Primero fue Pepsico, que detectó la decadencia de Atkins. Luego la siguieron Kellogs’s y Kraft Foods. En este caso, la mayor firma alimentaria de la América anglosajona. Por cierto, encuestas independientes sobre hábitos de consumo en Estados Unidos, Canadá y parte de la Unión Europea revelan que el público compra hoy menos alimentos con escasos carbohidratos.
Pero hace diez años que parece ceder la demanda de productos con menos grasa y lípidos, sólo que respecto de un pico anómalo en 1994 y con una salvedad: el consumo de ciertos rubros continuó aumentando hasta 1999. Además, las mismas dietas de efímero brillo han creado en la gente conciencia sobre los efectos del azúcar, las grasas ocultas y similares. De ahí que los cereales sigan fuertes, excepto esas dulzonas barritas aglomeradas.
Por ende, los gigantes del sector no pueden enterrar los nuevos hábitos dietéticos, algo distinto de las dietas “mágicas” en sí. Una ola de estudios y descubrimientos sobre obesidad o diabetes, en especial glucemia (EE.UU., Alemania), imbuyen cautela en los consumidores. “La relevancia de alimentos más sanos o naturales ha alterado pautas de consumo a un grado inédito hasta ahora”, admite Roger Deromedi, director ejecutivo de Kraft.
Volviendo a la dieta Atkins, su evolución como fenómeno masivo dista de ser regular en treinta años de existencia. Tras dos auges –uno en los 70, otro en los primeros 90-, fue declinando hasta que, en 2003, pegó un salto inesperado, sólo para rebotar hacia abajo este año. Además, es un fenómeno norteamericano y sus productos son caros. A la inversa, la televisión latinoamericana está llena de charlatanes que ofrecen “magias” más baratas, aunque muy dudosas.
Sea como fuere, empresas como Kraft, Nestlé, Unilever o Pepsico afrontan un panorama preocupante. Modificar productos existentes es costoso y difícil. Por ejemplo, el gusto del azúcar –caña, remolacha- es tan atractivo como arduo de simular y las grasas “explícitas” generan sensaciones de saciedad. A menudo, los alimentos más livianos o “saludables” saben a plástico o a sacarina.
Hay otro asunto: un modelo de negocios apoyado en producir grandes volúmenes de comidas baratas o rápidas, respaldadas por marcas relevantes y marketing agresivo. Pero, hoy, estos segmentos demandan insumos de mejor calidad. En particular, porque las cadenas minoristas líderes –Wal-Mart, Carrefour, Target, Tesco- presionan vía precios bajos y marcas propias o “terceras”. Al mismo tiempo, el éxito de quienes ofrecen alimentos naturales u orgánicos (por ejemplo, Whole Foods Market en EE.UU. y Canadá) señala que parte del público paga extra por comida realmente más sana. No por hamburguesas mejor presentadas.
Primero fue Pepsico, que detectó la decadencia de Atkins. Luego la siguieron Kellogs’s y Kraft Foods. En este caso, la mayor firma alimentaria de la América anglosajona. Por cierto, encuestas independientes sobre hábitos de consumo en Estados Unidos, Canadá y parte de la Unión Europea revelan que el público compra hoy menos alimentos con escasos carbohidratos.
Pero hace diez años que parece ceder la demanda de productos con menos grasa y lípidos, sólo que respecto de un pico anómalo en 1994 y con una salvedad: el consumo de ciertos rubros continuó aumentando hasta 1999. Además, las mismas dietas de efímero brillo han creado en la gente conciencia sobre los efectos del azúcar, las grasas ocultas y similares. De ahí que los cereales sigan fuertes, excepto esas dulzonas barritas aglomeradas.
Por ende, los gigantes del sector no pueden enterrar los nuevos hábitos dietéticos, algo distinto de las dietas “mágicas” en sí. Una ola de estudios y descubrimientos sobre obesidad o diabetes, en especial glucemia (EE.UU., Alemania), imbuyen cautela en los consumidores. “La relevancia de alimentos más sanos o naturales ha alterado pautas de consumo a un grado inédito hasta ahora”, admite Roger Deromedi, director ejecutivo de Kraft.
Volviendo a la dieta Atkins, su evolución como fenómeno masivo dista de ser regular en treinta años de existencia. Tras dos auges –uno en los 70, otro en los primeros 90-, fue declinando hasta que, en 2003, pegó un salto inesperado, sólo para rebotar hacia abajo este año. Además, es un fenómeno norteamericano y sus productos son caros. A la inversa, la televisión latinoamericana está llena de charlatanes que ofrecen “magias” más baratas, aunque muy dudosas.
Sea como fuere, empresas como Kraft, Nestlé, Unilever o Pepsico afrontan un panorama preocupante. Modificar productos existentes es costoso y difícil. Por ejemplo, el gusto del azúcar –caña, remolacha- es tan atractivo como arduo de simular y las grasas “explícitas” generan sensaciones de saciedad. A menudo, los alimentos más livianos o “saludables” saben a plástico o a sacarina.
Hay otro asunto: un modelo de negocios apoyado en producir grandes volúmenes de comidas baratas o rápidas, respaldadas por marcas relevantes y marketing agresivo. Pero, hoy, estos segmentos demandan insumos de mejor calidad. En particular, porque las cadenas minoristas líderes –Wal-Mart, Carrefour, Target, Tesco- presionan vía precios bajos y marcas propias o “terceras”. Al mismo tiempo, el éxito de quienes ofrecen alimentos naturales u orgánicos (por ejemplo, Whole Foods Market en EE.UU. y Canadá) señala que parte del público paga extra por comida realmente más sana. No por hamburguesas mejor presentadas.