Un hombre de dos mundos

    Quienes vivimos en los Urales le agradecemos fervientemente y desde el fondo de nuestras almas, Leonid Ilych, su constante esfuerzo en favor del fortalecimiento del poderío militar y económico de nuestra patria, la elevación del nivel material y cultural de la vida del pueblo, y su titánica acción para lograr una sólida paz en todo el mundo.”

    Boris Nikolaevich Yeltsin detesta que se lo recuerden, pero así comenzaba la carta que le envió a Leonid Breznev el día en que el líder soviético cumplió 70 años.

    El mensaje, escrito en diciembre de 1976, elogiaba la “sabiduría, portentoso talento e inagotable energía dedicados a la construcción del comunismo” del entonces jefe del Kremlin y llevaba la firma de Yeltsin como secretario general del partido en la ciudad de Sverdlovsk.

    Esta anécdota del hombre a quien se le atribuye el mérito de haber echado la última palada de tierra sobre el comunismo soviético es, a su modo, ejemplar. Demuestra, con impiadosa claridad, que el derrumbe del régimen no fue obra del movimiento disidente al que Occidente alentó durante décadas, sino de la descomposición de su propia estructura.

    El proceso, por lo tanto, no podría dejar de mostrar contradicciones y claroscuros, que por cierto abundan en la trayectoria de Yeltsin y en la de su mentor y rival, Mijail Gorbachov. Ambos nacieron en 1931, en medio del reino del terror stalinista, en el seno de familias campesinas rusas.

    Para ellos, y para muchos otros hombres de su generación y origen social, el ascenso en las filas del Partido Comunista representó la única posibilidad de desarrollo personal.

    La infancia de Gorbachov estuvo marcada por una dolorosa experiencia familiar: uno de sus abuelos fue víctima del brutal programa de colectivización forzosa ordenado por José Stalin; el otro, en cambio, prosperó en esos años y alcanzó prominencia dentro de su comunidad. Yeltsin, por su parte, confiesa haber llorado la muerte del dictador.

    Caminos Cruzados.

    También la relación entre ambos ha sido un constante ejercicio de ambigYedad. En 1985, tras su llegada a la cúpula del Kremlin, Gorbachov catapultó a Yeltsin a la jefatura del partido en Moscú y le aseguró un puesto en el Comité Central.

    Resultó evidente entonces que Yeltsin estaba destinado a ser el lugarteniente de Gorbachov en la dura y audaz marcha de la perestroika. Sin embargo, cuando el aparato comunista decidió, dos años después, cortar las alas de su protegido, el líder soviético no se esforzó demasiado por salvarlo.

    Pero tampoco cumplió con el gesto ritual de enviarlo al exilio dorado de una remota embajada. Prefirió, en cambio, mantenerlo en Moscú, aunque reducido a un oscuro puesto ministerial. La idea era que Yeltsin permaneciera visible a los ojos de la ortodoxia comunista, como una suerte de “béte noir” del sector radicalizado, frente a la cual el líder de la perestroika aparecía como un tibio reformista. “Si yo no hubiera existido, Gorbachov habría tenido que inventarme”, recordaría luego el propio Yeltsin en sus memorias.

    Lo que seguramente no estuvo en los planes de Gorbachov fue la milagrosa resurrección política de Yeltsin, quien, montado en la irresistible ola de descontento popular , acaparó 90% de los votos para acceder primero a una banca de diputado y luego a la presidencia de la Federación Rusa.

    Despreciado por la intelectualidad liberal moscovita, este fornido hijo de campesinos, ex campeón nacional de vóleibol, a quien se le atribuye una particular afición por las mujeres y la bebida, es considerado, sin embargo, como el hombre providencial de esta hora por siete de cada diez soviéticos, según una reciente encuesta.

    Yeltsin probablemente carece de la grandeza moral que exhibió el científico y líder disidente Andrei Sajarov hasta su muerte, dos años atrás. Tampoco posee el refinamiento político de Gorbachov. Sus nociones acerca del rumbo que debe transitar la reforma económica poscomunista no pasan de vagas generalizaciones.

    Sin embargo, el coraje y la decisión con que enfrentó en agosto el intento de golpe militar hicieron crecer su estatura a los ojos de propios y extraños. Sus públicas debilidades y contradicciones parecen contemplarse, incluso, como un signo positivo del cambio, frente a las figuras marmóreas del difunto régimen.

    El verdadero dilema fue sintetizado por su compatriota exiliado León Aron en un reciente artículo: “Sólo el tiempo dirá si Yeltsin es un demócrata entre los populistas, o un autoritario populista entre los demócratas. No habrá que esperar mucho para saberlo”.