La indignidad de ser paciente

¿Qué fenómeno extraño se produce en una clínica donde- cualquiera sea el precio de la habitación – médicos y enfermeras entran sin golpear, despiertan sin miramientos al paciente y jamás sienten la necesidad de disculparse?

25 julio, 2011

Entrar al sistema médico, sea hospital, clínica o geriátrico, casi siempre implica sufrir una degradación. Los médicos entran a la habitación a cualquier hora y sin ningún miramiento. Van, a veces con su cohorte de estudiantes, a mostrar al paciente como quien muestra un artículo para la venta. Las pequeñas cortesías, ésas que ayudan lubricar y dignificar a la sociedad civil, se ignoran precisamente en el momento en que más se necesitan, cuando los enfermos se sienten aislados de los demás y traicionados por sus propios cuerpos.

Las explicaciones que se obtienen son diversas. Los presupuestos son insuficientes y las enfermeras no dan abasto. Las internaciones, además, son cada vez más cortas, y eso dificulta el desarrollo de una relación con el personal, etc.

En una encuesta a escala nacional realizada en Estados Unidos entre 2.000 adultos, 55% de los entrevistados manifestaron insatisfacción con la calidad de la atención sanitaria y 40% dijo que había decaído en los últimos cinco años. La encuesta fue realizada conjuntamente por la Universidad de Harvard, la Agencia para la investigación sanitaria y la Kaiser Family Foundation, un grupo independiente de investigaciones.

Los pacientes se quejan allí de médicos arrogantes, mala comida y maltrato generalizado. Estos son problemas reales, más agudizados en los centros públicos con menor presupuesto de, tal vez cualquier país del mundo. En Estados Unidos el problema fue puesto de manifiesto y sacado a relucir con encuestas concretas y , en consecuencia, ya hay hospitales y facultades de medicina que incluyen en el currículum clases especiales de cortesía y buenos modales con enfermos y familiares.

Pero aparte de eso hay otro problema. Uno que detectó allá por los años ’50 el sociólogo Erving Goffman y que describió en su clásico libro “Asilos”. Allí detallaba Goffman las depredaciones de la vida en una institución mental, pero en general señalaba la profunda transformación psicológica que sufre una persona al ingresar a cualquier entorno de tipo médico. Hoy los antropólogos coinciden, y señalan con preocupación que la transformación de ciudadano en paciente comienza en el momento mismo del ingreso.

Después de la admisión de un paciente, decía Goffman, cuando la persona se quita la ropa de calle y se enfunda en la de cama, se produce una contaminación psicológica. Otro detalle importante, es que en la vida normal, la gente es libre de guardar pequeños secretos con su cuerpo, con sus dolencias, etc. En una clínica, en cambio, esos territorios privados se violan y quedan expuestos descarnadamente al ojo público.

Desconsideración con el enfermo. Un ejemplo

El incidente que se relata aquí – ocurrido en una clínica de Estados Unidos y contado por la protagonista a un periodista del Wall Street Journal – podría haber ocurrido en otro país. Lo único que lo distingue es que éste fue publicado por la prensa nacional.

La señora M yacía en su cama de hospital medio dormida la mañana siguiente a su operación de cáncer de mama, en febrero – pleno invierno boreal – cuando una fila de extraños de guardapolvo blanco entró a su habitación (ella había pagado lo que fue necesario para disfrutar del privilegio de la privacidad).

Sin decir palabra, uno de ellos – hombre – se inclinó sobre ella, retiró la frazada y le levantó el camisón hasta los hombros. Todavía débil por la operación y algo obnubilada por el sueño que le acababan de interrumpir, la señora, de 55 años, logró exclamar con cierto dejo de sarcasmo: “Pero bueno … buenos días …”. El médico jefe la ignoró. Hablaba de carcinomas, cuenta la señora, e iba de un lado al otro de la cama como quien presenta una cortadora de césped en una feria comercial mientras su público, media docena de estudiantes de medicina entre 20 y 25 años, miraba el cuerpo desnudo de la mujer con distante curiosidad.

Después de lo que le pareció una eternidad, el médico de repente se volvió hacia ella y le espetó:
“¿Todavía no despidió gases?”
“Ésas fueron las primeras palabras que me dirigió, delante de todos,” relata.
“No, doctor, eso no lo hago hasta que no salgo con alguien por tercera vez”. “Me miró como ofendido, como si me estuviera negando a seguir el juego que me correspondía, dado el lugar donde estaba”.

