Para entender “la gran recesión”

    ANÁLISIS | Escenario global

    La crisis financiera internacional que irrumpió el año pasado de manera notoria en el escenario global –aunque estaba allí desde mucho tiempo antes– ha puesto bajo las luces algunas realidades que hasta hace pocos meses merecía solamente debates académicos. La decisiva y creciente intervención del Estado en la economía, los reclamos por mayor intervención estatal han ganado adeptos entre las víctimas reales o presuntas de la catástrofe financiera. Es decir, entre casi todos.
    Es como un espejo que se ha partido en mil pedazos. Intentar recomponerlo y reconstruir la imagen que refleja, aunque resulte distorsionada, es tarea ardua y compleja. Tal vez porque hace falta un nuevo espejo que explique lo que surgirá después de lo que se ha dado en llamar “la gran recesión”.
    Como siempre, para el ser humano, indagar sobre lo que traerá el futuro es obsesivo. Es una manera –fútil tal vez– de controlar la incertidumbre, esa omnipresencia angustiante. Usualmente Gobiernos, políticos y empresas quieren conocer las fuerzas que transforman la política, la economía, los negocios, la tecnología, la sociedad y el mundo. El punto de partida es siempre el presente. A veces se extrapola demasiado y los pronósticos resultan erróneos. Otras, la predicción intuye cambios disruptivos y acierta.
    Cada pieza de la realidad, cada óptica para mirar lo que ocurre, contribuye a armar este delicado rompecabezas y a tratar de descifrar el enigma. Para algunos analistas, la crisis tocó fondo y comienza, lenta, la recuperación. Para otros, todavía es predecible una segunda oleada de graves complicaciones financieras.
    Hay quienes ponen el énfasis en cómo será el capitalismo que sobrevenga, en cuáles son los riesgos morales de salvatajes impresionantes, en cómo será la industria del futuro.
    Otras preferencias indagan sobre el poder en el mundo: si el surgimiento asiático es indetenible; si EE.UU. logrará recuperarse; si Rusia está amenazada por otro brote nacionalista; si China está llamada a liderar; si América latina tiene una brillante oportunidad o está atrapada en su rol de proveedor de materias primas.
    No tiene mucha importancia si esta crisis global es igual o peor a la de 1930. Son economías, finanzas y mundos muy diferentes para hacer comparaciones lineales. Lo único cierto es que es una situación excepcional de extraordinaria gravedad, que plantea dudas angustiosas sobre el futuro inmediato, que dinamita todas las ideas ortodoxas sobre intervención del Estado y salud del capitalismo, y que muestra en forma inequívoca que ya no existe más la pretensión de un mundo unipolar
    Sobre todo esto, y sobre las profundas transformaciones sociales que acarreará este proceso, versa este informe que, ensamblado, pretende dar una explicación coherente, y que tomando cada ensayo por separado, ofrece innumerables costados de la realidad.

    El profeta del desastre

    Nouriel Rubini no cree que las cosas anden tan mal

    El controvertido economista universitario, que auguró el colapso hipotecario y sus consecuencias, hoy cree que el equipo de Barack Obama encara políticas adecuadas. A su juicio, la recesión cede y volverá el crecimiento. Así sostenía el mes pasado, no sin trepidaciones.


    Nouriel Roubini

    Roubini vive el gran momento de su vida como “ese tipo que tenía razón”: mientras los mercados se caían, se multiplicaba la demanda de sus informes y evaluaciones. Su curioso inglés, con ecos turcos, farsíes, hebreos e italianos, aún llama la atención en su nicho universitario, Harvard.
    Hace algunas semanas, conversando con el semanario The Atlantic en Hongkong, calificó positivamente la gestión del secretario del Tesoro, Timothy Geithner, en general mal visto por otros analistas. Este economista multinacional –por el contrario– censura con dureza a Benjamin Bernanke y a su antecesor en la Reserva Federal, Alan Greenspan.
    De paso, opinó sobre la reacción china a la crisis occidental. Entre otras cosas, sugirió que “en verdad, las opciones que afronta Beijing no son tan tantas como las que supone su Gobierno”.
    Los elogios de Roubini a Geithner derivan de un contexto histórico (político, financiero), la serie de cracs iniciada en 2006 y sus nexos con fenómenos anteriores. “La crisis puntocom y sus efectos en el sector tecnológico en 1999-2001 –apunta– quemó más capitalización bursátil que ahora. Durante el pánico de los bonos chatarra (1987), se drenó en pocos días casi 25% del valor accionario en Wall Street”.
    En comparación, “las insolvencias hipotecarias posteriores a 2006 parecen más constreñidas en posibilidades de dañar la economía real. ¿Por qué, entonces, tantas variables andan tan mal?”. A criterio del economista, “la diferencia radica en un factor: deuda versus activos. La descapitalización accionaria es de suyo perjudicial, pero la insolvencia crediticia paralela tiene un efecto multiplicador que castiga a los bancos”.
    En caso de iliquidez, “por cada dólar en capital financiero que una entidad pierde, su contracción crediticia se decuplica. Esto sucedía en el segundo semestre de 2008, cuando los bancos afectados intentaban sobrevivir recortando préstamos, o sea capital operativo, al resto del sistema”. Una clave de esta burbuja especulativa –subraya Roubini– residió en golpear al resto de la economía mucho más de lo implicado por el eufemismo “subprime”(es como calificar de “menos buenas” las hipotecas de peor calidad).
    En realidad, “el colapso alcanzó todo tipo de hipotecas, créditos avalados por propiedades residenciales o comerciales, tarjetas de crédito, financiamiento automotor, etc. Virtualmente diversas clases de préstamos habían pasado las cotas razonables y muchos activos habían llegado a precios astronómicos”. No solo en Estados Unidos, pues proliferaron burbujas en Gran Bretaña, España, Irlanda, Islandia, Alemania, el Báltico y los Balcanes. Los excesos dañaron varias economías pero, curiosamente, no las emergentes fuera de Europa.
    Los ataques de Roubini a Bernanke y Greenspan se vinculan a ese mismo proceso, donde “la Reserva Federal mantuvo tasas referenciales exiguas durante demasiado tiempo, restando importancia a las burbujas que había contribuido a inflar. Se insistía en que era una suave depresión en valores residenciales o en que la crisis estaba contenida en un compartimiento estanco”.


