Una superpotencia nuclear que se desintegra es tema tan serio como para inquietar al resto del mundo. El incierto futuro de las novísimas y frágiles democracias de Europa central y oriental merece atención y consideración del mundo industrializado, especialmente de los prósperos vecinos de la Europa Occidental. La acuciante agenda de la ex URSS y de sus antiguos satélites preocupa en el plano político y militar. La posibilidad de que parte del arsenal nuclear termine en manos de una pequeña república del antiguo imperio comunista, capaz de amenazar con su uso ante un conflicto, desvela a muchos estadistas más que el conocido escenario de la Guerra Fría.
En gran medida, el problema es económico. Si se pudiera evitar el colapso del aparato productivo y de las economías de esos países, se lograría mayor seguridad. De ahí que los organismos multilaterales de crédito estén concentrados, como sus principales aportantes -los países industrializados- en el futuro de la reforma económica de Yeltsin, de Havel, y de los experimentos húngaros y polacos. Y sin embargo, la capacidad de influir efectivamente sobre el proceso de estos países parece más que limitada, como se señala con impotencia.
Con el fin de la Guerra Fría, el conflicto Este-Oeste dejó de existir. En cuanto al enfrentamiento Norte-Sur, es como si nunca hubiera existido. Los países pobres, endeudados, con dificultades para crecer, aquellos agrupados en ese genérico “Tercer Mundo”, han caído en el olvido. Las reuniones del G-7, de la OCDE, del FMI y del Banco Mundial se centran en el acontecer en los viejos dominios comunistas. Los tradicionales foros para debatir la marcha de los países en desarrollo y los planes de ayuda o cooperación han perdido significación.
Si la obsesión de las naciones más avanzadas era alentar el desarrollo de las fuerzas del mercado, de la apertura del comercio internacional, de la transformación del Estado y de la modernización de la economía, están mirando en la dirección equivocada. Más de 30 países del mundo en desarrollo, fuera del foco de atención de la gran prensa internacional -muchos de ellos de América latina- han llevado a cabo una revolución silenciosa y efectiva, perfeccionando mercados embrionarios, sistemas de formación de precios y de comercio interno y externo, que existían aunque en forma imperfecta según el modelo preferido.
Es probable que en el largo plazo, si estos esfuerzos fructifican, los beneficios sean evidentes y puedan ayudar a estos países a insertarse en las grandes corrientes del comercio mundial. Pero el corto plazo no es precisamente un lecho de rosas. La intensidad del ajuste provoca desocupación, miseria, desnutrición y descontento social. Si el experimento falla no sólo provocará la caída de gobiernos sino también un retroceso en los avances democráticos logrados.
Harían falta ayuda y crédito internacional, en este preciso momento. No basta con los aplausos a los audaces reformistas. Mientras en el mundo en desarrollo se desmantelan aranceles y regulaciones, en las grandes economías hay un resurgimiento proteccionista y la negativa a eliminar los subsidios agrícolas puede enterrar la Ronda Uruguay del GATT. Si ello ocurre los cimientos del “nuevo orden internacional” demostrarán estar asentados sobre bases muy frágiles.
Este es el momento en que los grandes protagonistas de la economía internacional deben decidir si de verdad quieren una economía global, a escala planetaria, o bien se conforman con grandes bloques comerciales, marginando del “gran juego” a más de un centenar de países. Marginación que igualmente acarreará consecuencias: inestabilidad, conflictos, oleadas migratorias y ausencia de solidaridad en la preservación ecológica de la Tierra.
LA MALDICION DE LOS 4 AÑOS.
No hay gobierno constitucional durante este siglo que haya perdido la primera elección de renovación parcial legislativa, a los dos años de asumir el poder. No hay ninguno tampoco que haya ganado la segunda, a los cuatro años.
Si hay un hombre capaz de romper este maleficio histórico que han sufrido otros jefes del Estado, es Carlos Menem. Su instinto político, su audacia y hasta la enorme cuota de suerte que ha demostrado tener hasta ahora, le asignan esa posibilidad.
