domingo, 24 de noviembre de 2024

Extremo Occidente, Argentina, Brasil y la unidad en la región

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La expresión fue empleada originariamente para caracterizar a la Península Ibérica, a España y Portugal. La suposición generalizada era que una vez traspasando ese límite, los barcos desaparecían en las profundidades de lo desconocido.

Por Pascual Albanese (*)

En 1987 el historiador francés Alain Rouquié su publicó su libro “América Latina: Extremo Occidente”, cuya primera edición en español se conoció en 1989. Hasta el descubrimiento de América, ese término de “Extremo Occidente”, vinculado con el de “Finisterre” (fin del mundo), estuvo asociado a ese antiguo mito sobre la geometría de la Tierra.

Pero Colón, que pretendía llegar a las Indias, “chocó” con América y ese acontecimiento amplió los límites de Occidente y modificó el curso de la historia mundial.

Con esos antecedentes, no resulta una mera casualidad que el 13 de marzo de 2013, cuando el cónclave de cardenales ungió al arzobispo de Buenos Aires, monseñor Jorge Bergoglio, como sucesor de Benedicto XVI, el Papa Francisco, primer pontífice latinoamericano, en su  presentación ante la multitud en la basílica de San Pedro, señaló que para elegirlo “parece que los hermanos cardenales fueron casi hasta el fin del mundo”.

Para Rouquié, América Latina es, ante todo, una “realidad cultural” cuya especificidad no suele ser tenida en cuenta por la intelectualidad europea. Y esa precisión adquiere relevancia para analizar el posicionamiento de la región en el nuevo contexto mundial. Porque dicha ubicación está signada por una identidad cultural que es el signo de un destino común. Puntualiza Rouquié que América Latina puede ser concebida como “el Tercer Mundo de Occidente” o como el “Occidente del Tercer Mundo.”.

Algunos autores llegan a cuestionar la existencia misma de América Latina como una unidad. En sentido contrario, en 1981, seis años antes de la aparición de la obra de Rouquié, Amelia Podetti, una pensadora que el propio Francisco reconoció había influido en su formación intelectual, publicó su libro “La irrupción de América en la historia”, que aborda esa problemática y proclama que, precisamente, lo que distingue a América Latina es la de constituir la expresión de una unidad forjada en la diversidad, muy distinta en este punto de origen a la América sajona.

Para Podetti, ”esta virtud unificadora se encuentra en los mismos fundamentos de la historia de América, expresada en múltiples rasgos muy definitorios, donde se destacan como hechos peculiares, por una parte, la voluntad mestizadora de la conquista y la colonización y, por otra, la relación entre cristianismo y cultura que se establece únicamente en América profundamente ligados e interdependientes al punto que quizás la cultura americana sea la única genuinamente cristiana, es decir cristiana desde sus orígenes.

Es justamente esa vocación de síntesis, esta virtud de unidad, esta aptitud parta transmitir tradiciones culturales diversas lo que al mismo tiempo particulariza a América, hay una vocación de universalidad en su propia particularidad cultural”.

Es interesante y oportuno señalar que en mayo de 2018 una delegación de teólogos latinoamericanos, encabezada por el sacerdote jesuita Juan Carlos Scanone, uno de los maestros intelectuales de Francisco y de los máximos teóricos de la llamada “teología del pueblo”, forjada en la Argentina como una corriente interna diferenciada dentro de la “Teología de la Liberación”, viajó a China para participar en un seminario para examinar la vinculación entre fe, cultura y religiosidad popular.

No se trataba de un simple evento académico, sino de una cuestión política de primera magnitud en la que la experiencia latinoamericana mencionada por Podetti resulta de particular interés para el Partido Comunista Chino, que en su relación con la Iglesia Católica abrió la alternativa de la existencia de un “cristianismo con características chinas”.

El viaje de esa delegación, integrada entre otros por Enrique Del Percio, fue coordinado por la teóloga argentina Emilce Cuda, a quien Francisco designó recientemente como Jefa de Oficina de la Comisión Pontificia para América Latina.

Según Podetti, “América es capaz de integrar la modernidad con su propio fundamento histórico y espiritual, porque ella es capaz de concebir la universalidad de la historia y el sentido de búsqueda de la unidad en la marcha del hombre sobre el planeta”. Afirma que “el descubrimiento del “nuevo mundo” es, en realidad, el descubrimiento del mundo en su totalidad, es el descubrimiento de que el mundo era algo totalmente diferente al que el hombre de una y otra parte habían conocido hasta entonces. Con América comienza de modo efectivo la historia universal o la historia se hace definitivamente universal”.