    Timothy Geithner

    Diferencias en la Reserva Federal
    Ambos titulares del banco central “cometieron errores de análisis típicos antes de explotar cualquier burbuja. Bernanke debió haberlos notado. Pero lo sostenía una gama de intereses que tendía a no cortar burbujas especulativas. En vez de operadores sagaces, era una manada de jugadores desorbitados”. Así, al prenderse los ventiladores desde mediados de 2007, “la RF y el Gobierno de George W. Bush (o sea el secretario del Tesoro Henry Paulson, ex Goldman Sachs) fueron tomados de improviso. Marchaban dos etapas tras la curva del desastre. No así Geithner, por lo cual lo rescato”.
    Luego de asumir la presidencia de la Reserva Federal neoyorquina (fines de 2003), sus primeros ocho discursos académicos trataban de riesgos sistémicos, tabú para Greenspan (en 2004 lanzó un “fundamentalismo optimista” compartido por Bernanke). Pero hoy prevalen esos mensajes de Geithner y la autobiografía de Greenspan (2007) está en las mesas de saldos.
    “Las diferencias entre Greenspan-Bernanke no eran de matices, sino de convicciones en cuánto atañe a qué debe hacerse, o no, a la vista de una burbuja en gestación. Por supuesto, al pincharse esa burbuja, economistas y analistas coinciden, tarde, en cómo manejar el problema. Por ejemplo, los bancos centrales rebajan intereses a casi cero e inyectan liquidez, pero ¿no podrían haber frenado el proceso antes del colapso?”. De acuerdo con Roubini, ambos jefes sucesivos de la RF tenían ideas erróneas y creían que, ya en marcha, no debía desinflarse ni contenerse una burbuja. Sin saberlo, adherían al “laissez faire, laissez passer” del siglo 19. Es más, comparten otro argumento: ¿cómo saber si se gesta una burbuja?, ¿cómo pincharla con delicadeza?
    “Los daños generados por estos ciclos de auge y derrumbe –afirma Roubini– son peores a lo imaginado por políticos, medios y operadores. Los promedios bursátiles eventualmente se recobran, aunque les lleve años. Salvo en Tokio, donde los indicadores rozaron 40.000 puntos a fines de los 80 y ahora no suben de 9/10.000”.
    Las burbujas de activos, físicos o no, tienden a ser cada vez más frecuentes, peligrosas, virulentas y costosas. Tras la burbuja inmobiliaria de los 80 sobrevino la crisis de ahorro y préstamo (¡para vivienda!), seguida por la recesión de 1991. La fiebre de papeles tecnológicos de 1997/2000 condujo al desinfle de 2001, Ahora “se destruyeron unos US$ 10 billones en activos inmobiliarios, millones de personas se quedaron sin empleo y EE.UU añade unos US$ 7 billones a la deuda pública. Llegado el momento, ese pasivo exigirá un servicio que puede frenar el crecimiento”.
    ¿Existían alternativas? Sí: los bancos centrales debieron haber adoptado medidas más simétricas respecto de las burbujas, tratando de controlarlas al surgir, no cuando estallan y arrasan mercados. “Geithner –indica Roubini– veía los riesgos, mientras Greenspan y Bernanke mentaban ‘un exceso de ahorro mundial’ como fuente del problema. Al igual que el Banco de Ajustes Internacionales (Basilea), el actual titular del Tesoro observaba excesos y déficit en EE.UU., sugiriendo a la RF sintonía fina al encarar burbujas”.
    Las divergencias sobre manejo de burbujas desbordan el interés histórico, sostiene Roubini, que avizora en el horizonte nuevas crisis. Sin embargo, apoya más de lo esperado la gestión financiera de Barack Obama y su equipo. “A poco de llegar a la Casa Blanca, habían obtenido tres logros: un plan de estímulos por US$ 787.000 millones, un esquema para reducir embargos hipotecarios y un programa para limpiar de activos tóxicos los libros de la banca. En cada caso existen reparos específicos, pero en general se ha procedido bien”.
    Por supuesto, “alguna vez se superará la emergencia. Entonces, los efectos colaterales de gastar sin parar mientes en déficit serán todo un problema. Por ende, quizás haya decisiones de 2009 que serán lamentadas en 2012, pues las mejores políticas suelen deparar consecuencias imprevisibles”. Por ejemplo, Roubini, Paul Krugman (Nobel 2008) y otros temen que muchos bancos sean más débiles de lo estimado y, antes que apuntalarlos, sería mejor estatizarlos. De lo contrario, Washington no encararía el problema adecuadamente, máxime en casos de insolvencia. Si no se hace así ni se monetizan pasivos, habrá lamentos en el futuro”.
    Para este economista, la recesión habrá terminado hacia 2011, no antes. “Los bancos sobrevivientes volverán a dar crédito, empresas y público tornarán a pedirlo y gastar. Será la hora de poner en circulación esa liquidez, pero eludiendo reinflar burbujas inmobiliarias o bursátiles. Eso será muy difícil”.

    Explicación y advertencia

    La recuperación debe ser para todo el mundo

    Joseph Stiglitz, profesor de la Universidad de Columbia y premio Nobel de Economía 2001 por sus aportes a la teoría financiera, da aquí su visión de la crisis económica mundial y su receta para una recuperación que no deje afuera a los países en vías de desarrollo.


    Joseph Stiglitz

    Esta es no solo la peor recesión económica posterior a la Segunda Guerra Mundial, es la primera a escala global en la moderna globalización. En Estados Unidos, los mercados financieros no cumplieron con su deber, que consiste en manejar riesgos y asignar bien el capital y ese error tuvo un impacto mayúsculo en el mundo entero.
    La globalización tampoco funcionó como se suponía. Ayudó a diseminar por todo el mundo las consecuencias de errores cometidos en Estados Unidos. Con la globalización viaja más rápido lo bueno y lo malo.
    Una crisis global necesita una respuesta global. Pero hasta ahora nuestras respuestas buscan apuntalar la economía nacional (estadounidense) con independencia del efecto que puedan tener en las demás. Hasta ahora, la coordinación es insuficiente y los estímulos, pequeños y mal diseñados. Por eso la depresión durará más, la recuperación será más lenta y habrá más víctimas inocentes. Entre esas víctimas hay muchos países en vías de desarrollo –algunos con políticas macroeconómicas y regulatorias mejores que las de Estados Unidos– y algunos países europeos. En Estados Unidos la crisis financiera se transformó en crisis económica; en el mundo en desarrollo la crisis económica está creando una crisis financiera.
    El mundo tiene dos opciones: o mejora el sistema regulatorio global o pierde algunos beneficios de la globalización. Pero continuar con el statu quo ya no es sostenible, demasiados países han pagado un precio demasiado alto. La respuesta del G20 a la crisis económica global, armada en las reuniones de noviembre en Washington y de abril en Londres, fue apenas un comienzo.
    Una reunión de las Naciones Unidas a finales de junio quedó en continuar la discusión para analizar qué salió mal y cómo se puede impedir que vuelva a ocurrir. Pero estas reuniones son complejas. Muchos de los 173 países que no integran el G20 dicen que las decisiones que afectan la vida de sus ciudadanos no deberían ser tomadas por un club auto-elegido que carece de legitimidad política. Por su parte, algunos miembros del G-20 quieren que las cosas sigan como están y dicen que agrandarlo solo serviría para complicar las cosas. Además, no quieren críticas a sus bancos, que jugaron un papel central en la crisis, o a las instituciones económicas internacionales que no solo no pudieron impedir la crisis sino que insistieron en la aplicación de las políticas desregulatorias que tanto contribuyeron a la debacle y a su rápida difusión por el mundo.