En 1948 Perón nacionalizaba los ferrocarriles y se hablaba de la magia de Miguel Miranda, su gran asesor económico. En 1950 comíamos pan negro. En 1960, Frandizi recibía entusiasmado los capitales petroleros, el paralelo 42 estaba en ebullición. En 1962 fue derrocado, precisamente tras perder los comicios. Arturo Illia ganó las elecciones de 1965, pero no llegó a confrontar la segunda vuelta: la impaciencia militar -y civil también- lo derrocó en 1966.
El peronismo se impuso en las elecciones parciales de 1975, mientras se hablaba de “inflación cero”, “Argentina potencia” y abundaban las misiones comerciales a Europa Oriental y otras regiones del mundo. Para 1976, el gobierno encabezado por María Estela Martínez de Perón había sido depuesto.
Con la euforia del Plan Austral, Raúl Alfonsín salió airoso de los comicios de 1985. Dos años después debió soportar la derrota, preanuncio de las dificultades que sobrevendrían.
Menem ganó contundentemente las elecciones de 1991. En 1993 solamente habrá renovación de la Cámara de Diputados, ya que no estarán en disputa las gobernaciones. El descenso en la tasa de inflación y la exitosa visita a Estados Unidos dan margen de maniobra al Presidente.
Hay tiempo para gobernar. La apertura total de la economía, el plan de convertibilidad y las perspectivas de integración regional son plataformas excelentes para transformar sustancialmente la economía argentina, erradicar muchos de sus vicios y retomar el camino del crecimiento.
¿Qué falta ahora para que este panorama tan auspicioso no se revierta? Dos cosas: sentido común en el gobierno para aprovechar tan excepcional coyuntura y evitar el pecado de soberbia, y que la sociedad argentina abandone las ilusiones mágicas. Un decreto de apertura de la economía no es la realidad: es simplemente una intención. Para concretarla habrá mucho que andar.
¿EL FIN DEL “LAISSEZ-FAIRE”?.
La idea dominante en Estados Unidos es que la hegemonía de las teorías del libre mercado, de la desregulación a ultranza, y de la ausencia total del Estado en la vida económica, fue producto necesario de la lucha central entre comunismo y capitalismo. Ahora que los regímenes socialistas han colapsado, y que algunos de ellos se han vuelto más papistas que el Papa, el debate transita por otros carriles.
Hablar de policía industrial, o de intento deliberado del Estado por impulsar determinadas actividades -por estratégicas que parecieran- era pecado hasta hace poco en los medios académicos y en la gran prensa especializada. Pero los términos de la discusión han cambiado: ya no se trata de salvar al capitalismo sino de restaurar la competitividad de la industria estadounidense y de preservar el papel hegemónico de EE.UU. en la economía mundial.
El enemigo ahora no es el comunismo, sino la agresiva política comercial de los aliados -especialmente Japón- cuyas reglas de juego son distintas a la de las empresas norteamericanas. En definitiva, la tesis es que solamente EE.UU. se convirtió en verdad al “laissez-faire”, mientras que Japón y Europa recurrieron al apoyo irrestricto del Estado para lograr ventajas para sus empresas.
En un libro de reciente aparición (“The End of Laissez-Faire: National Purpose and the Global Economy After the Cold War”, editado por Alfred A. Knopf, US$ 22,95), Robert Kuttner, habitual columnista de Business Week, recomienda un sistema de comercio consensuado entre los principales países industriales, el otorgamiento de subsidios a industrias clave, una re-regulación y mayor inversión en educación y en infraestructura.
Lo que el autor critica duramente es que, con la teoría del liberalismo económico, al gobierno no debe importarle si hay retroceso en el campo automotriz, de semiconductores, videocaseteras o aeroespacial. Tampoco si la fabricación de bienes emigra a otros países, aunque sea la política industrial de otros estados -y no la mano invisible del mercado- la que permite la penetración de bienes importados en el mercado local en detrimento de la producción propia.
