Sobre la “gran recesión”, hay todo tipo de explicaciones

    ANÁLISIS | Escenario global

    Pero el desempleo sigue alto –10% de este lado del Atlántico norte, hasta 18% al otro–, con perspectivas complejas en cuanto a la primera mitad de 2010.
    En el tercer y cuarto trimestres de 2009, apenas una parte de los enormes estímulos fiscales y económicos empieza a hacerse notar. La Reserva Federal y sus contrapartes han intervenido en una escala sin precedentes en respaldo del sistema. Para decirlo suavemente, algunos califican esos paquetes de tarea inconclusa. Entretanto, el porvenir es incierto y el tiempo podría modificar la percepción de lo sucedido hasta ahora.
    No importa. Una ola de libros contradictorios ya da vueltas, especialmente en EE.UU. Todos han sido redactados en medio de circunstancias cambiantes y varios quedaron desactualizados antes de publicarse. Pero hay notables excepciones.
    Por de pronto, las posturas difieren notoriamente. Algunos trabajos se centran en políticas económicas, otros en lo financiero y un tercer grupo critica la codicia de los mercados. Así, un texto ubica la causa de la catástrofe en el triunfo de la especulación a expensas de la industria estadounidense. Otro sospecha que el propio capitalismo tiene la culpa. Así como esta crisis carece de fuente unívoca, tampoco hay forma de encararla plenamente, por lo cual es muy difícil evaluar los méritos o deméritos de estas obras.

    Visión desde la Reserva Federal
    Para comenzar, hay un texto, In Fed We Trust: Bernanke’s War on Panic de David Wessel, editor financiero del Wall Street Journal que comparte los puntos de vista imperantes en la Reserva Federal y el Tesoro. En particular, los de Benjamin Bernanke. Si bien aporta bastantes elementos de juicio, al autor no le interesa profundizar en las causas.
    No obstante, este libro trata de cómo funcionarios claves encararon, generalmente sin mucha confianza en sí mismos, el alud que se había desatado a fines de 2007. El reparto incluye Bernanke, Henry Paulson –secretario del Tesoro bajo George W. Bush– y su sucesor, Timothy Geithner, entonces presidente de la RF neoyorquina.
    Se cometieron gruesos errores, es verdad, pero “no eran obvios en ese momento”, cree Wessel. Algunos personajes salen mejor librados que otros. Así, el autor se distancia de Paulson y su gestión, sosteniendo que su mentalidad de operador financiero, más proclive al pálpito que al cálculo, lo llevó a abruptos, impredecibles cambios de opinión, poco adecuados para encarar una crisis.
    Sin duda, hacía falta mayor consistencia, pero ¿la aportaba alguien dentro o fuera de ese Gobierno? No Bush, criticado por rehuir un papel activo. Pero, al recordar cómo sus raras intervenciones afectaban al mercado, este debía felicitarse de que fueran tan infrecuentes.
    Resulta difícil disentir con las duras críticas de Wessel a Alan Greenspan, antecesor de Bernanke, hasta 2006 mucho más intocable que este. Si alguien debería haber actuado a tiempo para evitar la crisis elevando tasas y ahogando el auge de malas hipotecas vía regulaciones más estrictas, ese era él. Pero Greenspan había echado por la borda su propia crítica de 2003 a la “exuberancia irracional de los mercados”. Todavía en 2007, quienes hoy lo atacan funcionaban como “claque” incondicional (riesgo que también corre Bernanke).
    Por cierto, señala el autor, “muchos pueden decir que Geithner no anduvo bien en sus primeros días como titular del Tesoro. Tuvo dificultades para ser ratificado por los senadores y su papel en la RF de Nueva York lo involucraba en la crisis”. Pero Wessel lo trata con guantes de seda.


