Tecnologías del futuro: una red de motas mágicas

En Maine, extremo noreste de Estados Unidos, hay una colonia de petreles donde se llevan a cabo los experimentos más avanzados en materia de sensores inalámbricos. La nueva tecnología emplea microrrastreadores o “motas”.

5 marzo, 2003

Esas “motas” vienen equipadas con chips de memoria, capaces de registrar luz, humedad, presión y temperatura. Cada mota incluye un radiotransceptor, cuya potencia alcanza sólo para intercambiar pequeñísimos paquetes de datos entre las motas vecinas.
Esto no es un simple recurso para investigaciones ornitológicas, sino el “borrador” de futuras redes inalámbricas capaces de rastrear, analizar y diagnosticar máquinas, instalaciones complejas, animales y, claro, personas. A eso tiende David Culler, científico en la universidad de California (Berkeley) que viene trabajando en el tema desde 1999. A su juicio, las experiencias iniciadas en Maine a mediados de 2002 “representan una enorme oportunidad en tecnología informática (TI). Las redes de sensores inalámbricos de baja potencia dan una cabal idea de cómo será la computación en el futuro”.

En una segunda fase, Culler dirige ahora una “minilaboratorio” en Intel, donde se perfeccionan las motas y se diseñan hardware y software adaptables a redes inalámbricas integradas por miles o hasta millones de sensores. Esos sistemas serán capaces de detectar, observar o rastrear desde tráfico urbano hasta movimientos militares, desde clima hasta actividad sísmica, tensiones en edificios y puentes. Todo ello con un grado de refinamiento imposible hasta el momento.

Por cierto, la distribución de estas redes será demasiado abierta o tenue para que los sensores se conecten a grillas eléctricas o telefónicas. Por ende, el primer problema afrontado en el laboratorio fue cómo hacer que las motas prototípicas se comuniquen vía inalámbrica y a muy baja potencia. “Los dispositivos deben auto-organizarse –explica Culler- en red escuchándose entre sí y seleccionado los mensajes. Pero aun eso consume energía. Por tanto, las motas tendrán que arreglárselas para mantener las radios apagadas la mayor parte del tiempo. Pero, simultáneamente, será preciso que los datos sigan saltando mota a mota, más o menos como los paquetes que se rutean de nodo a nodo en Internet”.

Hasta que el equipo Culler encaró la cuestión, las redes inalámbricas no tenían un equivalente de los protocolos (tecnologías) que permiten transmitir datos en el ciberespacio. La solución consistió en “microsistemas operativos” de pocos kilobitios, aptos para administrar funciones como la codificación de paquetes de datos y “prender” las radios sólo cuando es preciso. Así, las motas portadoras –que costarán unos pocos dólares cada una en la etapa comercial- ya se ensayan en campos de prueba desde Maine a California, donde sismólogos de Berkeley las emplean para detectar movimientos tectónicos.

Dado que hay libre acceso a los microsistemas operativos, es posible experimentar nuevas aplicaciones y formatos fuera de Berkeley e Intel. No existe necesidad, pues, de reinventar la tecnología básica. Por de pronto, un centro dedicado a sensores implantables trabaja en las montañas de San Jacinto con redes climáticas inalámbricas. Volviendo a Berkeley, un grupo dirigido por Kristofer Pister trata de achicar las motas a un milímetro cúbico. En esa escala, los sensores podrían penetrar autopistas de asfalto, materiales de construcción, texturas y tal vez cuerpos humanos.

Esas “motas” vienen equipadas con chips de memoria, capaces de registrar luz, humedad, presión y temperatura. Cada mota incluye un radiotransceptor, cuya potencia alcanza sólo para intercambiar pequeñísimos paquetes de datos entre las motas vecinas.
Esto no es un simple recurso para investigaciones ornitológicas, sino el “borrador” de futuras redes inalámbricas capaces de rastrear, analizar y diagnosticar máquinas, instalaciones complejas, animales y, claro, personas. A eso tiende David Culler, científico en la universidad de California (Berkeley) que viene trabajando en el tema desde 1999. A su juicio, las experiencias iniciadas en Maine a mediados de 2002 “representan una enorme oportunidad en tecnología informática (TI). Las redes de sensores inalámbricos de baja potencia dan una cabal idea de cómo será la computación en el futuro”.

En una segunda fase, Culler dirige ahora una “minilaboratorio” en Intel, donde se perfeccionan las motas y se diseñan hardware y software adaptables a redes inalámbricas integradas por miles o hasta millones de sensores. Esos sistemas serán capaces de detectar, observar o rastrear desde tráfico urbano hasta movimientos militares, desde clima hasta actividad sísmica, tensiones en edificios y puentes. Todo ello con un grado de refinamiento imposible hasta el momento.

Por cierto, la distribución de estas redes será demasiado abierta o tenue para que los sensores se conecten a grillas eléctricas o telefónicas. Por ende, el primer problema afrontado en el laboratorio fue cómo hacer que las motas prototípicas se comuniquen vía inalámbrica y a muy baja potencia. “Los dispositivos deben auto-organizarse –explica Culler- en red escuchándose entre sí y seleccionado los mensajes. Pero aun eso consume energía. Por tanto, las motas tendrán que arreglárselas para mantener las radios apagadas la mayor parte del tiempo. Pero, simultáneamente, será preciso que los datos sigan saltando mota a mota, más o menos como los paquetes que se rutean de nodo a nodo en Internet”.

Hasta que el equipo Culler encaró la cuestión, las redes inalámbricas no tenían un equivalente de los protocolos (tecnologías) que permiten transmitir datos en el ciberespacio. La solución consistió en “microsistemas operativos” de pocos kilobitios, aptos para administrar funciones como la codificación de paquetes de datos y “prender” las radios sólo cuando es preciso. Así, las motas portadoras –que costarán unos pocos dólares cada una en la etapa comercial- ya se ensayan en campos de prueba desde Maine a California, donde sismólogos de Berkeley las emplean para detectar movimientos tectónicos.

Dado que hay libre acceso a los microsistemas operativos, es posible experimentar nuevas aplicaciones y formatos fuera de Berkeley e Intel. No existe necesidad, pues, de reinventar la tecnología básica. Por de pronto, un centro dedicado a sensores implantables trabaja en las montañas de San Jacinto con redes climáticas inalámbricas. Volviendo a Berkeley, un grupo dirigido por Kristofer Pister trata de achicar las motas a un milímetro cúbico. En esa escala, los sensores podrían penetrar autopistas de asfalto, materiales de construcción, texturas y tal vez cuerpos humanos.

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