En las actuales condiciones,

    Juan
    Pablo II será recordado porque vivió una época de
    transformaciones geopolíticas, no causadas pero sí secundadas
    por el Vaticano. Incluso la licuación de la Unión Soviética.
    El mundo cambiaba, sí, pero no la doctrina y las posturas de la
    Iglesia Católica
    Romana (tampoco las de su contraparte de rito griego).
    Karol Wojtyla fue inflexible en materia de celibato –un invento del
    siglo VII–, sexo, eutanasia, derechos femeninos, control de la natalidad,
    etc. Gobernó con cetro de hierro y centralizó el poder como
    no se veía desde el concilio de Trento (1545-62). Pero dejó
    una herencia a Josef Ratzinger.
    El cardenal bávaro tiene parte de la responsabilidad: fue mentor
    y guía del entonces papa, pues Juan Pablo II no era fuerte en sutilezas
    teológicas.Ahora, Benedicto o Benito XVI, electo por cardenales
    que él o Wojtyla habían erigido –Ratzinger era su decano–,
    no parece dispuesto a cambiar casi nada.Mucho menos, volver al Concilio
    Vaticano II, donde él participó cuando era progresista.
    Al margen del nuevo pontífice,un hombre sin tacha, la imagen de
    la iglesia se ha deteriorado por hechos que derivan de su sesgo tan conservador.Algunos,por
    ejemplo, atribuyen la ola de paidofilia clerical en Estados Unidos y otros
    países occidentales al celibato obligatorio (para no mentar la
    homosexualidad). También sostienen que la prédica contra
    preservativos contribuye a diseminar el sida.
    Probablemente, se haya optado por un papa europeo para frenar la declinación
    de vocaciones y prácticas católicas. Pero Juan Pablo II,
    pese a su enorme popularidad, no pudo revertir esa tendencia en su Polonia
    nativa. Parece difícil que un sucesor aún más ortodoxo
    tenga éxito en la Europa laica, liberal y, a menudo, anticlerical.

    Señales inflexibles
    En su primer acto político, Ratzinger confirmó el gabinete
    legado por su antecesor. Pero, antes de ser electo, fue más allá
    de Wojtyla y criticó duramente “la creación de sectas
    evangélicas que llevan a los cristianos al error”
    . Teológicamente
    tenía razón, pero ¿cómo puede fomentar la
    unión una figura tan intolerante? Por otra parte, muchos
    se preguntan cuánto tiempo reinará este pontífice.
    Juan Pablo II tenía apenas 58 años al ser elegido en 1978,
    su salud era sólida, pudo viajar tan excesivamente como lo hizo
    y desempeñar uno de los papados más largos de la historia.
    Con 78 años, Benedicto es el papa más viejo electo desde
    el siglo XVIII y su salud es endeble.
    La llamativa celeridad en nombrar sucesor “parecía anuncio
    de un futuro tormentoso para la iglesia”
    , señalaba el
    agnóstico The Economist, cuya única deidad es una simbiosis
    de banca y ortodoxa monetaria.“La gente percibe que las cosas
    cambiarán mucho en las próximas décadas. Aparte,
    Wojtyla le deja a Ratzinger una organización muy necesitada de
    una reforma en materia de management y gestión financiera”
    .

