Vida y milagros de wall street (parte i)

    Apagado el esplendor de los ´80, convertidos los yuppies en una raza extinta, el corazón financiero de Nueva York -y, todavía, del mundo- sigue fascinando a propios y extraños. Historias, personajes y lugares, el vértigo y la desolación, desfilan por esta excepcional crónica de la vida cotidiana en torno de esas míticas cinco cuadras.

    Los escasos transeúntes que paseaban por Wall Street el último sábado de enero tuvieron ocasión de presenciar un espectáculo inusual. Eran las once de la mañana. El sol se estrellaba, incómodo, contra los rascacielos que mantienen siempre en sombras el extremo sur de la isla de Manhattan y unas filosas ráfagas de aire helado perturbaban, cada tanto, la tibieza del día. En la avenida Broadway, sobre la acera de la Trinity Church, se veía descender de los ómnibus de turismo a las bandadas de japoneses que acostumbran empezar a esa hora sus expediciones fotográficas. Primero, unas rápidas tomas del cementerio contiguo a la iglesia, donde yacen los despojos de Robert Fulton, inventor del barco a vapor, y los de Alexander Hamilton y Albert Gallatin, secretarios del Tesoro en los años tempranos de la independencia; luego, algunas placas del Federal Hall (especie de Partenón en miniatura) y de la arquitectura veneciana del Stock Exchange (la Bolsa); por último, varios rollos de las torres gemelas que dominan la ciudad -el World Trade Center- y desde cuya cima se ve -o se cree ver- la curvatura del mundo.

    Los japoneses estaban descendiendo en procesión por la calle Pine, ametrallando con sus flashes inmisericordes las ventanas desiertas, cuando de pronto, a la altura de William Street, se produjo un movimiento desacostumbrado.

    Una pareja de novios salió de la austera iglesia católica que hay en esa esquina, Our Lady of Victory, y corrió hacia la explanada de cemento que, en la esquina opuesta, se abre a las casas matrices del Chase Manhattan, la Banca Morgan y el Manufacturers Hanover, tres de los principales acreedores de la Argentina. En medio de la plaza se yergue una sinuosa escultura de piedra blanca, que se asemeja -según las oscilaciones de la luz- a un árbol de hojas carnosas o a un rinoceronte parado sobre otro rinoceronte. Cada bloque de la escultura está surcado por líneas negras que fingen ser músculos o ramas. Es una obra de Jean Dubufett, emplazada allí desde 1962, que se ha convertido con el tiempo en un extravagante emblema de amor para las parejas de Wall Street. Nada, en verdad, podría expresar mejor las pasiones áridas de la zona que ese árbol sin luz, cuyos brazos parecen envueltos por una húmeda tiniebla.

    Detrás de la pareja de novios, una caravana de jóvenes con sacos verdes, amarillos y rojos se encaminó en desorden hacia la explanada. Algunos atacaban, desafinando, los primeros acordes de la marcha nupcial de Mendelssohn. Una chica enérgica, en cuyo pelo el spray había edificado una cúpula bizantina, rompió la monotonía cantando a voz en cuello They are a jolly good fellows. Al pie de la escultura, formaron un semicírculo en torno de los novios y se tomaron fotografías. Los japoneses, que en ese momento llegaban a las primeras escalinatas de la explanada, desenfundaron sus cámaras y dispararon con desesperación. El aire cortado de pronto por las navajas de los flashes y por el griterío sin freno del cortejo, se turbó tanto que las pocas palomas de Our Lady of Victory volaron espantadas hacia un rumbo incierto. Los novios se besaron al abrigo del falso árbol, mientras sus amigos formaban un túnel triunfal, con las manos en alto. Luego de proferir algunos chillidos de excitación la pareja atravesó el túnel a toda carrera, bajo una lluvia de arroz, y fue a refugiarse en una limusina que aguardaba a la puerta de la iglesia.

    El novio, Bob Ferraro, de 32 años, es broker (agente de Bolsa) de la empresa Osborne & Cormick desde 1987. La novia, Linda O´Callahan, trabaja como consultora de inversiones en la lóbrega calle New, detrás del edificio del Stock Exchange. La historia de amor que vivieron es -o era- típica del alienante y nervioso universo donde ambos pasan cincuenta horas semanales, de lunes a viernes.

