La semana pasada, hablando sobre publicidad ante una encantadora y obligada platea formada por el 3º B de mi hija Canela, sentí -en un momento exacto- que la duda se instalaba punzante, cómoda y definitivamente en mi intelecto. “La publicidad”, les decía, “se divide en: comercial, cuando se refiere a productos, e institucional, cuando trata sobre la imagen de las empresas…” Me entusiasmé, tomé aire y me dispuse a seguir cuando, de pronto, el puñal de la duda fue arrojado violentamente desde el fondo, en vuelo directo sin escalas y en forma de palabras. “¿Y no es lo mismo?”, preguntó – afirmando y de un tirón- un gordito con mirada demasiado inteligente para esa hora de la mañana.
Como pocas veces antes, sentí la certeza de lo que pienso y piensan algunos expertos en publicidad.
El gordito tiene razón: son lo mismo. La frontera entre el mensaje comercial y el institucional es tan tenue que se torna casi imperceptible. La tecnología obliga, cada vez más, a las empresas a aceptar tablas en la partida por la calidad que juegan con sus competidores. La capacitación y el dinamismo del mercado laboral originan cambios de camisetas entre los ejecutivos, con una frecuencia que no hay mailing que aguante.
Los operadores de prensa, las megaagencias de publicidad y la concentración de los medios de comunicación en pocas manos convirtieron al mercado de la comunicación en un deporte que se juega en un campo pequeño recorrido por algunos pocos durante todo el tiempo. El crecimiento de los hipermercados y la aparición casi mágica de los shoppings estandarizaron los métodos de compra, convirtiendo al tango “Cambalache” en un himno posmoderno, pues además de encontrar la Biblia junto al calefón en la misma vidriera, Don Chicho y la Mignon estacionaron el auto en el mismo parking que Carnera y San Martín.
Si a esto le agregamos que la compra y venta de las empresas es nota de primera plana en los diarios, más una pizca de competencia, cien gramos de globalización y un toque de mercados regionales originamos un cóctel que obliga a pensar antes de beberlo, pensar en cuáles serán los disparadores emocionales, los gatillos que harán elegir tal producto en lugar de otro. ¿Por qué esta AFJP sí y aquella no? ¿Por qué este jabón sí y aquel otro no? ¿Por qué un auto en lugar de otro?
Sencillo, porque el apellido de origen es fundamental, porque ningún empresario duda ahora de colgarle al nombre del producto el nombre de la empresa. Antes alcanzaba con el nombre de fantasía. Hoy es necesario el nombre de verdad, por las dudas.
Esa imagen jerarquizada que algunas empresas supieron conseguir tuvo, tiene y tendrá en la publicidad institucional su clave secreta, clave que estuvo, está y estará ligada en cuerpo y alma a lo comercial, para que la frontera entre producto y empresa no exista, o al menos -como tantas otras líneas divisorias- no tenga el menor de los sentidos.
(*) Gerente de Relaciones Institucionales de MetroGas SA.