    Ben Bernanke

    Múltiples causas
    Quien busque planteos más ácidos sobre la licuación de activos, debe acudir a otras fuentes, Por ejemplo, Financial Shock: Global Panic and Government Bailouts, de Mark Zandi, analista principal del sitio Economy.com. O sea, una filial de Moody’s Investors Service.
    Este libro, lamentablemente, se compiló en el tercer trimestre de 2008 y Zandi creía que “lo peor de la crisis había pasado”. Poco después, las autoridades adoptaron dos decisiones funestas: dejar quebrar a Bear Stearns y Lehman Brothers. El colapso de ambas firmas de valores, considerado hoy por observadores ortodoxos como un terrible error –psicológico al menos–, frenó flujos de crédito y precipitó la crisis a su fase más borrascosa.
    Ese desfasaje hizo que Zandi revisara su obra y, en la segunda versión (inicios de 2009), sostuviera –exagerando– que ambas medidas “convirtieron una situación seria pero manejable en un pánico liso y llano. Pero no fueron errores inexplicables o estúpidos” (como los tacharon dos Nobel, Joseph Stiglitz y Paul Krugman). Sin excesos de déjà vu, comunes a otros autores, Zandi suena por lo menos sensato.
    Su libro incursiona en las mayores causas socioeconómicas del colapso. Pone en la picota el auge de malas hipotecas, la obsesión estadounidense por la casa propia, las desgravaciones impositivas que promovieron endeudamiento de todo tipo y, en lo financiero, deficiente ingeniería, exóticos instrumentos especulativos, mal manejo de riesgos, etc. Todo enmarcado en el papel ambiguo de las agencias calificadoras (Moody’s inclusive) e inadecuada regulación.
    El texto concluye con una lista de 10 cursos de acción a tomar para no recaer en ulteriores desmadres. El séptimo mandamiento es clave: “mejorar la titulización, no eliminarla”; o sea, regular con máximo cuidado el complejo empaquetamiento de activos, en vez de borrarlo. Esta es una característica típica de un conservador como Zandi, a cuyo criterio “las finanzas modernas han deparado ventajas, aunque también emergencias como la de 2007/9”.
    Por el contrario, John Taylor (How Government Interventions Prolonged the Financial Crisis) manifiesta suma estrechez de enfoques. Su obra se centra casi exclusivamente en las políticas de intereses previas a la crisis sistémica, endilgándoles la culpa de “errores críticos”. El analista, por ejemplo, no cree que los casos Bear Stearns y Lehman Brothers fueran pivotes de la catástrofe. Ni siquiera les presta atención a las malas hipotecas, pues las considera meros síntomas, no causas. “Todo se vino abajo porque la Reserva Federal había abandonado normas de eficacia bien probada para fijar tipos de interés”. No casualmente, formuladas por el propio Taylor cuando era profesor universitario.
    Su receta recomendaba a los bancos centrales determinar tasas iguales a 1,5 veces la de inflación, más 50% de la brecha entre el Producto Bruto Interno real y potencial, agregando 1 al resultado. Por ende, si la inflación es 5% y la brecha entre los PBI es 3%, Taylor dictaminaba un tipo cortoplacista de 10%: 1,5 veces cinco más la mitad de tres más uno. Deliberadamente o no, desde fines de los años 80 hasta inicios de los 2000, Paul Volcker y Alan Greenspan siguieron en parte esa compleja pauta. Luego la abandonaron.
    Una interpretación tan monocorde, empero, no parece muy persuasiva. Particularmente, con una crisis inédita en 75 años, cabe sospechar la interacción de causas múltiples y que muchas se descarrilaron en forma de “tormenta perfecta”. De lo contrario, estos desastres serían más frecuentes. Pero Taylor se aferra a su cartilla, quizá porque exhibe un solo punto fuerte, que también es su debilidad: la política monetaria.

