Las tribulaciones de un chino en Irak

Chen aprendió a hablar árabe y comenzó a hacer negocios en Irak antes de la primera guerra del golfo. Abrió el mejor restaurante chino que jamás conocieran los iraquíes, pero la violencia terminó por abatirlo. Ahora prepara comidas para llevar.

29 agosto, 2005

En lugar de inglés, Chen Xianzhong eligió estudiar árabe cuando entró a la universidad de Beijing. Se convirtió al Islam, dice, durante la guerra del Golfo de 1991. En los años ’80 había sido el representante en Bagdad de Norinco, el gran conglomerado comercial militar de China. En ese carácter, vendía de todo, desde leche en polvo hasta misiles antitanque por todo el Medio Oriente.

La primera guerra del golfo la pasó en Emiratos Árabes Unidos, pero volvió a Irak en 1999 para comerciar para China según los términos del programa “petróleo por comida”. Luego, en 2001m dejó eso para comenzar a hacer negocios por su cuenta. Le iba lo más bien hasta que llegó la guerra.

Chen se fue de Iraq apenas tres días antes de que comenzaran los bombardeos de Estados Unidos, justo cuando se aproximaba al puerto iraquí de Umm Qasr el embarque de textiles que traía de China (por valor de US$ 1,5 millón) a pedido de comerciantes locales. Todavía no le habían pagado cuando comenzó la invasión. Dos semanas después de la caída de Bagdad, volvió y cobró.

Con ese dinero en mano, olió la oportunidad que le brindaba una ciudad arrasada y abrió en la principal calle comercial un emporio donde vendía todo tipo de baratijas chinas. Luego de eso abrió el restaurante de sus sueños, quería que fuera – además de auténtico – el más lujoso y tradicionalista que jamás hubieren conocido los iraquíes. Importó de China las sillas emperador, las mesas-banqueta redondas, los cuadros, los decorados y las estatuas. Lo más importante: se llevó de China cuatro containers repletos de especias, salsas, raíces, vegetales en vinagre y otros insumos necesarios para lograr los sabores de su tierra. Lo suficiente como para que su restaurante – con capacidad para 400 comensales — no necesitara reponer insumos en tres o cuatro años. Se proponía desbaratar el turbio negocio de otros chinos, para él aventureros improvisados, cuyos restaurantes/salones de masajes ofrecían comida preparada por chefs iraquíes.

Mientras Bagdad se esforzaba por volver a la normalidad, el negocio crecía. Pero entonces comenzaron los problemas. En medio de la ola de secuestros y asesinatos que asoló todo el 2004, le secuestraron a un grupo de empleados. Cuando finalmente los liberaron, dos de sus cuatro chefs decidieron regresar a China. Mientras tanto, se le hacía cada vez más difícil vender vino y licores porque shiítas y Sunníes pugnaban por imponer las leyes islámicas.

En marzo de este año, mientras iba en su auto al mercado de vegetales, tres hombres saltaron de un Volkswagen y a punta de revólver le indicaron que se pasara al asiento trasero. Chen se resistió, ofreció su dinero y su auto, pero los hombres lo querían a él. Luchó, se resistió y finalmente fue ayudado por los comerciantes del barrio, que salieron a los tiros.

Del incidente salió con varias heridas en la cabeza y en el cuerpo que lo tuvieron dos días en el hospital antes de irse a China por un mes a descansar y hacerse estudios. En mayo regresó y decidió que nunca más saldría sin un guardaespaldas armado. Uno de sus empleados fue secuestrado mientras volvía del banco con el dinero de los sueldos.

Finalmente, el atentado que selló la suerte del restaurante: el 30 de julio, un suicida detonó un auto bomba que había estacionado justo frente al local de Chen, ubicado en las cercanías del Teatro Nacional. La explosión, que reventó las ventanas y derrumbó gran parte del techo — diseminó pedazos de cuerpo humano y de carrocería por todo el salón comedor. Un pie quedó tirado en la calzada. Afortunadamente no había nadie en ese momento.

No había nadie en ese momento pero fue la gota que rebalsó el vaso. “Me dan miedo estos locos,” dice Chen, que ya cerró sus dos restaurantes y el hotel. Se quedó con dos chefs que ahora trabajan en una pequeña cocina en los altos del emporio y preparan comida para llevar.

Pero Chen invirtió casi US$ 500.000 en sus aventuras y sólo ha recuperado dos tercios. Lo que le gustaría es mudarse al norte, a la región de los curdos; allí es más seguro, pero los caminos que van hacia el norte son demasiado peligrosos para arriesgar sus productos.

Entonces se queda en Bagdad. Por las noches él, sus dos chefs y otros cuatro empleados se atrincheran en los pisos altos mientras guardias iraquíes vigilan la entrada. Ahora hay armas en todas las habitaciones y todos están listos para apretar el gatillo. “Yo me iría de aquí, pero no puedo abandonar todo esto”, dice señalando ositos de peluche y juegos de té.