La historiografía ha dado ya cuenta de la influencia europea en la conformación de la cultura latinoamericana. Pero el escritor colombiano Germán Arciniegas, a lo largo de toda su obra pero en especial en su libro “América en Europa”, publicado en 1975, seis años antes que el libro de Podetti, tuvo la originalidad y el atrevimiento de plantear el reverso de esa medalla: los aportes del nuevo continente que contribuyeron a modificar la realidad europea y mundial.

Arciniegas, un intelectual de formación liberal, explicaba: “estoy escribiendo un libro al revés, porque hay muchos libros y ensayos sobre la influencia de Europa sobre América”. Su descripción recorre desde los cambios en la alimentación, derivados de la introducción de la papa o el cacao, hasta la gravitación de las experiencias políticas americanas en los acontecimientos europeos. Recuerda, por ejemplo, que el término “independencia” en su acepción política recién aparece en los diccionarios después de las independencias de los países americanos.

La proyección política de esa identidad cultural latinoamericana, superadora y cualitativamente distinta de las viejas concepciones eurocéntricas y de las visiones “indigenistas”, está en el centro del pensamiento de Alberto Methol Ferré, un intelectual uruguayo de vasta trayectoria que fue director del Departamento de Laicos del la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM). En 2006, Methol Ferré publicó su último libro, “América Latina en el siglo XXI”, presentado en Buenos Aires por Bergoglio.

Para Methol Ferré, la Iglesia Católica, que junto a España y Portugal fue la otra gran protagonista de la conquista y la colonización, constituye un motor fundamental para la integración latinoamericana. A su entender, la Iglesia latinoamericana protagonizó un largo proceso de maduración, que alcanzó su punto culminante en 2007 en la Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, realizada en la localidad brasileña de Aparecida.

Monseñor Bergoglio fue presidente del Comité de Redacción que tuvo a su cargo la elaboración del ”documento de Aparecida”, un texto que plasmó la visión original de una Iglesia latinoamericana que asumía una identidad propia e intransferible. Esa premonitoria apreciación de Methol, fallecido en 2009, anticipó en pocos años la elección de Francisco.

El principal heredero intelectual de Methol Ferré, el uruguayo Guzmán Carriquiry Lecour, quien tras desempeñarse durante más de cuatro décadas en distintas funciones como laico en la Santa Sede culminó su carrera como vicepresidente de la Comisión Pontificia para América Latina, coincide con esa interpretación.

En un reportaje realizado en 2017, Carriquiry enfatizó que “Aparecida fue un paso fundamental de la trayectoria que llevó al padre Bergoglio a la sede de Pedro”. Recalcó que “como decía Ortega y Gasset, la persona es “yo y sus circunstancias”. Al Papa no lo eligen por motivos geopolíticos. Lo eligen por su persona para un determinado momento de la Iglesia. Pero la persona no está aislada de sus circunstancias”.

En la visión de Methol Ferré, América Latina es Iberoamérica, una amalgama de España y Portugal, y su configuración responde a la evolución de esas dos vertientes: la tradición portuguesa, encarnada por Brasil, que logró  conservar su unidad, y la vertiente hispánica, víctima de un proceso de balcanización que derivó en su fragmentación política, expresada en una veintena de repúblicas independientes.

Para Methol, América Latina está compuesta por dos realidades: América del Sur, cuyo epicentro es el vínculo entre Brasil y la Argentina, y México y Centroamérica con una economía cada vez más integrada con Estados Unidos. En esa apreciación, el “macizo continental” y punto de partida de la integración latinoamericana, reside en América del Sur, lugar de encuentro entre la América portuguesa y la América hispana, esa confluencia que constituye el núcleo de esa “realidad cultural” que Rouquié utiliza para caracterizar a América Latina.

Subraya Methol que “América del Sur es la zona más decisiva de América Latina. Sin Brasil no habría América Latina, sólo Hispanoamérica”. No es sólo una apreciación de carácter cultural: Brasil es la octava economía del mundo y representa más de la mitad de la superficie, la población y el producto bruto sudamericano. A pesar del vigoroso avance de las iglesias evangélicas en las últimas décadas, es también la mayor nación católica del mundo.

Methol puntualiza también que, en términos prácticos, “la única frontera histórica de Brasil con Hispanoamérica es la Cuenca del Plata. Este es el sitio de encuentro y conflicto de medio milenio entre luso mestizo y lo hispano mestizo. Sólo allí está el mayor poder hispanomericano de América del Sur, la Argentina. Así, la única frontera verdaderamente bifronte, en rigor la primera gran frontera latinoamericana, es la de Brasil y la Argentina”.

La Argentina tiene otra especificidad, producto de su historia: la población europea superó en número ampliamente a la población aborigen y la gigantesca oleada inmigratoria de fines del siglo XIX y principio del siglo XX, de origen mayoritariamente italiano y español, pero también de las más diversas proveniencias, desde Medio Oriente hasta el imperio zarista, le dio una impronta cultural cosmopolita que la distingue en el concierto regional.