    Pecados de Wall St.
    A Gillian Tett le gustan los títulos muy largos, como demuestra su libro Fool’s gold: How the Bold Dream of a Small Tribe at JPMorgan Was Corrupted by Wall Street Greed and Unleashed a Catastrophe. Algo así como “Oro falso: cómo los sueños audaces de una pequeña tribu en JPMorgan fueron tergiversados por la codicia de Wall Street y desataron una catástrofe”. Poner “derivativos letales” habría sido más corto.
    Menos verborrágico, el trabajo de William Cohan se titula House of Cards: Hubris and Wretched Excess on Wall Street. Este operador de mesa convertido en analista financiero describe minuciosamente los detalles más íntimos y los ubica en la escena mayor.
    Por supuesto, Tett apunta su microscopio al equipo de élite que, en la JPMorgan de los años 90, alumbró una familia de instrumentos, los derivativos y sus contratos derivados. Van de pases de créditos en cese de pagos hasta obligaciones de deuda colateralizadas o sintéticas y una amplia gama matemáticamente muy compleja.
    Con cierta ingenuidad, se creyó que los derivados gestionarían riesgos más efectivamente y los diluirían. Los inversores –generalmente millonarios obsedidos por ganar sin freno– aplicarían sintonía fina a su exposición mediante instrumentos a medida. Su ideal consistía en diversificar o concentrar riesgos, según lo que tuviera más sentido en un universo alejado del mundo real.
    Mientras esos derivativos remontaban vuelo desde 1993, los ingenieros de finanzas los asociaban a innovaciones, entre ellas los paquetes hipotecarios, tóxicos inclusive. Las deudas titulizadas eran mazos de cartas capaces de barajarse ad usum delphini, hasta que se combinaron deudas empaquetadas y derivados crediticios. Pronto, los préstamos hipotecarios normales fueron cosas del pasado, pues las nuevas tecnologías fomentaban opciones mucho más seductoras y peligrosas. Por ejemplo, créditos “ninja” (a personas sin ingresos ni activos), que prácticamente sacralizaban el fraude. Pero, ironiza la autora, “los riesgos estaban bajo control porque los muchachos de JPMorgan sabían moverse”.
    Hasta cierto punto, era así. Pese a la aparición de nuevas técnicas y actores, el banco se exponía al peligro mucho menos que otros, más temerarios. Por ejemplo, Bear Stearns, Lehman Brothers o American International Group. En parte debido a esa razón, a Tett la acusan de simpatizar demasiado con sus amigos del actual JPMorgan Chase. Por supuesto, tantos cerebros, tantas ecuaciones y buenas intenciones (¿?) no obstaron para que los riesgos se fueran de madre.
    Cohan hace con Bear Stearns lo que Tett hizo con JMPCh, aunque con mayor foco en su quiebra y todo cuanto condujo a ese final. Sus personajes quizá no sean villanos, pero se trata de tipos desagradables, groseros y mal hablados. Recuerdan a los sociópatas descriptos en un clásico de 1989, Liar’s Poker (“Póquer de mentirosos”) de Michael Lewis.

    ¿Fallas sistémicas?
    Pasando a otro extremo, dos libros abordan interrogantes más trascendentes. Uno se titula A Failure of Capitalism: Descent into Depression, pertenece a Richard Posner y su propósito es responder a dos preguntas. ¿Se trata de un quiebre estructural causado por defectos sistémicos en los mercados?, ¿o lo produjo una orgía de codicia e irracionalidad?
    El autor adopta una línea sorprendente y prefiere la primera, no la segunda causa. Las personas involucradas no eran más o menos racionales que lo usual y actuaban según sus propios intereses. El problema era otro: una depresión en toda la regla resulta algo tan raro que los inversores no podrían preverla y ni siquiera tenerla en cuenta.
    “El hombre de negocios ignora las pequeñas probabilidades de que, junto con sus competidores –señala el autor–, pueda causar un desastre en la economía. Vía la vulnerabilidad sistémica de los mercados y el efecto manada, la racionalidad individual conspira para provocar histerias colectivas”.
    Es un argumento interesante y torna indispensable el texto de Posner. Resulta un placer descubrir un intelectual capaz de producir un libro cada seis meses, sin perder el interés de los lectores. Además, pese a sus instintos por el mercado libre, su obra evidencia los límites del sistema.
    Sin duda, el trabajo más académico del grupo es Managed by the Markets: How Finance Reshaped America, de Gerald Davis. Este profesor de management, que se interesa especialmente en sociología y finanzas, inquiere si la crisis es signo de que los mercados han desbordado sus propios límites en la sociedad.
    Su planteo básico es que, “en el siglo 20, Estados Unidos y otros grandes países estaban organizados alrededor de grandes grupos industriales, extractivos y de servicios. Hoy todo se condiciona cada vez más a finanzas sin valor agregado, a causa de Wall Street y su modelo de hacer cosas o dejar de hacerlas. Las tristes consecuencias de atar el bienestar de una sociedad a la especulación son claras”.
    Davis explica cómo muchos aspectos de la sociedad estadounidense se han definido en virtud de grandes empresas: “una carrera personal estable, empleo de por vida, una pensión y el papel de la compañía casi como estado de bienestar. Pero, merced a la informática, los servicios financieros gradualmente pasan a ser dominantes, pues pagan mejor, atraen profesionales y prosperan a expensas de las estructuras tradicionales”.
    Pero esta transición “es tan honda o traumática como la del campo a la ciudad, en los siglos 17 (Europa occidental) a 19 (EE.UU.). Una consecuencia es la inseguridad económica de la gente, perceptible justamente en una crisis sistémica de suyo asociada a la hegemonía financiera”.