El Estado marcha rumbo al Mercosur a una velocidad notoriamente mayor que la de los agentes económicos privados. La decisión de conformar el mercado común argentino-brasileño -la porción decisiva del Mercosur-, en el año 1995, de un plumazo anticipó en diez años la liberación total del intercambio que fijara en su oportunidad el Tratado de Comercio. Los aranceles ya han comenzado a disminuir en forma lineal y automática, sin dar lugar a negociaciones producto por producto. En enero de 1991 la rebaja mutua alcanzó a 40%.
La dinámica política es, así, abrumadora, mientras que, sorprendentemente, las voces opositoras son apenas audibles. ¿Por qué razón el Mercosur no sólo abruma, sino que también convence, a pesar de que su impulso proviene básicamente del Estado?
No puede negarse que los compromisos que emanan del Mercosur son visualizados por el Estado argentino como un corsé complementario de la cláusula de convertibilidad, que coadyuve a inhibir las “buenas intenciones” de las que están empedrados los caminos a la hiperinflación. La constitución de un mercado común comprometerá a las naciones integrantes a procurar la estabilidad monetaria mediante severos ajustes de sus respectivos déficit fiscales y cuasifiscales. Un “sube y baja” que haga oscilar a la moneda entre la sobrevaluación y la subvaluación dentro de breves períodos es algo que no puede ser absorbido por un mercado común. Al conjuro de las diferencias cambiarias, Argentina pasó en 1989 a exhibir un importante saldo comercial a su favor respecto de Brasil, cuando apenas en el año anterior dicho saldo había sido agudamente negativo.
Por otro lado, a medida que se multipliquen las asociaciones binacionales de empresas, para las que está previsto un trato preferencial, serán ellas mismas las que reclamarán estabilidad y coordinación de las políticas macroeconómicas.
De esta manera asistiremos a un mutuo control y vigilancia. Las medidas de repercusión global deberán ser consensuadas. La Ley de Defensa del Consumidor, sancionada recientemente en Brasil, es el caso de una decisión unilateral que un mercado común en su momento tenderá a excluir, de no contar con consenso previo. Presenciaremos así el nacimiento de algún sistema de solución de controversias, de un corpus de derecho comunitario, de un Consejo del Mercosur integrado por cancilleres y ministros de Economía, y de otras novísimas instituciones y conflictos.
Más allá de la obsesión por la estabilidad monetaria, el Mercosur también es visto por la dirigencia política y los funcionarios como un instrumento para precipitar transformaciones y obtener logros que por ahora se han escurrido entre los dedos. La pobreza en nuestros países viene creciendo; la generación de empleo es nula (en Argentina desde hace veinte años); las empresas no están en condiciones de competir, y nuestros Estados no cuentan con poder de negociación con las naciones y bloques del Norte. A partir de estos fracasos es donde comienza a crecer vertiginosamente el impulso político que exhibe el Mercosur.
Este vértigo político llega al punto que, ya al finalizar el año 1991, el transporte por carretera entre Argentina y Brasil estará totalmente desregulado, y en 1994 los aranceles estarán finalmente en cero.
El Estado azuza a sus empresarios para obligarlos a abandonar el calor del nido, y echarse a volar según las reglas del más exigente capitalismo. Pondrá a disposición un mercado de 200 millones de habitantes. El empresario dispondrá de una variedad notablemente mayor de opciones en materia de insumos y de recursos humanos. Podrá instalarse donde mejor le convenga, y dar por descontado que sus competidores no serán subsidiados. Todos los recursos de los países integrantes alcanzarán la condición de “nacionales”. Pero también serán “nacionales” para la competencia. El empresariado brasileño no se limitará a traer sus productos a Argentina para intentar su colocación entre nosotros, sino que también podrá instalar aquí su planta fabril (por ejemplo de lácteos); emplear, mejor o peor, los mismos recursos que su competidor argentino, y por añadidura también transportarlos a Brasil para su venta, y lidiar allí con los productos argentinos.
Un mercado común dista mucho de equivaler a una mera ampliación de mercado. Es un “barajar y dar de nuevo” que pondrá de manifiesto un sinnúmero de deficiencias, a la vez que desmentirá muchos pronósticos. Sobre todo, quedará en evidencia que la carrera en pos de mejores niveles de productividad es muy sacrificada, en un escenario donde las posiciones relativas entre las naciones tienden a alejarse cada vez más. En este sentido es recomendable seguir de cerca los movimientos de las empresas multinacionales con asiento simultáneo en más de una nación del Mercosur, por ejemplo, las del sector automotor.
A cambio de aceptar este “tour de force” político, los Estados nacionales ofrecerán a sus empresas una negociación con otros bloques de naciones desde mejores posiciones. Con el poder de negociación que emana de su gravitación federativa, el Mercado Común Europeo logra sustraer del libre comercio a los bienes agropecuarios mediante la persistencia de subsidios y protecciones, sin inmutarse por la violación de las reglas más elementales del GATT.
En el proceso de integración hay dos ausencias que deben señalarse: la opinión pública y la “inteligencia” cultural. Hasta el momento, el vértigo de las decisiones gubernamentales, y en menor grado las empresarias, ha inhibido la opinión y la interacción; no es conveniente, en este caso, identificar silencio con consentimiento.
