Efecto invernadero: un programa de la ONU inspira dudas

En China, empresas extranjeras aprovechan una iniciativa de Naciones Unidas para reducir emisiones de monóxido y dióxido de carbono. Pero los primeros esfuerzos ponen en evidencia maniobras inesperadas.

28 diciembre, 2006

Según el programa, firmas de países ricos (Eurozona, Japón) pueden ayudar a economías menos prósperas en la tarea de reducir la contaminaciòn del aire. Vale decir, no sobrepasar límites reglamentarios en emisión de gases que aumenten el “efecto invernadero”, o sea el recalentamiento global.

Se trata en esencia de dióxido de carbon, pero el protocolo de Kyoto –que Estados Unidos aún no subscribe, por el peso del “lobby” petrolero en la Casa Blanca- también habla de monóxido. Entre los objetivos chinos figura una anticuada planta química en el sudeste. Sus emisiones anuales equivalen a las de un millón de coches norteamericanos tras recorrer 20.000 kilómetros.

Limpiar estas instalaciones requiere, empero, un incinerador que cuesta US$ 5.000.000. Mucho menos de cuanto exigirían muchos automotores u otras fuentes contaminantes comunes en Japón y la Eurozona. Pero ¡oh! las firmas extranjeras abonarán alrededor de US$ 500 millones, cien veces el costo real. Los detractores de Kyoto explican que ello se debe a los altos precios de la tecnología europea, pues el gas resultante es mucho más fuerte que el dióxido de carbono convencional.

Eso implica una prima altísima. A su vez, otras fuentes sospechan que la corrupción sistémica china desempaña su papel. Sucede que el eventual rédito del proyecto se dividirá entre los operadores de la planta, un fondo especial del gobierno, consultores y banqueros que financiarán la conversión. Al respecto, hay un síntoma inquietante: todo se armó desde una rumbosa residencia en Mayfair, Londres.

Pese a costos tan obviamente inflados, este tipo de arreglos tiene sentido para los financiantes externos. Al parecer, resulta más barato que limpiar sus propias instalaciones industriales. Por eso, Washington ve en estos negocios tan poco transparentes una opción políticamente más atractiva que gravar combustibles fósiles. Al menos mientras George W.Bush y Richard Cheney sigan en el poder, el cabildeo petrolero impedirá aumentos tributarios al sector.

Quienes se oponen a este prograna (o a sus efectos prácticos) subrayan que, sólo en 2006, empresas de Japón y la Eurozona habrán dado unos US$ 3.000 millones en créditos. Este flujo en realidad sólo enriquece banqueros, consultores -expertos en cobrar por decir lo obvio- y dueños de plantas.

Con tantos fondos fáciles implicados en una limpieza tan lucrativa, el riesgo es distraer la atenciòn de esfuerzos más amplios y serios para frenar el efecto invernadero. Además, el atractivo de ganancias rápidas fomentará aventuras de corto aliento, a costa de soluciones de largo plazo. En particular, desarrollo de combustibles y fuentes de energía alternativas.

Otro efecto de esos negocios poco escrupulosos redunda contra el protocolo de Kyoto mismo. La “inflación financiera” en torno del incinerador para la planta china concita una atención desfavorable, quizá su finalidad última. Hace un par de meses, Ronald Ambrose, ministro canadiense de ambiente, anunció que Ottawa estudia retirarse del prograna que trueca bonos a cambio de reducir emisiones contaminantes.

Según el programa, firmas de países ricos (Eurozona, Japón) pueden ayudar a economías menos prósperas en la tarea de reducir la contaminaciòn del aire. Vale decir, no sobrepasar límites reglamentarios en emisión de gases que aumenten el “efecto invernadero”, o sea el recalentamiento global.

Se trata en esencia de dióxido de carbon, pero el protocolo de Kyoto –que Estados Unidos aún no subscribe, por el peso del “lobby” petrolero en la Casa Blanca- también habla de monóxido. Entre los objetivos chinos figura una anticuada planta química en el sudeste. Sus emisiones anuales equivalen a las de un millón de coches norteamericanos tras recorrer 20.000 kilómetros.

Limpiar estas instalaciones requiere, empero, un incinerador que cuesta US$ 5.000.000. Mucho menos de cuanto exigirían muchos automotores u otras fuentes contaminantes comunes en Japón y la Eurozona. Pero ¡oh! las firmas extranjeras abonarán alrededor de US$ 500 millones, cien veces el costo real. Los detractores de Kyoto explican que ello se debe a los altos precios de la tecnología europea, pues el gas resultante es mucho más fuerte que el dióxido de carbono convencional.

Eso implica una prima altísima. A su vez, otras fuentes sospechan que la corrupción sistémica china desempaña su papel. Sucede que el eventual rédito del proyecto se dividirá entre los operadores de la planta, un fondo especial del gobierno, consultores y banqueros que financiarán la conversión. Al respecto, hay un síntoma inquietante: todo se armó desde una rumbosa residencia en Mayfair, Londres.

Pese a costos tan obviamente inflados, este tipo de arreglos tiene sentido para los financiantes externos. Al parecer, resulta más barato que limpiar sus propias instalaciones industriales. Por eso, Washington ve en estos negocios tan poco transparentes una opción políticamente más atractiva que gravar combustibles fósiles. Al menos mientras George W.Bush y Richard Cheney sigan en el poder, el cabildeo petrolero impedirá aumentos tributarios al sector.

Quienes se oponen a este prograna (o a sus efectos prácticos) subrayan que, sólo en 2006, empresas de Japón y la Eurozona habrán dado unos US$ 3.000 millones en créditos. Este flujo en realidad sólo enriquece banqueros, consultores -expertos en cobrar por decir lo obvio- y dueños de plantas.

Con tantos fondos fáciles implicados en una limpieza tan lucrativa, el riesgo es distraer la atenciòn de esfuerzos más amplios y serios para frenar el efecto invernadero. Además, el atractivo de ganancias rápidas fomentará aventuras de corto aliento, a costa de soluciones de largo plazo. En particular, desarrollo de combustibles y fuentes de energía alternativas.

Otro efecto de esos negocios poco escrupulosos redunda contra el protocolo de Kyoto mismo. La “inflación financiera” en torno del incinerador para la planta china concita una atención desfavorable, quizá su finalidad última. Hace un par de meses, Ronald Ambrose, ministro canadiense de ambiente, anunció que Ottawa estudia retirarse del prograna que trueca bonos a cambio de reducir emisiones contaminantes.

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