Uno hablaba con él y creía –sin ninguna ingenuidad– que aquel hombre menudo y vivaz, extraordinariamente optimista, cuya virtuosa vida saciaba cada logro con un nuevo proyecto, poseía el don de la inmortalidad. Cuando lo visité, hace unos meses, en su atelier de París, Carlos Cruz-Diez tenía 95 años y lucía como siempre le gustó: exultante, atiborrado de trabajo y haciendo fluir nuevas ideas, entusiasmado, entre otras cosas, con el proyecto de un vino de alta gama de la bodega española Otazu, que le hacía pensar a 25 años vista. Esa era su verdadera adrenalina: no detenerse nunca y ganarle siempre al tiempo.
Algo que logró desde sus inicios como diseñador de la revista de la Creole Petroleum Company o su paso como director creativo de la agencia McCann Erickson, hasta asumir técnicas del arte abstracto y devenir en Maestro del Cinetismo, iluminado por la magia del color en movimiento, que supo dominar como nadie, al punto de imaginar no sólo obras emblemáticas, sino diseñar también las máquinas que fabricaban los perfiles metálicos con los que daba vida a sus ilusiones ópticas.
Profundidades planas, imágenes estáticas vistas como “realidad autónoma en continua mutación” (según definió en su libro Reflexión Sobre El Color) fueron dando lugar a estructuras sin soporte –en verdad, soportadas en si mismas– como lo son sus grandes obras en todo el mundo. Desde la Central Hidroeléctrica de Guri hasta el hall del aeropuerto de Maiquetía, pasando por las sendas peatonales o pasarelas cromáticas en Panamá, Lima, Miami o el museo de arte Moderno de Viena, hasta el barco de guerra británico Edmund Gardner, en el puerto de Liverpool, que transformó ópticamente hace 5 años en homenaje al camuflaje bélico dazzle (resplandor) inventado por el artista británico Normal Wilkinson.
Y así sucesiva e interminablemente, este venezolano único y universal, nacido en Caracas en el barrio de La Pastora –donde paradójicamente no hay ninguna obra suya– supo reflejar su mundo interior en casi todo el planeta, de Francia a Estados Unidos, de Alemania a México, de España a Santiago de Chile, de Rusia a Kasahastan y de Austria a China. Allí, más allá de los museos con exposiciones permanentes (MoMA de Nueva York, Tate Modern de Londres, Centro Pompidou de París o Museo de Bellas Artes de Houston) o instalaciones temporales, la gente del común tropieza en la calle con el fruto de sus 8 líneas de investigación cromática en las que cabe toda su obra: color aditivo, physico cromía, inducción cromátrica, cromo interferencia, transcromía, cromosaturación, cromoscope y color en el espacio. Él las definió. La humanidad las disfruta.
Cruz-Diez trabajó desde tres centros de acción con talleres en Caracas, luego París donde vivió desde 1960 –sin duda su núcleo base en La Carnicería, sede emblemática– y el fabuloso Articruz de Ciudad de Panamá, creado en 2009 y al cual nunca regresó tras la muerte de su hijo Jorge, motor de aquel proyecto. El Maestro decidió quedarse en París hasta el final, que seguro para él será un nuevo principio.
Porque el viaje cósmico que inició el sábado 27 de julio de 2019 es hacia la verdadera inmortalidad. No la que nos demostró tener en vida, sino la auténtica que le asiste hoy por la omnipresencia maravillosamente real de sus obras fantásticas, el poder transformador de su espíritu inquieto y el magnetismo de su sonrisa infinita.
Por Raúl Lotitto, Director de la Revista Producto de Venezuela