    Hace falta mucho más
    En realidad, el G-20 siempre se limitó a dejar que el FMI manejara las crisis en los países subdesarrollados. La comunidad internacional debería advertir que hace falta mucho más de lo que hasta ahora ha hecho el G-20.
    En la comisión de expertos que presido, hemos armado una lista de 10 políticas que deberían implementarse en forma inmediata. En ella figuran fuertes estímulos de los países desarrollados, financiamiento adicional a países en desarrollo, más espacio político para los países del Tercer Mundo, rechazo al proteccionismo, apertura de los mercados centrales a las exportaciones del Tercer Mundo y mejor coordinación de las políticas económicas globales. Además, la comisión recomienda 10 reformas profundas al sistema financiero global.
    Estados Unidos tiene los recursos necesarios para salvar a sus bancos y estimular su economía, pero los países en desarrollo no. Estos últimos fueron importantes motores del crecimiento económico de los últimos años y es injusto ver una robusta recuperación global en la cual ellos no juegan un papel importante. Hay consenso en que todos los países deberían ofrecer fuertes paquetes de estímulos, pero algunos no tienen los recursos para hacerlo. Hay que ayudarlos, pero no con préstamos sino con donaciones.
    En el pasado, el FMI brindó asistencia acompañada de “condiciones”. En muchos casos exigía que los países elevaran las tasas de interés (a veces a niveles muy, muy altos) y redujeran déficit recortando el gasto y o elevando impuestos –exactamente lo opuesto de las políticas que aplicaban Estados Unidos y Europa–. Eso condujo a un debilitamiento de las economías nacionales, cuando el sentido de la ayuda del FMI era fortalecerlas. Aunque es lógico que los que brindan ayuda quieran asegurarse de que su dinero se usa bien, esas condiciones son contraproducentes y hacen que muchos países no quieran pedir ayuda. Entonces, las instituciones internacionales que brindan asistencia deberían prestar sin tal “condicionalidad”.

    Buen régimen regulatorio
    También hace falta cooperación internacional para diseñar un buen régimen regulatorio. Hasta ahora, hay acuerdo internacional sobre 10 puntos: 1) la crisis fue causada por excesos de desregulación y deficiencias en la aplicación de las regulaciones existentes; 2) la autorregulación no alcanza; 3) la regulación es necesaria porque los errores en una gran institución financiera o en el sistema financiero pueden tener “externalidades”, o sea, efectos adversos sobre mucha gente en todo el mundo; 4) hace falta bastante más que transparencia; 5) los incentivos perversos que alentaron riesgos excesivos contribuyeron a las malas prácticas bancarias; 6) las deficiencias en gobernanza empresarial contribuyeron y generaron incentivos defectuosos; 7) esos bancos que eran “demasiado grandes para caer” jugaron a la ruleta: si apostaban y ganaban, se retiraban con las ganancias, pero si perdían, los contribuyentes recogían los platos rotos; 8) si la regulación no comprende a todos por igual, puede haber una “carrera hacia abajo” en la cual los países con regulación laxa compiten para atraer servicios financieros; 9) si esa carrera hacia abajo ocurre, los países deberán tomar medidas para proteger sus economías; 10) la regulación debe comprender a todas las instituciones financieras. Como hemos comprobado, si regulamos el sistema bancario pero no su equivalente “en las sombras”, los negocios migrarán hacia donde haya menos regulación y menos transparencia.
    A pesar de este amplio consenso, el G-20 dijo poco o nada sobre algunos temas clave: ¿qué hacer con los bancos que se han vuelto no solo demasiado grandes para caer sino demasiado grandes para ser reestructurados financieramente? Tampoco hizo las preguntas de respuesta difícil: si protegemos del riesgo de default a los accionistas y bonistas de esos grandes bancos, ¿cómo puede haber disciplina de mercado?, ¿con qué vamos a reemplazar esa disciplina? El G 20 habló de un retorno rápido al “capital privado”, pero ¿qué presagia esto si vuelve el capital privado sin disciplina de mercado?
    Las naciones industrializadas se resisten a admitir que las políticas que impusieron a los países en desarrollo son parte del problema. No extraña entonces que el G 20 no haya propuesto reverlas.
    La crisis económica global puso al descubierto las deficiencias de las instituciones internacionales existentes. El FMI y el Financial Stability Forum, creado luego de la última crisis financiera global en 1997/98, no pudieron impedir la crisis. En algunos casos trabajaron en pro de políticas que ahora se reconocen como las principales causas.
    Si queremos que el sistema económico mundial funcione mejor, debemos tener mejores sistemas de gobernanza económica global. Es importante salir de los acuerdos ad hoc y buscar marcos institucionales más representativos y abarcativos. Necesitamos un consejo coordinador dentro de Naciones Unidas, no solo para coordinar políticas económicas sino para identificar y rectificar baches en la estructura económica global.
    Cuando los países desarrollados luchan por asegurar una rápida recuperación, deben pensar en los efectos de sus acciones sobre los países en desarrollo. Es hora de comenzar a reestructurar nuestro sistema económico y financiero global para que los frutos de la prosperidad sean más ampliamente repartidos. Esa tarea no se logra de la noche a la mañana. Pero es una tarea que debemos comenzar ya.

    (Condensación de un artículo titulado “A Global Recovery for a Global Recession”, publicado por The Nation.

    Riesgos de diagnósticos imprecisos

    Que el remedio no sea peor que la enfermedad

    La recesión global ha herido al capitalismo. Pero la destrucción de riqueza que provocó esta recesión debería mirarse en el contexto de la enorme creación de riqueza y mejoras en el bienestar general de la gente durante los últimos 30 años. No deberían hacerse reformas financieras o de otro tipo a riesgo de destruir el origen de esos avances en prosperidad.