En este razonamiento, la principal comprobación es que las compañías extranjeras juegan con reglas distintas a las que se quiere imponer a las firmas locales. Para Kuttner no hay posibilidad de convertir a estos otros países a las bondades del libre mercado y, en cambio, hay que recordar el papel estabilizador del gobierno sobre el capitalismo, como quedó revelado con la Gran Depresión de los años ´30.
“NACIONALISMO POSITIVO”: LA OTRA VISION.
Con diferencia de matices, otro conocido ensayista como Robert B. Reich (“The Work of Nations: Preparing Ourselves for 21st Century Capitalism”, también editado por Alfred A. Knopf, US$ 24) propicia un “nacionalismo positivo” que ponga énfasis en las especiales habilidades y pericias de los estadounidenses. Su idea central es que en el futuro no habrá más economías nacionales, por lo menos en la forma en que solíamos entender el concepto. Tanto las fuentes de trabajo como la inversión pueden desplazarse de un día para otro en busca de destinos más hospitalarios. La clásica idea de proteccionismo ha perdido sentido.
A principios de esta década -recuerda- 30% -en valor- de los bienes producidos en EE.UU. estaban protegidos contra la competencia internacional. La consecuencia es que aumentaron los costos para otras industrias que usaban esos productos en el propio proceso productivo. El ejemplo de Reich: el acero local que usan los Tres Grandes de Detroit significa que pagan por ese concepto 40% más que sus competidores externos. Por tanto, a su turno, reclaman protección especial.
Invocar el nacionalismo, según Reich, suele tener ribetes ridículos. Chrysler -y su presidente Lee Iaccoca, campeón del sentimiento antijaponés- vende, con marca propia, autos de Mitsubishi ensamblados en Taiwán. Cuando Motorola logró penetrar el mercado japonés, lo hizo enviando productos desde su planta de Tailandia.
Ambos autores aceptan que el Estado-Nación es todavía el eje de las decisiones económicas. Reich coincide en la necesidad de subsidiar algunas industrias y de invertir más en educación. Cuatro quintas partes de la población de EE.UU. -dice- requieren de la solidaridad del otro 20%, antes de que se agrande más la brecha de las desiguladades económicas.
LA VISION DE LARGO PLAZO.
Nadie está en condiciones de prever el futuro con exactitud. Pero hay posibilidades de diseñar escenarios posibles y tener respuesta inmediata ante cada situación que se presenta. Cuando una firma decide iniciar un nuevo negocio o instalar una nueva planta, o radicarse en otro país, aparecen multitud de dudas. ¿Habrá estabilidad política y jurídica en el lugar elegido? ¿Puede cambiar el marco macroeconómico, por ejemplo: depreciación de la moneda, o altas tasas de interés? En cuanto al vertiginoso proceso de cambio tecnológico, ¿pueden quedar obsoletos la nueva planta o el sistema productivo o de distribución concebido?
Para contestar estos interrogantes, Peter Schwartz (autor de “The Art fo the Long View”, editado por Doubleday, US$ 20) recomienda abandonar el antiguo método de pronósticos y predicciones, y estar abierto a todas las posibilidades imaginables. Concebir escenarios, abrir ventanas al futuro y dotar a la gerencia de herramientas útiles para reaccionar en forma instantánea es, además, el método idóneo para tener visiones de largo plazo y estar preparados para afrontar cualquier incertidumbre.
Un buen ejemplo es la crisis en el sector publicitario de finales de los ochenta. A principios de la década pasada, el auge de la televisión por cable y de los videocasetes comenzó a minar el poderío de la televisión abierta. La crisis se hizo patente para 1987 con quiebras, reducción de personal y desaparición de la rentabilidad en el negocio publicitario. Es obvio que los líderes del sector vieron aproximarse el desastre, pero cometieron un grave error de apreciación. Creyeron que era una simple recesión, un accidente transitorio antes del retorno a la normalidad. Ahora está claro que el cambio es definitivo. En cambio, nuevas oportunidades que brinda la flamante tecnología han pasado inadvertidas.