En lugar de inglés, Chen Xianzhong eligió estudiar árabe cuando entró a la universidad de Beijing. Se convirtió al Islam, dice, durante la guerra del Golfo de 1991. En los años ’80 había sido el representante en Bagdad de Norinco, el gran conglomerado comercial militar de China. En ese carácter, vendía de todo, desde leche en polvo hasta misiles antitanque por todo el Medio Oriente.

La primera guerra del golfo la pasó en Emiratos Árabes Unidos, pero volvió a Irak en 1999 para comerciar para China según los términos del programa “petróleo por comida”. Luego, en 2001m dejó eso para comenzar a hacer negocios por su cuenta. Le iba lo más bien hasta que llegó la guerra.

Chen se fue de Iraq apenas tres días antes de que comenzaran los bombardeos de Estados Unidos, justo cuando se aproximaba al puerto iraquí de Umm Qasr el embarque de textiles que traía de China (por valor de US$ 1,5 millón) a pedido de comerciantes locales. Todavía no le habían pagado cuando comenzó la invasión. Dos semanas después de la caída de Bagdad, volvió y cobró.

Con ese dinero en mano, olió la oportunidad que le brindaba una ciudad arrasada y abrió en la principal calle comercial un emporio donde vendía todo tipo de baratijas chinas. Luego de eso abrió el restaurante de sus sueños, quería que fuera – además de auténtico – el más lujoso y tradicionalista que jamás hubieren conocido los iraquíes. Importó de China las sillas emperador, las mesas-banqueta redondas, los cuadros, los decorados y las estatuas. Lo más importante: se llevó de China cuatro containers repletos de especias, salsas, raíces, vegetales en vinagre y otros insumos necesarios para lograr los sabores de su tierra. Lo suficiente como para que su restaurante – con capacidad para 400 comensales — no necesitara reponer insumos en tres o cuatro años. Se proponía desbaratar el turbio negocio de otros chinos, para él aventureros improvisados, cuyos restaurantes/salones de masajes ofrecían comida preparada por chefs iraquíes.

Mientras Bagdad se esforzaba por volver a la normalidad, el negocio crecía. Pero entonces comenzaron los problemas. En medio de la ola de secuestros y asesinatos que asoló todo el 2004, le secuestraron a un grupo de empleados. Cuando finalmente los liberaron, dos de sus cuatro chefs decidieron regresar a China. Mientras tanto, se le hacía cada vez más difícil vender vino y licores porque shiítas y Sunníes pugnaban por imponer las leyes islámicas.

En marzo de este año, mientras iba en su auto al mercado de vegetales, tres hombres saltaron de un Volkswagen y a punta de revólver le indicaron que se pasara al asiento trasero. Chen se resistió, ofreció su dinero y su auto, pero los hombres lo querían a él. Luchó, se resistió y finalmente fue ayudado por los comerciantes del barrio, que salieron a los tiros.

Del incidente salió con varias heridas en la cabeza y en el cuerpo que lo tuvieron dos días en el hospital antes de irse a China por un mes a descansar y hacerse estudios. En mayo regresó y decidió que nunca más saldría sin un guardaespaldas armado. Uno de sus empleados fue secuestrado mientras volvía del banco con el dinero de los sueldos.

Finalmente, el atentado que selló la suerte del restaurante: el 30 de julio, un suicida detonó un auto bomba que había estacionado justo frente al local de Chen, ubicado en las cercanías del Teatro Nacional. La explosión, que reventó las ventanas y derrumbó gran parte del techo — diseminó pedazos de cuerpo humano y de carrocería por todo el salón comedor. Un pie quedó tirado en la calzada. Afortunadamente no había nadie en ese momento.

No había nadie en ese momento pero fue la gota que rebalsó el vaso. “Me dan miedo estos locos,” dice Chen, que ya cerró sus dos restaurantes y el hotel. Se quedó con dos chefs que ahora trabajan en una pequeña cocina en los altos del emporio y preparan comida para llevar.

Pero Chen invirtió casi US$ 500.000 en sus aventuras y sólo ha recuperado dos tercios. Lo que le gustaría es mudarse al norte, a la región de los curdos; allí es más seguro, pero los caminos que van hacia el norte son demasiado peligrosos para arriesgar sus productos.

Entonces se queda en Bagdad. Por las noches él, sus dos chefs y otros cuatro empleados se atrincheran en los pisos altos mientras guardias iraquíes vigilan la entrada. Ahora hay armas en todas las habitaciones y todos están listos para apretar el gatillo. “Yo me iría de aquí, pero no puedo abandonar todo esto”, dice señalando ositos de peluche y juegos de té.

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