Expresarse, comunicarse, crear o recrear y compartir. Contarle a la gente, como ellos, de carne y hueso, de una manera que nunca se repetirá exactamente igual, una historia que los haga reír, llorar, pensar, descubrirse, por un breve instante, a sí mismos mejor y peor que lo sabido, experimentar algo que jamás sintieron antes y que recordarán. Eso ha querido, desde las primeras pantomimas, la gente de teatro. Cualquier lugar puede transformarse en un escenario, todo lo demás en el mundo es platea.
Desde hace años ya, viene acentuándose esta tendencia a ocupar espacios impensados. La gente joven arrasa con las dificultades y las convenciones y cree que inventa una nueva forma de hacer teatro. En todo caso, la reinventa. La criatura humana no ha prescindido jamás del espacio escénico desde que lo descubrió y no ha resignado jamás la posibilidad de atraer a otros hacia su representación del mundo.
Veo acentuarse esta tendencia, la veo crecer y diversificarse, e imagino que en una década tendremos tanto para elegir como espectadores que volveremos a sentirnos como realmente somos: una sociedad amante del teatro.
Los que experimentan con el cuerpo, los que experimentan con los sentidos, los que juegan a destrozar el lenguaje, los que eligen el silencio y hasta los que, más tradicionalmente, representan el texto de un autor, todos estarán ocupando lugares estratégicos. La necesidad del hombre de contar y de presenciar historias no decae y no se reemplaza con tecnología. Más bien, el salto que la civilización ha dado con el uso del ciberespacio convoca a sentir al otro, su respiración y su sangre, latiendo cerca nuestro, representando al mundo con las armas de la imaginación y el arte. Supongo que esta necesidad actores y público deben estar juntos y simultáneamente vivos para que el teatro exista es la receta milenaria de su resistencia a desaparecer. Es el único arte que sigue exigiendo a los hombres vivos mirar y oír a otros hombres vivos.
El hombre que niega cada vez más al hombre en nuestra cultura, preserva el refugio del teatro, el riesgo del teatro. Un arte que nació en las calles y en los templos y sigue reclamando a sus progenitores la realidad y el sueño con que lo hicieron nacer.
Y también estará lo otro, lo probado y cada vez más difundido. El teatro de gran espectáculo. El de los empresarios, benditos sean, que arriesgan pero, naturalmente, prefieren hacerlo sobre lo que parece seguro. Habrá, como hay, deslumbrantes comedias musicales y productos que, ofreciendo fórmulas diversas y actores irresistibles, apelen a un sistema que tampoco morirá: “Ven a ver lo que ya sabes que verás, lo que no te inquietará el alma, pero te permitirá gozar de la destreza de los que sabemos cómo se hace y distraerte de lo que te preocupe. No hablaremos de eso. Sólo queremos que lo pases bien. ¿Qué tiene de malo?”.
Menos clemencia
En cuanto al cine, no vislumbro un panorama demasiado diferente. Estarán, como ahora, mucho más que ahora, los que inventen sus recursos, los que consigan hacer, como sea, lo que sueñan. Habrá debería haber más protección del Estado para los independientes, para los que trabajan fuera del manto protector y limitador de los todopoderosos multimedios. Y si bien es imposible negar que la publicidad gana, también imagino los sentimientos del hombre de 2010 más proclives a dividirse entre los que aceptan ese canto de sirena como un mandato y los que prefieren oír el boca a boca. Enterarse de qué hay de nuevo donde el esfuerzo y la pasión tienen que suplir otras carencias.
También es cierto que creo que el futuro nos deparará menos y menos clemencia. Hay una sola manera de hacer cine, hacerlo bien. La buena voluntad y los buenos sentimientos no suplen un libro improvisado, una cámara que no sabe narrar, una dirección sin ideas. Y el público paga la misma entrada para ver a Bergman que a un esforzado joven del tercer mundo. El cine no es teatro. Una industria necesita técnicos y medios eficaces y adecuados. No puede hacerse cine en serio sin tecnología y sin dinero. Y ya tenemos una generación lista para contar sus historias de manera que, dentro de una década, no nos duela el hueco del tiempo no narrado, del tiempo en que no nos hablamos ni nos vimos a nosotros mismos reflejados en la propia pantalla.
El mero entretenimiento no tiene nada de malo, sólo que una vida en la que el alma no se exija nada más, va siendo cada vez menos entretenida y más patética. Como esas abominables fiestas con producción y conductores que le indican a uno cuándo comer, cuándo bailar, cuándo abrazar a la novia, cuándo emocionarse…
Espero que produzcamos y conduzcamos nuestra propia fiesta teatral y cinematográfica en la próxima década. Para que sepamos de qué nos estamos riendo cuando hay risas, y qué estamos llorando cuando corren las lágrimas.
Aída Bortnik es Periodista de Primera Plana, Panorama, La Opinión y Cuestionario. También participó en radio y televisión. Es escritora de cuentos, obras teatrales y libros cinematográficos.