Desde que la comunicación existe, es decir dos o tres días antes del acto de inauguración de la historia, hubo y hay
miles de intentos por definirla y enmarcarla en cuanta conjetura teórica anda suelta. Siempre se intentó explicar lo
único que el hombre hace desde el primero al último día de su vida: comunicarse.
Mientras todo pasaba por los cuatro actores claves de esta obra milenaria: emisor, receptor, medio y mensaje, la cosa se desenvolvía
sin grandes cuestionamientos. Los muchachos de la Universidad de Palo Alto en California empezaron a investigar el contexto del
mensaje, y sospecho que la marea teórica les arrebató hasta las claves para volver a empezar. Mucha teoría enferma; nada, mata.
Los hacedores de imagen se diferencian de los publicitarios por una sutileza demoledora, pues los avisos hablan bien de las
empresas y de los productos; en cambio, las campañas de imagen deben lograr que los otros hablen bien de la empresa o de sus
productos. Es decir, cambiar el emisor para darle al mensaje más veracidad y contundencia, el resto queda igual pero el resultado
cambia y sorprende. No todas las verdades son iguales, las mentiras tampoco, depende de quién las dice.
Las opiniones, noticias y referencias son válidas o dudosas según de quién vienen. Vale más el quién que el qué, el cuándo y
el cómo. Pocos se preguntan por qué o para qué.
Esta realidad de comprobación diaria les crea a las empresas un desafío desconocido y de compleja resolución, ya que deben
jugar un juego que no conocen demasiado. Asumir el papel de emisores VIP, creíbles, confiables, jerarquizados y serios ante
sus diferentes públicos no es poco ni para cualquiera.
Cualquiera de nosotros confía el cuidado y mantenimiento del jardín a un jardinero, el techo se hace arreglar por un
techista y el auto queda a cargo del mecánico. Lo que nadie nunca jamás haría es dejar en manos de otros la
responsabilidad de manejar la imagen de nuestra familia o el prestigio de nuestro apellido ante la sociedad. Es
demasiado importante, no se repara con sencillez, tarda años en consolidarse y segundos en destruirse.
La tendencia justificada desde lo económico de tercerizar la mayor cantidad de servicios y procesos productivos en las
empresas las obliga a actuar con mucho y sano criterio. Desde la vigilancia hasta la administración del recurso humano, desde las
relaciones públicas hasta la informática, pasando por cobranzas, telefonía, obras en vía pública y comunicación están en manos de
terceros, son proveedores de servicios pero manejan buena parte de la imagen de sus clientes, y esto no es solamente riesgoso, puede
ser suicida. La capacitación extendida a proveedores y contratistas es hoy por hoy el arma estratégica más oportuna, profesional y
adecuada que tienen las empresas para enfrentar esta situación de derivaciones potenciales muy peligrosas. Si estamos obligados a
que otros respondan por nuestra imagen tenemos que inducirlos para que la identidad de la compañía tenga igual valor y
significación para ellos que para nosotros.
Nadie cuida lo que no ama y nadie ama lo que no conoce, esto es para algunos un derecho pero, para otros, una obligación.
No hay lugar para las dudas ni para los vacilantes. La imagen institucional de una empresa no tiene dueño mayoritario,
tiene socios involucrados. Todos estamos en el mismo barco bailando en la cubierta y nadie tiene credencial de
sobreviviente vitalicio.