    Gary S. Becker

    Cuando un diagnóstico es demasiado vago, dicen Gary S. Becker y Kevin M. Murphy, la medicina puede hacer más mal que bien.
    Entre 1980 y 2007 el producto bruto mundial creció casi 145%, o sea a razón de 3,4 % al año. La tan mentada avaricia capitalista que motorizó a los empresarios ayudó también a mucha gente a salir de la pobreza, a vivir mejor y más años. 
    Es cierto que hay que incluir las recesiones sufridas a lo largo de esas décadas. Pero aun si las atribuimos totalmente al capitalismo, las pérdidas que generan palidecen en comparación con los inmensos logros de las décadas anteriores.
    Al pensar reformas para evitar contracciones futuras, debemos tener en cuenta esos logros. Los Gobiernos no deberían interferir con los mercados que llevan crecimiento a las economías pobres de África, Asia y otros lugares que han tenido una limitada participación en la economía global. Las nuevas políticas económicas que tratan de acelerar la recuperación deberían seguir el máximo mandamiento de la medicina: no hacer daño. Y sin embargo, con muchas de las intervenciones que se proponen, sería peor el remedio que la enfermedad. 
    Las reacciones de los Gobiernos han demostrado que las intervenciones destinadas a ayudar pueden exacerbar el problema. Hemos tenido políticos con las mejores aptitudes, pero hemos saltado de error en error desde agosto 2007.
    Las políticas de los Gobiernos de Bush y Obama violan el principio de “no hacer daño”. Las intervenciones de la Tesorería en los mercados financieros aumentaron la incertidumbre y demoraron la respuesta del mercado que ayudaría a estabilizar y recapitalizar el sistema. El Gobierno revocó contratos y premió a muchos de quienes contribuyeron a crear el problema.
    Estos problemas son sintomáticos de tres fallas básicas en el actual método para superar la crisis. Son un diagnóstico demasiado amplio del problema, creen equivocadamente que las fallas del mercado se superan con soluciones del gobierno y no ven los costos a largo plazo de las acciones actuales. 
    El apuro por “resolver” la crisis abrió varios frentes en la acción del Gobierno, muchos de los cuales tienen poco o nada que ver con ella o sus causas. Ejemplo: Obama quiere cambiar la política laboral para fomentar la sindicalización y centralizar la negociación salarial. Pero la relativa libertad del mercado laboral nada contribuyó a la crisis.
    La gente que cometió errores perdió, y mucho. Las instituciones que concedieron préstamos malos mermaron su riqueza; los inversores que las financiaron sin el debido control también perdieron mucha plata. La gente que gastó más de lo que ganaba también se vio afectada.
    De modo que todos los responsables tienen fuertes incentivos para corregir sus errores. En este sentido, muchas acciones del Gobierno fueron contraproducentes, pues protegieron a los responsables de las consecuencias de sus acciones impidiendo ajustes en el sector privado.
    El argumento sobre insuficiente regulación tampoco convence. Los bancos comerciales fueron más regulados que muchas otras instituciones financieras, y sin embargo no se comportaron mejor que los demás.
    No obstante, una recesión es solo una pausa en el progreso si no se tocan los motores del crecimiento. La incertidumbre sobre el alcance de la regulación puede tener una consecuencia no buscada: la de hacer más riesgosas las inversiones.

    Condensación de un artículo originalmente publicado por Gary S. Becker y Kevin M. Murphy en la revista de Hoover Institution/Stanford University.

    La frágil memoria

    La crisis sistémica como un rasgo de ignorancia

    Desconocer la historia financiera “puede ser causa misma de crisis. Por eso es que quien la ignora tropezará varias veces con las mismas piedras”. Sin duda, el auge de la econometría cuantitativa y los modelos por demás matemáticos refleja una declinación en los estudios históricos.


    Niall Ferguson

    Niall Ferguson, profesor de Historia y analista escocés, prolífico ensayista, adquirió ahora mayor repercusión intelectual por su libro The Ascent of Money. En sí, es una historia del dinero, como las de Kenneth Galibraith o Charles Kindleberger, pero centrada en las turbulencias posteriores a 2007.
    A criterio del economista, en una conversación con New Statesman, bien mirada, “es la venganza de lo sistémico sobre las ecuaciones. Hace 10 años, dedicaba tiempo a analizar el colapso en 1998 de Long-Term Capital Management, un fondo que especulaba con derivados. Tiempo después, advertí que ese episodio estaba anticipando la crisis iniciada en 2007”.
    Ya antes de publicar el libro, Ferguson sospechaba que las nuevas turbulencias repetían, corregido y aumentado, el caso LTCM. Pero, esta vez, “no fue obra de un fondo gigantesco, sino de grandes bancos. Cabe recordar, empero, que varias entidades financieras importantes habían colocado recursos en LTCM. Algunas reaparecen un decenio después, con una diferencia: entonces, debieron rescatar al sistema y, hoy, este las rescata a ellas”.
    Sería difícil encontrar un mejor ejemplo de no haber aprendido de la historia. Con un intervalo de solo 11 años, casi los mismos individuos afrontaron similares dificultades en movimientos de precios destruyendo estrategias de diversificación. Por encima de todo, “hubo excesos de apalancamiento. LTCM dio la pauta, generando dólares virtuales con escaso sostén en activos reales. Desde 2007, esas mismas tácticas fueron adoptabas por bancas de inversión –luego barridas– y banco comerciales”.
    Por ende, “parte del problema reside en la corta memoria de mucha gente”. En realidad, si no se enseña en instituciones superiores historia financiera, las personas acabarán recurriendo a sus propias experiencias. Así, “los modelos para gestión de riesgos acaban substituyendo el conocimiento de la historia reduciéndolo a datos que cubren no más de tres años”.
    Pero ese lapso resulta exiguo en términos históricos. “Si, por ejemplo, se hubiese trabajado con un trienio de datos en 2007, el modelo no habría detectado riesgo alguno. Por ende, el mundo era seguro –ironiza Ferguson–, todos continuarían haciendo dinero indefinidamente y jamás habría una recesión (como la desatada en diciembre de ese año). Nadie verificaría datos, nadie recordaría 1973, 1987 ni, mucho menos, 1933”.
    No pasaba nada pero ¿y el papel de China? “Habría sido difícil generar una burbuja financiera o hipotecaria sin disponer del ahorro público en Asia oriental, reciclado en la economía estadounidense vía masiva compra de letras federales”. Este componente plantea una duda: ¿los Gobiernos centrales aprenderán la lección?
    Ferguson es escéptico. Teme que estén sobreactuando las respuestas monetaria y fiscal, “creyendo hallarse ante la gran depresión de los 30, cuando en realidad esta recesión es menos marcada. Esto puede llevar a la inflación de los años 70”.
    Este economista no niega la influencia del conductismo en sus planteos sobre inestabilidad de los sistemas financieros. “Aportar psicología conductista al pensamiento económico ha sido una ventaja clave en esta crisis sistémica. Lo relevante de esa concepción es que ayuda a detectar muy buenas razones que explican por qué la gente oscila de la codicia al miedo. Al no ser máquinas de calcular, los individuos actúan como jugadores desorientados”.
    Según lo ve Ferguson, “esta crisis refuta definitivamente la idea de los mercados eficientes. Pero esa tesis en verdad funciona en nueve de cada 10 casos. Solo que, cuando no lo hace, todo se derrumba. Hasta cierto punto, parece que se opera dentro de una curva de campana; después el modelo cae y lo que debiera suceder en 1.000 años acaece cada 50”.

    Contra la amnesia pública

    Moral, mercado, abusos y debate para progresistas

    “Recesión, crisis sistémica y ocho años de excesos en aras del libre mercado posibilitan iniciar una guerra cultural en Estados Unidos. El crac, Bernard Madoff y los derivativos provienen de operadores capaces de infringir severos daños”.