<p>Entrar al sistema m&eacute;dico, sea hospital, cl&iacute;nica o geri&aacute;trico, casi siempre implica sufrir una degradaci&oacute;n. Los m&eacute;dicos entran a la habitaci&oacute;n a cualquier hora y sin ning&uacute;n miramiento. Van, a veces con su cohorte de estudiantes, a mostrar al paciente como quien muestra un art&iacute;culo para la venta. Las peque&ntilde;as cortes&iacute;as, &eacute;sas que ayudan a lubricar y dignificar a la sociedad civil, se ignoran precisamente en el momento en que m&aacute;s se necesitan, cuando los enfermos se sienten aislados de los dem&aacute;s y traicionados por sus propios cuerpos.</p>
<p>Las explicaciones que se obtienen son diversas. Los presupuestos son insuficientes y las enfermeras no dan abasto. Las internaciones, adem&aacute;s, son cada vez m&aacute;s cortas, y eso dificulta el desarrollo de una relaci&oacute;n con el personal, etc.</p>
<p>En una encuesta a escala nacional realizada en Estados Unidos entre 2.000 adultos, 55% de los entrevistados manifestaron insatisfacci&oacute;n con la calidad de la atenci&oacute;n sanitaria y 40% dijo que hab&iacute;a deca&iacute;do en los &uacute;ltimos cinco a&ntilde;os. La encuesta fue realizada conjuntamente por la Universidad de Harvard, la Agencia para la investigaci&oacute;n sanitaria y la Kaiser Family Foundation, un grupo independiente de investigaciones.</p>
<p>Los pacientes se quejan all&iacute; de m&eacute;dicos arrogantes, mala comida y maltrato generalizado. Estos son problemas reales, m&aacute;s agudizados en los centros p&uacute;blicos con menor presupuesto de, tal vez cualquier pa&iacute;s del mundo. En Estados Unidos el problema fue puesto de manifiesto y sacado a relucir con encuestas concretas y , en consecuencia, ya hay hospitales y facultades de medicina que incluyen en el curr&iacute;culum clases especiales de cortes&iacute;a y buenos modales con enfermos y familiares.</p>
<p>Pero aparte de eso hay otro problema. Uno que detect&oacute; all&aacute; por los a&ntilde;os &rsquo;50 el soci&oacute;logo Erving Goffman y que describi&oacute; en su cl&aacute;sico libro &ldquo;Asilos&rdquo;. All&iacute; detallaba Goffman las depredaciones de la vida en una instituci&oacute;n mental, pero en general se&ntilde;alaba la profunda transformaci&oacute;n psicol&oacute;gica que sufre una persona al ingresar a cualquier entorno de tipo m&eacute;dico. Hoy los antrop&oacute;logos coinciden, y se&ntilde;alan con preocupaci&oacute;n que la transformaci&oacute;n de ciudadano en paciente comienza en el momento mismo del ingreso.</p>
<p>Despu&eacute;s de la admisi&oacute;n de un paciente, dec&iacute;a Goffman, cuando la persona se quita la ropa de calle y se enfunda en la de cama, se produce una contaminaci&oacute;n psicol&oacute;gica. Otro detalle importante, es que en la vida normal, la gente es libre de guardar peque&ntilde;os secretos con su cuerpo, con sus dolencias, etc. En una cl&iacute;nica, en cambio, esos territorios privados se violan y quedan expuestos descarnadamente al ojo p&uacute;blico.</p>
<p><b>Desconsideraci&oacute;n con el enfermo. Un ejemplo</b></p>
<p>El incidente que se relata aqu&iacute; &ndash; ocurrido en una cl&iacute;nica de Estados Unidos y contado por la protagonista a un periodista del <i>Wall Street Journal</i> &ndash; podr&iacute;a haber ocurrido en otro pa&iacute;s. Lo &uacute;nico que lo distingue es que &eacute;ste fue publicado por la prensa nacional.</p>
<p>La se&ntilde;ora M yac&iacute;a en su cama de hospital medio dormida la ma&ntilde;ana siguiente a su operaci&oacute;n de c&aacute;ncer de mama, en febrero &ndash; pleno invierno boreal &ndash; cuando una fila de extra&ntilde;os de guardapolvo blanco entr&oacute; a su habitaci&oacute;n (ella hab&iacute;a pagado lo que fue necesario para disfrutar del privilegio de la privacidad).</p>
<p>Sin decir palabra, uno de ellos &ndash; hombre &ndash; se inclin&oacute; sobre ella, retir&oacute; la frazada y le levant&oacute; el camis&oacute;n hasta los hombros. Todav&iacute;a d&eacute;bil por la operaci&oacute;n y algo obnubilada por el sue&ntilde;o que le acababan de interrumpir, la se&ntilde;ora, de 55 a&ntilde;os, logr&oacute; exclamar con cierto dejo de sarcasmo: &ldquo;Pero bueno … buenos d&iacute;as …&rdquo;. El m&eacute;dico jefe la ignor&oacute;. Hablaba de carcinomas, cuenta la se&ntilde;ora, e iba de un lado al otro de la cama como quien presenta una cortadora de c&eacute;sped en una feria comercial mientras su p&uacute;blico, media docena de estudiantes de medicina entre 20 y 25 a&ntilde;os, miraba el cuerpo desnudo de la mujer con distante curiosidad.</p>
<p>Despu&eacute;s de lo que le pareci&oacute; una eternidad, el m&eacute;dico de repente se volvi&oacute; hacia ella y le espet&oacute;:<br />
&quot;&iquest;Todav&iacute;a no despidi&oacute; gases?&quot; <br />
&quot;&Eacute;sas fueron las primeras palabras que me dirigi&oacute;, delante de todos,&quot; relata. <br />
&quot;No, doctor, eso no lo hago hasta que no salgo con alguien por tercera vez&rdquo;. &ldquo;Me mir&oacute; como ofendido, como si me estuviera negando a seguir el juego que me correspond&iacute;a, dado el lugar donde estaba&rdquo;.</p>

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