Tras el colapso de un agobiante, rígido e ineficiente sistema
central, se desmembró el imperio soviético en un
abanico de repúblicas que luchan por ejercer la máxima
soberanía posible, aunque ello suponga ingresar en áreas
de conflicto con otros miembros de la diluida federación.
El mismo destino de la ex URSS podría aguardar a Rusia,
que parecía capaz de preservarse de esa desintegración
acelerada. Con la mayor cantidad de territorio y de población,
con enorme variedad de recursos naturales, con el más grande
poder militar y la mayor infraestructura económica, debía
estar en condiciones inmejorables para abrirse a la democracia,
al imperio de la sociedad civil y a una economía de mercado.
Pero los abusos del poder central sólo podían engendrar
una airada reacción y un espíritu de revancha. Las
distintas regiones, y aun dentro de ellas las cabeceras administrativas,
se abocaron a recuperar todo el poder posible. El proceso de descentralización
no se hizo ordenadamente sino a expensas del gobierno de Moscú.
Si a ello se suma el violento surgimiento de las cuestiones étnicas
dentro de las propias fronteras rusas, se completa el cuadro de
caos y anarquía en el que sobreviven los nuevos ocupantes
del Kremlin.
Los más activos en el gobierno central quieren reproducir
instituciones, mecanismos y realidades de los países occidentales.
La vieja guardia comunista -ahora disfrazada- y el sempiterno
nacionalismo ruso se oponen a esta transición veloz. Con
la bandera de las reivindicaciones locales frente "al
despótico centro", se hacen fuertes en las pequeñas
unidades administrativas y sabotean todos los intentos de reforma.
Como telón de fondo está el vertiginoso ritmo de
los acontecimientos y la dificultad de los ciudadanos rusos para
absorberlos. En apenas cuatro años -desde 1989- presenciaron
la retirada de Afganistán, la disolución del área
de influencia en Europa oriental, el surgimiento de una Alemania
unificada, el fin del reinado del Partido Comunista, la partición
de la URSS en 15 repúblicas
independientes y el fin de la ilusión de pasar a una economía
de libre mercado en pocos meses. Y ahora, la sombra de la desintegración
amenaza también a la Santa Madre Rusia.
Aun en medio de ese océano de dificultades -coronado por
el desabastecimiento de productos esenciales en la dieta cotidiana,
hiperinflación, inexistencia de un sistema de precios y
de mecanismos de distribución y comercialización-,
es notable el esfuerzo realizado por la clase política
para avanzar en el campo de las reformas. Hay una incipiente separación
de poderes, nuevos partidos
políticos, intentos de proteger los derechos humanos y
un estilo de negociación antes que de enfrentamiento armado.
Si bien el presidente fue electo con el voto popular, no ocurre
lo mismo con el Parlamento. El cuerpo legislativo se dedica sistemáticamente
al enfrentamiento de poderes con el Ejecutivo, en un ejercicio
estéril y desgastante para ambos. Tampoco Boris Yeltsin
y sus colaboradores son modelos de eficiencia. Los inumerables
decretos presidenciales suelen tener fallas jurídicas,
y muchas veces contienen propuestas de soluciones inviables o
imposibles de aplicar.
RESISTENCIA DE LAS REGIONES.
Las autoridades ejecutivas de las ciudades y de las regiones fueron
designadas desde Moscú y han logrado suscitar la resistencia
de todos los factores de poder locales, cuyo principal objetivo
es hacer fracasar las directivas del gobierno central. El procurador
general ha denunciado que durante el año pasado las autoridades
municipales y regionales adoptaron alrededor de 200.000 medidas
ilegales.
Hay 16.000 leyes locales que contradicen la legislación
nacional, de superior orden jerárquico. El procurador se
vio obligado a recordar que el sistema legal y constitucional
unificado es la esencia de la Federación.
La lucha por mayor autonomía apunta a lograr que la parte
sustancial de la recaudación impositiva se gaste localmente,
en lugar de alimentar las finanzas del gobierno central. Algo
similar ocurre con las directivas a las poderosas empresas estatales.
El proceso avanza velozmente hacia una feudalización del
país, donde los barones de hoy deciden lo que creen más
conveniente para los
intereses propios y los de la zona donde ejercen influencia.
Los viejos jerarcas comunistas, acostumbrados al poder y a la
manipulación, son en muchos casos los nuevos líderes
de la transición democrática que, por instinto de
supervivencia, tratan de debilitar todo lo posible. Apenas 35%
a 40% de los impuestos federales llegan a destino. El resto es
un capital que sirve para comprar voluntades políticas,
sea de funcionarios enviados desde Moscú, o de jefes policiales
o de la KGB. El gobierno de Yeltsin ejerce escaso control sobre
lo que hacen la policía y el sistema judicial en vastas
zonas del país. Los nuevos centros de poder se preparan
para convertirse en dueños legales de las enormes empresas
estatales cuando llegue la hora de la privatización oficial
(muchas de estas unidades productivas han sido privatizadas de
hecho en beneficio de estos pragmáticos jerarcas).
En las regiones donde el conflicto étnico emergió
con fuerza, hasta el punto de desconocer al poder central, las
intrigas de los dirigentes locales pueden derivar en luchas armadas
tan cruentas como la de Bosnia. Hace un año, el millón
de habitantes de Chechnya, en el Cáucaso, proclamaron una
república independiente, y hasta hoy el reto al gobierno
central no ha sido contestado. Ossetianos e ingushes se trabaron
en sangrienta lucha que sólo cesó con el arribo
de tropas enviadas desde la capital. En el centro de Rusia, a
lo largo del Volga, se declaró la república de Tatarstan
(cuatro millones de habitantes) que a su vez pretende unirse en
confederación con la nación chuvashia.