    Bernard Madoff

    Así resume un comentario editorial en Democracy, revista afín al actual oficialismo estadounidense. Su base argumental es clara: Wall Street tuvo una edad de oro que acabó en bancarrota. Pero lo fundamenal ha sido “la gama de contravalores que infectó la sociedad e hizo que la gente gastase desordenadamente y asumiera demasiados riesgos, sin comprenderlos bien”.
    Pero una larga historia sugiere que “las dudas del público sobre la economía del laissez faire quizá no duren mucho. Los años 80 fomentaron codicia, estafas, escándalos e inequidad social, que culminaron con bonos chatarra (1987), la recesión de 1990/1 y cientos de miles de millones de dólares en rescatar –con dinero del contribuyente– el sistema de ahorro y préstamo para la vivienda. No obstante, pocos años después la economía rebotaba y se olvidaban las propuestas regulatorias”.
    Un decenio más tarde sucedió algo similar. Desde 2002 a 2004, los colapsos fraudulentos de Enron, WorldCom, el grupo Rigas y otros golpearon el mundo de los negocios y el Dow Jones se desplomó 38% desde los máximos de 2000, frutos de la burbuja puntocom iniciada en 1997 (mientras desde el sudeste asiático se desencadenaba una crisis semiglobal). Según encuestas hechas en 2001/3, 40% de los estadounidenses creía que grandes empresas y entidades financieras constituían la peor amenaza para el país. No ocurría desde principios de los años 60. Pero, ya en 2004, el DJ 30 repuntaba a más de 10.000 y la proporción de quienes censuraban al sector privado cedía a 27%; en tanto, la campaña electoral ni tocaba el asunto.
    Sin duda, apunta Democracy, la actual crisis sistémica y la recesión “son mucho más intensas y persistentes. No hay memoria de una consiguiente irritación parecida contra la especulación bursátil, la banca y los negocios financieros. No obstante, suponiendo que la economía estadounidense no acabe en una depresión como la de 1933/7, la amnesia histórica podría repetirse. Hoy, prevalecen los políticos que encarnan iras populares. Dentro de un año, si la bolsa resurge en serio y junto con el empleo, esas trompetas apocalípticas podrán silenciarse”.
    Los precedentes al respecto “debieran pesar fuerte en Barack Obama y su equipo. Al fin y a cabo, revertir casi 40 años de laissez faire y monetarismo neoclásico no es cosa de corto plazo, viable mediante una serie de leyes urgentes. La tarea pone ya al presidente contra poderosos intereses creados, no solo en Washington, como les sucediera a Franklin D. Roosevelt en lo económico o a John F. Kennedy en lo social. Esa lucha no llegará lejos si retorna la amnesia pública sobre los excesos de las finanzas salvajes”.
    La clave para Obama y los progresistas –recordando que su equipo incluye inexplicables conservadores tipo Benjamin Bernanke o Leon Panetta- reside en mantener continuos ataques sobre los excesos especulativos del mercado libre. Es preciso impedir que estafas como la de Madoff (US$ 65.000 millones, el mayor monto nominal de la historia, o remuneraciones tan escandalosas y rescates como el de American International Group (US$ 170.000 millones) caigan en el olvido. Igual que una masa de derivados superior a US$ 600 billones.
    “Todo ello exige dejar atrás la vieja cartilla del partido Demócrata y ofrecer algo muy distinto. A saber, una descripción de las corruptas éticas y morales del capitalismo estadounidense contemporáneo, más un programa para frenarlo y, eventualmente, desarmarlo como instrumento político y aparato de cabildeo”.
    Además de creciente inequidad social e inseguridad laboral, las políticas de laissez faire han producido ponzoña como codicia irrefrenable, fraude, deshonestidad, falta de confianza y un vacío ético sin límites. “Examinar esos factores –afirma Democracy– puede ayudar no solo a sostener el impulso reformador cuando vuelvan tiempos mejores sino, también, develar explicaciones sobre por qué el tejido moral de EE.UU. se ha deshecho”.

    Nueva guerra cultural
    En verdad, el pesimismo acerca de los valores existe desde hace decenios. Desde principios de los años 70, las encuestas han venido demostrando, sin pausa, que una considerable mayoría en ambos partidos está insatisfecha con el estado de la moral o la ética comunes. Este sesgo se intensificó bajo George W. Bush, Presidente, y Richard Cheney, poder tras el trono.
    Una encuesta (mayo de 2008), “reveló que 81% de los consultados detectaban severos síntomas negativos en materia de valores sociales, contra 66% en 2002. Tal desaliento moral ya se había manifestado en una compulsa anterior, realizada por Harris Interactive, donde dos tercios del público marcó como valores preferidos la honestidad, la integridad, la familia, la ética y las cosas bien hechas. Nada de eso exhibía un Gobierno que había mentido descaradamente antes de invadir Irak y luego llegó a la tortura”.
    Pese a las obsesiones de la “nueva derecha” (aborto, fundamentalismo, antidarwinismo, drogas, defensa de civiles armados), el país era bombardeado por noticias sobre fraudes, estafas, engaños, uso de datos internos en especulaciones o políticos corruptos, casi todos republicanos. Por eso casi nadie se mosqueó al saber que Madoff no estaba solo o que una justicia formalista o amiga de los amigos le imponía una pena incumplible (150 años, o sea nada).
    Sin embargo tal proliferación de pésimas conductas “hace sospechar –opina la revista– que la guerra moral de hoy no es entre tradicionalistas y modernos ni entre creyentes y laicos, como insiste la nueva derecha. En realidad, la batalla es contra una lógica amoral, sin escrúpulos, orientada al propio interés y la ganancia fácil. Sus presupuestos básicos se han tornado dominantes en un contexto global, al menos en las economías centrales”.
    A medida como los mercados se interconectan, vacilan la integridad, la empatía y las obligaciones sociales. La dicotomía entre valores humanos y financieros constituye el campo de la nueva pero también vieja guerra moral en occidente. Desde Adam Smith y David Ricardo, los economistas sociales sostienen que la obsesión por la ganancia perjudica los valores comunes. El paso del tiempo no ayudó. Ya en los años 80 del siglo 20, “el capitalismo estadounidense llevó a la hegemonía del laissez faire” (era la “revolución conservadora” bajo Ronald Reagan).
    Sus costos éticos y morales hicieron crisis al imponerse tres factores del ofertismo reaganiano: alta inequidad social, creciente inseguridad financiera y endebles regulaciones en materia económica. El primer componente premiaba a los ejecutivos triunfadores, aunque fuesen deshonestos o incapaces de gestionar riesgos correctamente.
    Sin duda, “esa proclividad a jugar hasta el límite con dinero ajeno caracterizaba la burbuja hipotecaria, su colapso y la que –ahora– ciertos bancos quieren reinflar. También está el caso de Angelo Mozillo, fundador y jefe de la inmobiliaria Contrywide Financial, que cobró US$ 470 millones en sueldos y bonificaciones durante 2001-7. Fue un récord. Una de sus causas, según varios fiscales, fueron prácticas crediticias engañosas, algo habitual en Wall Street. Por eso, Richard Fuld, ganó US$ 355 millones en 2002-7, antes de hundir Lehman Brothers en 2008, y Joseph Cassano percibió US$ 315 millones como operador de derivados para Goldman Sachs y AIG en Londres. Los tres y otros más ocuparon la tapa de Forbes.
    Pero existen matices. En general, “los críticos progresistas –explica Democracy– tienden a demonizar ejecutivos, banqueros u operadores que orquestan desastres financieros. Sin embargo, fijándose mejor y excluyendo extremos como Madoff o Mozillo, el problema es el contexto, no personajes mayormente ordinarios, inclusive mediocres, de pronto expuestos a tentaciones extraordinarias”.