    ¡Por dios!, ¿dónde hay un CEO?
    Benito debe conducir una institución que realmente necesita reformas,
    no la rigidez que planteaba el actual pontífice en la homilía
    del 18 de abril. Como se ha indicado, entre los problemas que afrontará
    hay cuatro que asustarían al CEO más pintado: a) escasez
    crítica de sacerdotes; b) crecientes brechas entre el Vaticano,las
    prósperas iglesias de Occidente y las del empobrecido Sur; c) debilidad
    e ineficiencia de un management anquilosado que centraliza todo en exceso;
    y, d) crisis financieras en la sede y varias partes del mundo.
    Nadie sabe exactamente cuánto dinero recauda y gasta la Iglesia
    alrededor del mundo. Por sí sola, la serie de escándalos
    sexuales en Estados Unidos ha costado no menos de US$700 millones, mandó
    a la quiebra tres diócesis y redujo las limosnas habituales de
    los fieles, irritados por el torpe manejo de las comunicaciones. Esto,
    de paso,
    perjudica a las iglesias en África, Latinoamérica y parte
    de Asia, que dependen de la asistencia monetaria de las más ricas.
    Los cuatro problemas básicos enumerados convergen en un contexto
    donde el catolicismo pierde adeptos a manos del fundamentalismo
    evangélico (pro capitalista) en México, Brasil, la Argentina
    y otros países de Latinoamérica donde, se supone, vive la
    mayor concentración de católicos en el planeta. Pero su
    índice de practicantes no supera 25% de los bautizados, nivel que
    desciende a 18% en España, 15% en Alemania y 12% en Francia, la
    “hija mayor de la iglesia” (decía Inocencio III).
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    Déficit y presupuesto

    El cardenal estadounidense de origen polaco Edmund Szoka fue una dosis de capitalismo en Roma. Ex arzobispo de Detroit (78 años, la edad del nuevo papa) dirige desde 1990 la prefectura de asuntos económicos, o sea la oficina contable del Vaticano y la Santa Sede (dos entidades diferentes). Szoka se hizo cargo de un gran lío financiero. ‘Mi misión es manejar el déficit’, señalaba en el 2000. Tras poner los números más o menos en orden, se dedicó a aumentar el negocio minorista del Vaticano, empezando por ampliar la venta de souvenirs, artículos religiosos, libros y –créase o no– los duty free shops. En la ciudadela de Pedro, uno puede comprar relojes de lujo, bebidas finas y electrónicos con hasta 50% de descuento.
    Estos negocios aportan 53% del presupuesto anual, unos US$190 millones. Los ingresos vía museos, objetos, ceremonias y títulos nobiliarios de relumbrón representan 19%. El resto deriva de contribuciones de las iglesias locales o nacionales. Sin esos fondos,
    el microestado no podría abonar cuentas de servicios ni sueldos a unos 1.500 empleados.
    En comparación, el presupuesto de la iglesia católica estadounidense ascendía a US$6.600 millones en 2002. Es el último año del cual haya cifras, lo que revela escasa transparencia. Por supuesto, en Latinoamérica –salvo Uruguay y Chile– suena casi a blasfemia pedir estados contables. En general, el clero goza de exenciones originadas en el regalismo borbónico español del siglo XVIII. Por entonces, era más fácil expulsar jesuitas que pedir cuentas a un obispo.
    La moderna historia vaticana data de 1870, cuando los italianos le arrebataron Roma a Pío IX. El estado pontificio, que dominara hasta los límites de Toscana o Campania y el Adriático, quedó reducido a 50 hectáreas en torno de San Pedro.
    Ese estado carece de rentas propias. Pero, tanto el Vaticano como la Santa sede, tienen fundaciones que invierten vía la administración del patrimonio apostólico (APA). No publica balances pero, según gente allegada, su presupuesto total se acerca a US$250 millones anuales, que deben cubrir la paga de 2.500 empleados en la curia
    romana. Buena parte de sus ingresos proviene de los sínodos nacionales más ricos, los mismos que han sido privados de voz y voto por Wojtyla y, claro, contribuyen cada año menos.
    Tan inestables finanzas explican el escándalo del Instituto para Obras Religiosas (IOR), la banca vaticana, al caer junto con el Banco Ambrosiano. La justicia italiana dictaminó que el IOR era parcialmente responsable de una bancarrota por US$1.500 millones (de 1977) y la Santa sede debió abonar una multa de US$144 millones. El presidente del Ambrosiano, Roberto Calvi, tenía vínculos con las mafias y una turbia logia pseudomasónica, Propaganda 2, manejada por Licio Gelli. Calvi apareció ahorcado en Londres (1982) y su socio, Michele Sindona, fue envenado en la cárcel.
    Esos crímenes nunca se esclarecieron.
    A cargo del IOR estaba el cardenal Paul Marcinkus, estadounidense de origen lituano, quien era allegado a Wojtyla y a Szoka.