Francisco es hijo de inmigrantes italianos. El cardenal Esteban Karlic, uno de los predecesores de Bergoglio en la presidencia de la Conferencia Episcopal Argentina, considera que la nacionalidad de Francisco no sólo no representó un impedimento para su elección sino que tal vez una de las condiciones de su elegibilidad, porque cuando los cardenales decidieron ungir a un Papa no europeo encontraron en el cardenal argentino a un latinoamericano más afín a sus tradiciones culturales.

Methol Ferré siempre reconoció la fuerte influencia que ejerció sobre su pensamiento la visión estratégica de Perón, quien a comienzos de la pasada década del 50 lanzó la iniciativa del ABC (Argentina, Brasil, Chile). Con esos antecedentes, exalta el valor que tuvo en la década del 90 la constitución del MERCOSUR.

En su análisis, “el MERCOSUR es la vía necesaria para el estado continental nuclear de América Latina”, en una era signada por la emergencia de grandes espacios continentales (o “países continentes”), básicamente Estados Unidos, China, la Unión Europea y Rusia, una nómina en la que pretende insertar a América Latina, para convertirla en protagonista del quehacer mundial y no en un simple “coro de la historia”.

Guzmán Carriquiry, otro antiguo amigo de Francisco y actual embajador de Uruguay en la Santa Sede, autor del libro “La apuesta por América Latina”, también presentado en Buenos Aires por Bergoglio, en una conferencia pronunciada en enero de 2020, retomó la denominación de Rouquié de la región como “Extremo Occidente” y sostuvo: “América Latina es una singularidad en el concierto mundial. Somos culturalmente el Extremo Occidente, mestizo y empobrecido, de arraigo católico, región emergente y en vías de desarrollo”.

En esa exposición, Carriquiry avanzó en una actualización de la perspectiva formulada por Methol Ferré, en función de los cambios experimentados en los últimos años en el mapa continental: “Lamentablemente, el MERCOSUR, proyecto histórico fundamental desde una alianza brasileña argentina y chilena, único eje de conjugación y atracción y propulsión a nivel sudamericano, se ha ido empantanando”. Advirtió que en el futuro el bloque regional “tendrá que saber conjugar bien con la Alianza del Pacífico, que ha emprendido un camino de integración que habrá que seguir con atención”.

Efectivamente, la Alianza del Pacífico, motorizada en 2012 con la explosión de crecimiento de China y del mundo asiático, que transformó al Océano Pacífico en el epicentro del intercambio internacional, nuclea a las economías más abiertas de la región.

Sus cuatro socios fundadores, México, Colombia, Perú y Chile, tienen por separado acuerdos de libre comercio con Estados Unidos. Chile y Perú tienen también tratados bilaterales de libre comercio con China. Chile suscribió asimismo acuerdos de libre con la Unión Europea y con países que en su conjunto representan el 90% del producto bruto mundial.

En este sentido, hay un abierto contraste entre la Alianza del Pacífico y el MERCOSUR, que constituye un bloque mucho más cerrado comercialmente. Esa cuestión motiva una insistente demanda de apertura por parte de sus dos socios menores, Uruguay y Paraguay, compartida, aunque con matices, por Brasil, que subrayan que el espíritu fundacional de la asociación, basado en un “regionalismo abierto”, había sido la construcción de una plataforma de lanzamiento conjunta para que sus socios originarios pudieran erigirse en protagonistas del proceso de globalización de la economía mundial.

Tras cumplirse el trigésimo aniversario de la firma del Tratado de Asunción, que en diciembre de 1991 oficializó la puesta en marcha del MERCOSUR, el bloque sudamericano tiene como temas centrales de su agenda la reducción del arancel externo común y el avance en las negociaciones con terceros países.

Pero en esta reconfiguración en ciernes, el MERCOSUR necesita asumir una triple dimensión: un carácter político, fundamentalmente mediante la creación de un sistema integrado de defensa y seguridad, una proyección bioceánica, lo que exige profundizar la asociación estratégica con Chile, y un perfil agroalimentario, por las características comunes del aparato productivo de los países miembros.

Pero los modos y los tiempos de esa reestructuración del MERCOSUR no pueden desentenderse de las disimilitudes preexistentes entre sus socios. Uruguay como Paraguay son economías abiertas, con rasgos semejantes a los países de la Alianza del Pacífico. Brasil y la Argentina tienen estructuras industriales que requieren un proceso de reconversión, a través de una estrategia de reindustrialización internacionalmente competitiva, cuya base es el fortalecimiento y la diversificación de su sistema de producción agroalimentaria, que junto a Estados Unidos son los tres tecnológicamente más avanzados a nivel mundial.