    Elogio de la mala gestión

    El dilema del riesgo moral o cuando se premia el fracaso

    Washington derramó más de un billón (millón de millones) de dólares en el sistema bancario y sus turbulencias parecen ir acabando. Pero varios expertos de Wharton temen futuros riesgos morales, o sea nuevas formas de correr riesgos absurdos.

    No todos creen que ese peligro pueda renacer. Esto pone en evidencia un debate entre especialistas –no funcionarios ni banqueros– sobre los motivos reales de la crisis financiera y cómo se moverán los jugadores en un tablero cuyas piezas aún no se despliegan. Por ejemplo, varios docentes en esa escuela de negocios advierten que las respuestas del Gobierno federal (y algunos de la Unión Europea) llevarán a nuevos problemas.
    “Hemos generado amplios riesgos morales ahorrándoles a los acreedores las consecuencias de sus propios errores”, sostiene Richard Herring (cátedra de Finanzas). “Bonistas y otros que prestaron altas sumas a instituciones del sistema no han sido obligados a compartir los enormes quebrantos sufridos por accionistas e inversores”.
    Con la excepción de Bear Stearns, Lehman Brothers, Washington Mutual o Countrywide Financial, “se eludió hacer pagar a sus acreedores por esas pérdidas. O sea, se premiaron el fracaso y la mala gestión”. Su colega Franklin Allen es más crítico: “muchos banqueros y operadores seguirán creyendo que, en caso de correr riesgos e irles mal, el Estado los rescatará si sus firmas son grandes. Mejor habría sido estatizar temporariamente determinados acreedores, limpiarlos de activos tóxicos y reprivatizarlos una vez saneados”.
    Un tercer analista, Jeremy Siegel, piensa en cambio que la crisis “ha terminado con prácticas financieras azarosas durante largo tiempo. No diría que, en 15 ó 20 años, no se desencadene otra ola de exuberancia irracional. Pero no la espero en el corto ni mediano plazo”. En verdad, muchos instrumentos y prácticas determinantes de esta crisis han desaparecido de escena. El mercado de malas hipotecas (llamarlas “subprime” es un eufemismo cruel) se agotó, pese a bancos que ahora buscan revivirlo. La astringencia crediticia impide excesos inversores. La plaza para paquetes de bonos atados a esas hipotecas y otros tipos de deuda titulizada se ha esfumado. Altos ejecutivos en entidades causantes del desastre se quedaron en la calle y han perdido fortunas personales amasadas con opciones y acciones de sus propias firmas.
    De hecho, “hoy no existe bastante toma de riesgos, morales o no. A empresas e individuos les cuesta obtener fondos, aun si tienen perspectivas razonables de repagar. Las dos principales fuentes de capital para financiar negocios son bonistas y accionistas. Ambos grupos –afirma Siegel– se han puesto en extremo cuidadosos con el destino de su dinero y exigen mejor gestión de riesgos”.

    Burbujas pretéritas
    Dados esos cambios, podría argüirse que los mercados especulativos se han corregido por sí mismos y los grandes apostadores están escaldados. Pero un grupo de universitarios se siente asediado por los espectros de burbujas y manías pasadas. Entre ellas, el colapso de la fiebre puntocom en 2000/1. Una y otra vez, especuladores e inversores han mostrado notable facilidad de olvidar malas lecciones.
    Parte del motivo, señala Marshall Blume en Knowledge@Wharton, es que “mucha gente que inicia olas y manías ludópatas toma suculentas ganancias a tiempo y deja pagar el pato al resto. Por lo mismo, quienes inflan burbujas a menudo ya no viven o están jubilados al momento de recrearse condiciones para otra manía. Mientras prime el deseo humano de hacerse ricos rápido, habrá quienes apuesten todo a ganancias de corto plazo.
    Aparte de suponer que, esta vez, el costo ha sido severo, Siegel afirma que “la presente crisis no fue causada realmente por mala gestión de riesgos morales, lo cual exige que se hayan tomado conscientemente. En esta oportunidad, a diferencia de 1987, 1987/8 ó 2000/1, los especuladores ignoraban hasta dónde sus tenencias eran endebles. Muchos apostadores –inclusive quienes emitían o tomaban hipotecas y paquetes tóxicos creían que el mercado era seguro”. Después de todo, las agencias calificadoras les otorgaban hasta AAA. Ello reflejaba errores en modelos de valuación apoyando en escasos antecedentes y una masa de analistas persuadidos –otro error– de que un derrumbe general de precios inmobiliarios en Estados Unidos era virtualmente imposible. ¿Por qué? Porque jamás había sucedido antes…
    No obstante, los grandes operadores tienen sus culpas en este desmadre; Siegel reprocha al management “por no percibir los verdaderos riesgos de aquellos paquetes tóxicos y creer a pie juntillas en AAA o grados similares otorgados por Standard & Poor’s, Moody’s Investors Service y Fitch Ratings”. Otros señalan que, al rescatar entidades de otro modo destinadas al colapso, el Gobierno alienta riesgos futuros. Salvamentos como American International Group, Merrill Lynch, Citigroup, Fannie Mae, Freddy Mac y otros son un posible legado fatal del programa pro alivio de activos tóxicos (TARP, US$ 700.000 millones).
    Por consiguiente, “la banca cree hoy que será rescatada de desastres venideros con fondos del contribuyente. Ocurre que los ensayos de resistencia no han dejado en claro cuáles instituciones se consideran demasiado grandes para dejarlas caer”, apunta Richard Marston. “Pero se sabe que, en las entidades acreedoras, los ejecutivos siguen en sus puestos y los bonistas salen bien parados. Por el contrario, los accionistas pierden y la diferencia explica que jugar alegremente con riesgos ajenos no es tan malo para algunos”.

