Por Lucía Vaquero Zamora (*)
Hace un mes, su hermana le pasó un vídeo de TikTok de una psicóloga que habla sobre autoestima, salud mental, y body positivity. Aunque al principio, no reparó mucho en ello, le gustó y decidió seguir esa cuenta.
Poco a poco, Marta se ha dado cuenta de que algunas de las cosas que se comentan en esos vídeos le están despertando un espíritu crítico que antes no tenía. Ahora, es capaz de ver desde un punto de vista diferente las publicaciones relacionadas con el mundo de la belleza. Además, ha descubierto una comunidad de gustos e intereses similares, con la que está aprendiendo a ser crítica frente a las tendencias de belleza impuestas en la sociedad.
No es cuestión de blanco o negro
Parece claro que las nuevas tecnologías, y las redes sociales en concreto, no tienen un carácter positivo o negativo en sí mismas, sino infinidad de posibilidades de uso. Dependiendo del empleo concreto que les demos a estas plataformas tendrán unos efectos u otros en nuestro cerebro. En la literatura científica, el sobreuso de smartphones y redes sociales se ha visto asociado tanto a efectos perjudiciales como beneficiosos sobre la cognición y la salud mental.
Entre los primeros, se han descrito problemas de atención y autoestima, y un mayor riesgo de desarrollar depresión y ansiedad. Y, al mismo tiempo, también se ha visto que las redes sociales promueven la interacción social, la creatividad y el bienestar general.
Problemas metodológicos
Pero ¿cómo podríamos investigar el uso que las personas dan a estas herramientas, para entender sus efectos cerebrales, sin vulnerar su privacidad? Desafortunadamente, la caracterización de los efectos de esas tecnologías no es trivial y debe basarse en medidas indirectas, lo que implica cierta falta de control y objetividad en las observaciones.
En vez de recoger datos reales cuantificables (a través de una aplicación, por ejemplo), debemos confiar en información sobre la experiencia subjetiva de los participantes de nuestros estudios (a través de cuestionarios). Esto añade dificultades a la hora de interpretar, comparar y extrapolar los resultados.
Para empezar, los trabajos que se han realizado hasta la fecha se centran en estudiar variables que no son exactamente iguales de una investigación a otra. Así, utilizan medidas y terminologías muy diferentes para referirse a cuestiones similares. Por ejemplo: “tiempo delante de una pantalla”, “uso de smartphones”, “exposición a medios digitales” o “uso de redes sociales”, entre otros.
¿No estaría el uso de móviles contenido dentro del “tiempo delante de una pantalla”, por ejemplo? ¿Cómo se distinguen los efectos de estar frente al televisor o el ordenador de los de consumir tiempo con un teléfono inteligente? ¿Y cómo distinguimos la actividad concreta que se realiza cuando tenemos un smartphone en la mano sin dejar de proteger la privacidad de las personas?
Además, el uso tan universalizado de estas tecnologías es relativamente reciente. Por tanto, carecemos de suficientes estudios longitudinales, es decir, con datos recogidos durante varias décadas de un numeroso grupo de personas. Este tipo de investigación sería la que podría informarnos sobre los efectos a largo plazo del uso y sobreuso de estas herramientas. Tendremos que esperar un tiempo y hacer el esfuerzo de seguir un mismo grupo de participantes por muchos años para entenderlos mejor.
Cómo medir el riesgo de adicción
Por último, uno de los temas más candentes actualmente es el riesgo de adicción asociado con estas tecnologías. Para valorar si existe o no un comportamiento adictivo, la medida primordial parece ser el tiempo de uso. Sin embargo, la mayoría de las aplicaciones, redes sociales y sitios web están diseñados, específicamente, para mantener nuestra atención focalizada en sus contenidos y alargar el tiempo que invertimos en ellas. El estado de absorción que causan estos medios nos dificulta la tarea de estimar de forma subjetiva esa duración. Y una medición objetiva nos lleva al problema inicial de vulneración de la privacidad e intimidad de los sujetos de estudio.
Con estos retos en mente, parece evidente que entender los beneficios y riesgos del uso de las nuevas tecnologías sobre el cerebro está acompañado por obstáculos difícilmente superables. Sin embargo, es importante comprender que las herramientas digitales no son buenas o malas per se. Tienen un enorme potencial en los dos sentidos. Depende de nosotros cómo decidamos utilizarlas y cómo de críticos queremos ser con las actividades y contenidos que consumimos online.
Además, aunque sea un proceso lento, seguiremos aprendiendo sobre las bondades y perjuicios de estas herramientas sobre nuestra cognición y nuestra salud mental. Sólo así podremos poner en marcha protocolos preventivos y educativos para usar estas plataformas de una manera saludable.
(*) Investigadora Postdoctoral en Neurociencia Cognitiva, Universidad Complutense de Madrid.