También en Siberia hay minorías étnicas con
aspiraciones independentistas.
Muchos funcionarios moscovitas creen que lo más sensato
es redefinir las fronteras de Rusia y dejar afuera a los pueblos
díscolos del Caúcaso. Pero el fuerte y creciente
sentimiento nacional de los rusos torna imposible esa alternativa.
Tal vez el error central de Yeltsin y sus seguidores fue creer
que era posible aplicar a tan gran escala una terapia de shock
al estilo de las que propicia el Fondo Monetario Internacional.
Así se pusieron en práctica duras medidas de liberación
de precios, ahorros en el gasto público y control monetario.
Cuando quedó en claro que no lograban el efecto esperado
a corto plazo y que, por el contrario, agravaban la situación,
hubo un notorio repliegue.
LOS ERRORES DE YELTSIN.
Hubo otros errores. Cuando se comenzaba a aplicar la política
de shock, pudo convocarse a elecciones parlamentarias. Los seguidores
de Yeltsin podrían haber logrado la mayoría en esa
oportunidad. El Poder Ejecutivo creyó que, si hacía
concesiones al Parlamento, terminaría imponiéndose
cierta forma de coexistencia. Ocurrió exactamente lo contrario.
La ayuda de los países occidentales, una carta en la que
confiaba Yeltsin, nunca se materializó en la escala prevista.
Con lo cual proliferaron las acusaciones de ingenuidad política,
cuando no de entrega del país a los designios extranjeros,
cuyo interés sería el de una Rusia débil.
De este modo, se tornó inútil el esfuerzo de Yeltsin
por consolidar un fuerte partido político de gobierno.
En los últimos meses, el presidente se ha visto envuelto
en una permanente y estéril lucha con el Parlamento, que
avanza en el intento de recortar sus poderes.
Mientras tanto, el aparato militar se ve también debilitado,
con menos recursos y personal, y con una intensa competencia por
puestos y posiciones importantes debido al masivo retorno de las
tropas estacionadas en otras repúblicas de la ex URSS y
en Europa oriental. En ese clima, no es descabellada la posibilidad
de que jefes militares terminen enrolados en una causa golpista.
Aun con escasa popularidad, el Congreso es el portavoz amplificado
de muchos de los temores y ansiedades de la población.
Su gestión logró debilitar más a Yeltsin,
que se vio obligado a relevar al primer ministro, pero no fue
capaz de generar otra alternativa de poder. Lo cierto es que el
presidente no tiene -como pretendía- total control sobre
la economía y la formulación de una política
económica.
El nuevo primer ministro (un hombre gris del viejo aparato) llevará
el gobierno hacia una línea más conservadora y menos
reformista, pero será más débil y menos efectivo
que su antecesor. Las presiones que deberá soportar, desde
todos los frentes, lo harán tambalear en breve. Peor aún,
puede terminar empantanado en una hiperinflación incontrolable.
Si recurre al autoritarismo del
poder central, lejos de tener éxito, puede acelerar las
tendencias secesionistas que ya abundan.
Las tensiones con otras repúblicas pueden aumentar. Se
habla abiertamente de tomar el territorio de Crimea, que reclama
Ucrania. Por otra parte, 25 millones de rusos que viven en diferentes
repúblicas sienten que son tratados como ciudadanos de
segunda clase y exigen la intervención abierta de Moscú
en su defensa.
Si Boris Yeltsin pierde el poder, habrá que observar detenidamente
a dos personajes: por una parte, a Alejandro Rutskoi, el actual
vicepresidente, abiertamente enfrentado con Yeltsin; y, por la
otra, al ejército ruso, que, aunque debilitado, sigue siendo
un protagonista de primer orden.
EL EJERCITO ROJO.
Las penurias y dificultades de los militares en Rusia han merecido
amplio espacio en la prensa internacional. Lo que no se ha considerado,
en cambio, es si hay alguna evolución en el tradicional
pensamiento estratégico de los uniformados que eran la
base del poder en la megapotencia URSS.
James Sherr, un académico de Oxford especializado en estudios
soviéticos, aborda el tema en el último número
de The National Interest. La comprobación es que la jerarquía
militar rusa sigue aferrada a un antiguo pensamiento estratégico,
donde el mundo es más peligroso ahora que antes
(aspecto en el cual pueden coincidir muchos colegas de países
occidentales) y sigue dominado por grandes alianzas estratégicas.
En ese sentido, la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico
Norte) sigue inquietando. Se parte del supuesto de que la OTAN
es una efectiva y peligrosa coalición, ya que
además del poder europeo, de la fuerza nuclear francesa
y británica, la retaguardia está asegurada por Estados
Unidos y Canadá. Desde esa perspectiva, la visión
atlantista es la que más preocupa a los generales rusos
que auspician un sistema de seguridad europeo (que los incluiría)
más que nada para debilitar o eliminar el riesgo que -entienden
ellos- supone la OTAN.
Otro hecho notable que destaca el autor es que, desde su establecimiento
en marzo de 1992, el Ministerio de Defensa ruso ha incrementado
su poder y su influencia sobre el poder civil, al mismo tiempo
que se observa un resurgimiento de los organismos de inteligencia
y seguridad. Con el colapso del Partido Comunista, que centralizaba
y coordinaba todas las actividades, tanto las fuerzas armadas
como los organismos de seguridad han comenzado a desarrollar porciones
de autonomía en aumento.
Un problema con el que todavía no ha tropezado el gobierno
civil es el destino del aparato industrial-militar, notable no
sólo por sus dimensiones, sino también por su particular
organización, que lo mantiene al margen de la economía
nacional.