    Tiempo de reformas
    En junio, Barack Obama elevó al Congreso 90 carillas de reformas destinadas al sistema financiero. Incluyen mayor supervisión de riesgos sobre bancos lo bastante grandes para amenazar el sector. También se prevé replantear los requerimientos de encaje (capital inmovilizado en la Reserva Federal).
    Las propuestas, además, otorgan al Estado nuevas facultades para intervenir o desmantelar instituciones que se vengan abajo. Mientras tanto, el Gobierno dispondrá que los reguladores establezcan nuevas escalas de remuneración a ejecutivos en todo nivel. La idea es no fomentar riesgos de corto plazo, vía bonificaciones de quienes los asumen para presentar buenos resultados.
    “Con pautas de este tipo, Lehman Brothers o AIG habrían sido liquidados en orden, sin perturbar el mercado”, subraya Blume. Sin embargo, el experto no descarta que “una reforma centrada en evitar problemas a grandes bancos genere una red de salvamento implícita. Eso podrá fomentar la toma de excesivos riesgos por parte de los managers y otorgará ventajas competitivas en desmedro de entidades más pequeñas. Esto no sería correcto”.
    También Herring se declara preocupado, pues el proyecto de reformas sacraliza el concepto de demasiado grande para caer. “Los bancos nunca son demasiado voluminosos, complejos o entrelazados para venirse abajo. Punto”. Sea como fuere, hasta que el proyecto Obama sea convertido en ley, no quedará claro si la futura supervisión bastará para prevenir abusos en materia de riesgos morales. Según Marston, “veamos antes cómo el esquema se traduce en medidas concretas. Pero cabe recordar que los banqueros son gente demasiado astuta e innovadora para mantenerla a la defensiva”.

    El gran debate

    Siga o no la recesión, el capitalismo debe cambiar

    Hace apenas unos 15 meses, Estados Unidos parecía la sola víctima de una burbuja inmobiliaria pinchada y su consiguiente crisis financiera. Después, el desastre fue alcanzando los países europeos. En cuanto a Japón, vivía su propia recesión… desde 1991.

    En suma, este año y por vez primera en 60, las economías centrales se contraerán en términos de producto bruto interno. En algunos sentidos, la crisis es internacional pero ¿existen remedios en esa escala? Economistas como Joseph Stiglitz (Nobel 2001) o Paul Krugman (2008) abrigan serias dudas.
    El primer problema –sostiene David Moberg, editor de In These Times, cuyo ensayo se condensa aquí– consiste en frenar la espiral descendente y reimpulsar las economías occidentales golpeadas. Durante colapsos como el de bienes raíces japoneses (1991, aun no resuelto en otros planos) o la crisis cambiaria iniciada en el sudeste asiático (1997/8, que golpe a Rusia, Turquía, Argentina, etc.), el crecimiento de Occidente permitió una recuperación bastante veloz.
    Pero, en esta emergencia, la difusión de derivativos –y sus contratos derivados, surgidos en 1971 al desaparecer la convertibilidad oro/ dólar– y una extrema desregulación (países periféricos en los 90, luego Gran Bretaña, Irlanda, Islandia, Europa oriental) expuso a ahorristas, inversores y bancos a riesgos sistémicos graves. Según el Banco Asiático de Desarrollo, por ejemplo, la contracción de activos financieros globales llegó a US$ 50 billones en 2008, vale decir el PB mundial del mismo año. Con menos riqueza y el crédito congelado, los gastos personales o empresarios se redujeron, la gente perdió empleo y los Gobiernos recaudaron menos.
    Si bien la banca en casi toda Asia había eludido los inescrutables instrumentos especulativos creados por la codicia anglosajona –como los pases de créditos insolventes–, sus economías dependen bastante de exportaciones a Occidente. Los bancos centrales de China, Japón, Surcorea y Formosa financiaban (financian) la economía estadounidense, adicta al endeudamiento por falta de ahorro interno, como modo de protegerse de una crisis monetaria como la de 1997/8 o de sostener estrategias orientadas a la exportación.

    Estímulos insuficientes
    Tasas referenciales cerca de cero en EE.UU., gente demasiado pobre o endeudada para seguir gastando alegremente y baja demanda internacional (los vaivenes de materias primas solo reflejan sus propios mercados especulativos) hacen una combinación letal. Los Gobiernos deben pues fomentar déficit para financiar proyectos, generar trabajo y permitir que la población vuelva a comprar.
    Por eso, Washington, apoyado por el sindicalismo mundial, ha pedido al grupo de los 20 elevar gastos y déficit. Cuanto más coordinada sea la respuesta, mayores serán los estímulos en juego y menor peligro habrá de recaer en soluciones nacionales o estrategias excluyentes. Por ejemplo, el “grupo de dos” conformado a fin de julio por China y EE.UU.
    A la sazón, el Fondo Monetario Internacional ha propuesto a los países miembros destinar 2% de cada PBI a planes de estímulo. Pero, hasta mediados de año, las economías prósperas han asignado en promedio apenas 1,3%, menos que las emergentes, señala un estudio de la Organización Internacional del Trabajo. Otra fuente indica que EE.UU. aportará 2,7%, China 3,6% y Japón 2%, pero los 13 socios mayores de la Unión Europea no pasarán de 0,8%. O sea, casi nada.
    Muchos países necesitan asistencia externa y Barack Obama conminó a triplicar el capital del FMI. Sin embargo, su burocracia técnica (dominada por asiáticos y latinoamericanos) insiste en imponer condiciones que actúan como contraestímulos. Entre ellas, recortes presupuestarios y salariales, despidos, menor gasto social y alza de tasas, similares a las que desataron la violencia en Indonesia (1997/ 2000). El organismo debe cambiar sus políticas, desprenderse de equipos vinculados a la gran banca privada y dar mayor injerencia a miembros en desarrollo comercial. Lo mismo vale para un Banco Mundial de escasa presencia.

    Modelo para tirar
    Nada funcionará bien en tanto el sector financiero estadounidense no se ponga en orden. El plan de subsidios fiscales de Timothy Geithner (secretario del Tesoro), orientado a promover inversión privada en activos tóxicos “es una gran desilusión”, ha dicho Krugman. “Si efectivamente funcionase, lo haría con lentitud, sin transparencia, expuesto a abusos y podría resultarles a los contribuyentes más caro que estatizar bancos insolventes”.
    No obstante, aun si estímulos más consistentes y banca saneada sacasen al mundo de esta depresión anímica, la crisis ya cumplió su obra. Así, demostró que el modelo anglosajón de capitalismo (con respaldo del monetarismo neoclásico de Milton Friedman) está agotado. Lo admiten hasta sus defensores, salvo los más viejos o fanáticos.
    “Se vino abajo otro dios trivial”, sostiene nadie menos que Financial Times, aludiendo al neoconservadurismo basado en mercado sin contralor, promovido denodadamente por Margaret Thatcher y Ronald Reagan en los años 80. Ahora, alguien como Jack Welch (ex presidente ejecutivo de General Electric) reniega de una frase suya –“las empresas deben dedicarse promover dividendos para los accionistas”– y la califica como “la idea más idiota del mundo”.
    El sistema capitalista anglosajón –que incluía a los holandeses– partía de una falacia: “los mercados libres son siempre eficientes y racionales” (Friedman, Robert Lucas). Este mito se hizo trizas junto con las economías que mandó a pique.