La convergencia entre el MERCOSUR y la Alianza del Pacífico constituye hoy el camino posible de la unidad latinoamericana. Ambos bloques concentran más del 90% de la población, del producto bruto interno y de la inversión extranjera directa de toda la región. Esa confluencia puede permitir que México, sin afectar sus vínculos con Estados Unidos, adquiera un mayor protagonismo en la construcción política de la región, orientada a transformarla en un centro de decisión autónomo en el escenario mundial.

América Latina necesita intervenir con una voz propia en la configuración del nuevo sistema de poder mundial, cuyo eje ordenador gira alrededor de una nueva bipolaridad, expresada en el complejo vínculo de competencia y cooperación entre Estados Unidos y China. Pero, a diferencia de lo que sucedía entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante la guerra fría, ninguna de estas dos superpotencias lidera un bloque de países enfrentado al otro. No hay entonces alineamientos automáticos sino entrecruzamiento de intereses.

En ese contexto, la inserción de cada país y de cada región en ese escenario global estará determinada por la naturaleza de los vínculos que sea capaz de establecer, pragmática y simultáneamente, con Estados Unidos y con China. Más que de una multipolaridad, podría hablarse con mayor propiedad de un policentrismo, en el que cumple un rol fundamental la Unión Europea.

La realidad específica de América del Sur le exige articular una sólida asociación comercial con China con una intensa cooperación con Estados Unidos en materia de seguridad hemisférica y de inversiones y de relación con la comunidad financiera internacional. Por su parte, México y América Central tienden a compatibilizar el creciente intercambio comercial con China con su integración en la economía norteamericana.

Pero ser “Extremo Occidente” supone, con las particularidades del caso ser parte de Occidente. En ese sentido, América Latina es parte inseparable del sistema político y jurídico interamericano, que lo asocia con Estados Unidos, vertebrado en torno a instituciones multilaterales como la Organización de Estados Americanos y el Banco Interamericano de Desarrollo, así como a múltiples tratados internacionales que incluyen la Carta Democrática de la OEA, con su énfasis en la defensa de los derechos humanos en la región.

En la década del 60, en el momento de la irrupción del Movimiento de Países No Alineados solía decirse que el “tercerismo “de la China de Mao Zedong consistía en estar igualmente lejos de Estados Unidos y de la Unión Soviética, mientras que el “tercerismo” de la Yugoeslavia del mariscal Tito buscaba situarse igualmente cerca de ambas superpotencias. Frente a esta nueva bipolaridad entre Estados Unidos y China, podría decirse que el mundo entero tiende hoy a recrear esa estrategia de Tito.

Al respecto, en noviembre pasado, Carlos Fortin, Jorge Heine y Carlos Ominami, tres destacados autores chilenos, publicaron un libro titulado “El no alineamiento activo y América Latina: una doctrina para el nuevo siglo”.

Hoy está abierta la posibilidad para un “tercerismo convergente”, fundado en la cooperación y no en la confrontación. En ese marco, cobra relevancia para América Latina, esa “realidad cultural” a la que se refería Rouquié, su relación con la Unión Europea, con la que está unida por esos indisolubles lazos culturales forjados durante más de cinco siglos. México y Chile tienen en vigencia tratados bilaterales de libre comercio con el bloque comunitario. De allí la significación que adquiere la ratificación del acuerdo de libre comercio suscripto entre el MERCOSUR y la Unión Europea.

La confluencia entre el MERCOSUR y la Alianza del Pacífico contribuirá a otorgar a América Latina, esa “realidad cultural” del Extremo Occidente, la fortaleza política necesaria para tener una participación más activa en el debate planteado sobre la estructura de poder y el sistema de valores de esta nueva sociedad mundial que emerge a ritmo acelerado a escala planetaria.

Brasil, México y la Argentina forman parte del G-20, que constituye hoy la principal plataforma de gobernabilidad mundial, cuya agenda incluye el tratamiento de los temas fundamentales de esa discusión, desde la reforma de la actual arquitectura del sistema financiero internacional hasta la acción mancomunada para la preservación del medio ambiente, dos cuestiones básicas en las que la constante prédica y las múltiples iniciativas del Papa Francisco contribuyen a instalar fuertemente en la agenda global. Desde este Extremo Occidente, la unidad latinoamericana le puede permitir a la región ser parte del concierto mundial y no resignarse al papel pasivo que Methol Ferré estigmatizara como “coro de la historia”.

(*) Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico y cofundador del centro de reflexión para la acción política Segundo Centenario. Publicado originalmente en la revista Poliedro.

 

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