    Solían verse ante los ascensores situados junto al Board Room -la mayor de las tres salas que la Bolsa destina a las operaciones de los brokers-, pero nunca tuvieron tiempo de conversar. A fines de mayo pasado coincidieron en una fiesta de cumpleaños en Hoboken, New Jersey. Ambos estaban cansados, aburridos, y querían marcharse. Sin saber por qué, comenzaron a contarse sus vidas, “de pie junto a la puerta de la cocina”, recuerda Linda, “molestando el paso de la gente”, hasta que media hora más tarde se fueron de allí, pero juntos, “deteniéndonos en todos los bares que encontrábamos para que la noche no se nos escapara de las manos”.

    A mediados de agosto, Bob pasó las vacaciones con la familia de Linda en Sutton´s Bay, a orillas del lago Michigan, y ambos visitaron a la madre de Bob en Greenfield, Maine, el día de Acción de Gracias. Aunque ambos pasaban juntos semanas enteras, ni siquiera entonces -el último jueves de noviembre- habían tomado la decisión de casarse. Lo supieron sólo la víspera de Navidad, al pie del árbol de Dubuffet, mientras el viento zozobraba entre los gigantescos torreones de Wall Street y en lo alto asomaban unas hilachas de cielo plomizo.

    EL TAMAÑO DE LA ESPERANZA.

    Wall Street es sólo una calle de medio kilómetro, que nace en Roosevelt Drive, a orillas del East River y desemboca frente a la puerta principal de Trinity Church, una iglesia episcopal que fue el edificio más alto de Nueva York durante la primera mitad del siglo XIX. Pero el nombre de la calle impregna también a un área mucho más amplia, de unas sesenta manzanas irregulares, conocida como “el distrito financiero”. Su límite norte es la calle Fulton, en uno de cuyos extremos se yerguen las torres gemelas del World Trade Center; a los flancos están los dos grandes ríos que dibujan la isla de Manhattan, el East y el Hudson; al sur, más allá de los muelles, se desperezan las islas Ellis y Staten,

    donde solían desembarcar los aluviones de inmigrantes a comienzos de siglo. Del otro lado asoman las mansiones suntuosas de Brooklyn Heights y, más a lo lejos, la remozada Estatua de la Libertad, con su antorcha de un millón de voltios. La vida fluye con fuerza en todos esos recodos, pero no en Wall Street: la sangre que anda por allí está hecha de números y de dinero.

    Al principio, Wall no era una calle sino una pared de adobe erigida para impedir que el ganado pasara de un río al otro: del Hudson al East. Junto a la pared fue naciendo un sendero al que los comerciantes solían acudir para sus operaciones de compra y venta. La pared (the wall) se desmoronó entre 1611 y 1613, y sobre sus ruinas brotaron almacenes y depósitos. Nadie sabe en qué momento la precaria valla de antaño recibió el nombre que le quedaría para siempre.

    No hay zona más desolada que Wall Street los fines de semana. Al pie del World Trade Center está el Hotel Vista, escenario de refinadas convenciones empresarias y de carísismos seminarios de administración. Las habitaciones cuestan entre 220 y 350 dólares, y casi nunca hay vacantes, salvo los domingos. Entonces nadie osa pasar la noche allí, ni siquiera los curiosos turistas japoneses. El único movimiento que se advierte entre los monumentales rascacielos vacíos es el de los paseantes que forman fila para subir a las torres gemelas, que hasta marzo de 1973 fueron las más altas del mundo (416 metros).

    Linda O´Callahan -ahora Linda Ferraro- supone que estas tristezas se disiparán dentro de un par de años, cuando terminen de construirse los condominios de Battery Park, en el extremo sudoeste, que prevén parques, colegios, supermercados, cines y viviendas de nivel mediano para 45 mil personas.

    Bob y ella han reservado ya un departamento de tres ambientes -el mayor de todos, con un par de dormitorios y sendos baños, aparte del living comedor-, por el que pagarán medio millón de dólares.

    Durante la semana, en cambio, las calles hierven. Al amanecer, seis líneas de subterráneo derraman sobre las doce estaciones del área una marea de secretarias, mensajeros, operadores de computación y técnicos de mantenimiento, tenderos, lustrabotas y lavadores tardíos de ventanas: la compleja colmena de servicios que mantendrá la infraestructura en pie. Los vigilantes de los edificios cambian de turno, las aceras ya están lavadas, el reparto de los diarios está completo. Tres son los de mayor demanda: The Wall Street Journal, con una venta estimada de 139.500 ejemplares sólo en las oficinas del distrito: The New York Times, con 97.300, y The Financial Times, con 72.900.