    Neokeynesianismo verde
    Aparte de detener una licuación mayor de activos, el mundo (no solo el grupo de los 20) deberá replantear el capitalismo y sus variantes más retrógradas. A diferencia de los años 30, cuando existían alternativas socialistas, comunistas o macrocíclicas, en la actualidad faltan opciones ideológicamente tan fuertes. El negocio financiero ha ido eliminando debates y cooptando académicos.
    A la izquierda, surge empero una especie de “neokeynesianismo verde”. Como las propuestas del inglés John Maynard lord Keynes (1883-1946) o del Nobel 1982 John Tobin (1910-2000), la nueva iniciativa requiere mayor regulación –y tributación– internacionales sobre operaciones financieras, severo control de multinacionales y un desarrollo ambientalmente equilibrado, incluyendo derechos laborales.
    Esta clase de propuestas abarca coordinación global entre estrategias nacionales o regionales. Los acuerdos de Bretton Woods (1944), obra de Keynes luego tergiversada por la escuela de Chicago, produjeron casi 30 años de crecimiento socioeconómico. Esto acabó cuando, en enero de 1971, EE.UU, abandona la convertibilidad oro-dólar y cede ante las presiones para desregular los mercados financieros, bursátiles y de productos primarios. Poco después, estallan dos crisis petroleras (1973/4, 1979/81), pero casi nadie las asocia al mito globalizador anglosajón.
    El modelo se cayó y debieran darse tres pasos para reconstruir el mundo: regular en serio los mercados financieros, corregir desequilibrios (económicos, sociales, ambientales) y armonizar políticas macro. En 2008 y 2009, varias cumbres del G-20 subrayaron la necesidad de un nuevo marco mundial. Pero las agendas, motivadas en parte por el enojo europeo ante las fallas regulatorias estadounidenses, resultaban estrechas y se centraban en “bêtes noires” legítimas, pero no en lo inmediato. En este plano, urge disciplinar paraísos fiscales, derivados y fondos especulativos.
    Timothy Geithner, por ejemplo, esbozó un plan para reducir riesgos sistémicos. Pero sus normas parecen preservar y proteger el actual sistema, no transformarlo. En otro rincón, Stiglitz (comisión de la ONU para reforma financiera) y Krugman proponen un programa más ambicioso. Sugieren, por ende, que quienes han contaminado el sistema paguen por su limpieza o se creen mecanismos para liquidar bancos antes de que se hipertrofien.
    Sin duda, ese tipo de esquemas será arduo de aplicar mundialmente. Un hombre de Harvard, Daniel Rodrik, estima factible combinar una modesta regulación global con legislaciones locales enérgicas. Los países grandes no cederían soberanía. Cualquier omnirregulador podría equivocarse tanto como vino haciéndolo desde 1971.

    Efectos de la crisis y la recesión

    ¿El fin del machismo en las economías centrales?

    Desde el neolítico, hace milenios, los hombres han manejado el planeta. Pero hoy, sostiene Foreign Policy, una gran recesión podría cambiar radicalmente las cosas. Al menos, en lo que solía conocerse como “primer mundo”.


    Dalia Grybauskaite

    En verdad, durante años viene operándose un profundo desplazamiento de poder social y político de lo masculino a lo femenino. Ahora, la “megarrecesión” iniciada en diciembre de 2007, el proceso puede mutar en algo más veloz, quizás hasta revolucionario, en Occidente. Al respecto, cabe considerar el desigual efecto de la crisis sistémica en los hombres y un fenómeno que la blogósfera –el universo de las bitácoras en la Web– llama “desmachización”.
    Desde noviembre, más de 80% de los despidos en Estados Unidos recaen en hombres, según la oficina federal de estadística laboral (BLS en inglés). Parecida situación se vive en Europa occidental. Así, ambas regiones han dejado sin trabajo a unos siete millones en 19 meses. Sectores tradicionalmente masculinos –construcción, minería, industrias pesadas– declinan a mayor ritmo que los femeninos, como en la administración pública, salud, educación, etc. En suma, a fines de 2009 la recesión en los países centrales (que no es global, para alivio de los hombres en Rusia, Latinoamérica, Levante o Asia oriental) habrá dejado en la calle unos 28 millones de caballeros.
    Por supuesto, el machismo es un estado mental, no un asunto de empleo. A medida como la “machorretirada” golpea, ellos se encuentran peor preparados para afrontar los problemas psíquicos asociados al desempleo estructural. De acuerdo con el boletín estadounidense de salud pública, “las presiones económicas de la desocupación afectan mucho más el equilibrio de los hombres que el de mujeres”.
    Esta situación endémica tiende a ingresar en el campo del poder social o político, como lo evidencian recientes elecciones, por ejemplo en Islandia o Lituania. En la primera, un descalabro económico y financiero hizo que los votantes adoptaran una actitud rupturista, única en el mundo: desplazaron la élite machista por una primera ministra lesbiana confesa. “Fue la respuesta justa a un sector financiero llevado al colapso por hombres”, sostiene Halla Tomasdottir, directora de un banco. “La inmensa mayoría fálica va a las mismas escuelas, maneja los mismos coches, viste y se comporta igual. Ellos nos hundieron en un desastre”, afirma Dalia Grybauskaite, economista y flamante presidente de su país.
    Estas reacciones tienden a ser emuladas. Más gente descubre los comportamientos agresivos y proclives a riesgos desmedidos que permitieron a los hombres abroquelarse en posiciones dominantes. Desde allí fomentaban un culto machista al cabo deletéreo e insostenible en las sociedades avanzadas. Por cierto, cabe reconocer que el legado más duradero de la “megarrecesión” será el fin del machismo. La alternativa que ellos adopten –asimilar o rechazar este cambio histórico– tendrá efectos de largo alcance.
    Durante años, viene operándose algo señalado en 2001 por dos economistas adeptos al conductismo, una escuela no libre de críticos. Braddock Barber y Terrence Odean advirtieron que, de todos los factores afines a la excesiva fe en los mercados especulativos, uno muy obvio es poseer un cromosoma Y, es decir ser de sexo masculino (rasgo antes señalado en la película “Wall Street”).
    La burbuja inmobiliaria –2005 en adelante– es buen ejemplo pues, en el universo conductista, oculta un intento de disimular la decadencia del empleo industrial. En EE.UU., el auge de la construcción residencial multiplicaba puestos relativamente bien pagados para hombres poco especializados: 97,5% de esa fuerza ganaba US$ 720 por semana. En tanto, los puestos laborales en sectores dominados por mujeres no subían de US$ 510 (salud) o 690 (comercio minorista).

    La burbuja machista
    Entonces, la burbuja inmobiliaria y sus malas hipotecas generaron casi tres millones de empleos en la construcción, de otro modo no factibles. Mientras tanto, otras áreas masculinas (materiales,