos hace que, en términos políticos, esos veinte meses equivalgan a veinte años.

El termómetro, no la enfermedad, es la tasa de inflación en ascenso. En medio de ese pozo de desánimo colectivo se encuentra la Argentina. Para refugiarse en la crítica, el lamento y la indignación moral bastaría contemplar la mitad del vaso vacío. Pero para salir, es necesario mirar la mitad llena. Porque ninguna visión estratégica puede contentarse con señalar las debilidades. Su misión es encontrar las fortalezas. Ninguna Nación se levanta a partir de sus carencias. Sólo puede hacerlo a partir de sus fortalezas.

Pero esas fortalezas no residen en las buenas intenciones, sino en hechos. El aplastante respaldo legislativo que en ambas cámaras del Congreso Nacional rubricó la aprobación del acuerdo con el FMI reveló la existencia de un entendimiento básico, absolutamente mayoritario, tanto en la coalición oficialista como en la oposición, sobre las terribles consecuencias sociales de una nueva cesación de pagos.

Ese consenso político estuvo avalado por la totalidad de los gobernadores (tanto oficialistas como opositores), las organizaciones representativas del trabajo y la producción, desde la CGT y el Movimiento Evita hasta la Unión Industrial Argentina, la Mesa de Enlace y la Bolsa de Comercio, y por una amplísima mayoría de la opinión pública, que rechaza la posibilidad de retrotraer al país a una situación análoga a las padecidas con las megacrisis de la hiperinflación de 1989 o del colapso de diciembre de 2001.

La inédita convergencia de fuerzas que posibilitó ese resultado parlamentario, constituye la base de sustentación para la construcción de una alternativa de poder capaz de enfrentar la crisis. A la inversa, los sectores minoritarios que intentaron frustrar la materialización de ese acuerdo se autoexcluyeron de esa tarea impostergable.

El “kirchnerismo” ratificó su incapacidad estructural para encarnar una alternativa viable y que su única opción es erigirse en una fuerza de oposición que puede conservar algunos espacios de poder pero no gobernar la Argentina. Por el contrario, la convocatoria del presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, para promover la creación de un espacio institucional adecuado a fin de encarar la definición de acuerdos básicos sobre un conjunto de políticas de mediano y largo plazo que fijen un rumbo estratégico para la Argentina puede ser un punto de partida para la expresión política de este nuevo consenso naciente en la sociedad.

Frente al peligro cierto de un estallido económico y social de imprevisibles consecuencias, surge la necesidad imperiosa e ineludible de construir no ya una “avenida del medio” que intente transitar dificultosamente entre dos polos enfrentados que se turnan en la responsabilidad del fracaso y discuten sobre “la herencia de la herencia”, sino una auténtica “autopista del centro”, un “bloque de la gobernabilidad” que, a través de sus distintos carriles, permita colocar a la Argentina en condiciones de enfrentar exitosamente las acechanzas y las oportunidades que plantea el nuevo escenario mundial. Este desafío, que requiere una profunda reformulación del sistema de poder político instaurado en 10 de diciembre de 2019, no puede esperar hasta las elecciones de 2023.

(*) Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico y cofundador del centro de reflexión para la acción política Segundo Centenario.

 

 

 

Compartir:

spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img

Noticias

CONTENIDO RELACIONADO