En un escueto ensayo, Wolf descalifica la idea monetarista de que todo déficit
es malo e inflacionario –la opinión de Rogoff y su todavía
jefa, Anne Krueger– y la ubica entre “las rigideces de la sapiencia
convencional”, usando una vieja frase de John K. Galbraith. Yendo más
lejos, Wolf cree que la próxima crisis sea de deflación.
Wolf presupone una economía autónoma, con sectores público
y privado, cada cual destinando sus ingresos al consumo, el gasto y/o la inversión.
Si un sector tiene superávit, lo transfiere vía intermediarios
financieros a áreas deficitarias en el otro sector. “Pero, como
señalaría John Maynard Keynes –acota el ensayista–,
la clave macroeconómica reside en que ese equilibrio coincida con niveles
satisfactorios de actividad económica”.
Entretanto, de acuerdo con la Organización para Cooperación Económica
y Desarrollo (Ocde, los 24 países más desarrollados), la suma
de resultados fiscales del conjunto pasó de neutra en 2000 a 2,9% de
déficit en 2002, en términos de producto bruto interno (PBI).
Paralelamente, los sectores privados volvían al superávit. Ya
en 2003, la tendencia deficitaria avanza en Estados Unidos y parte de Eurolandia
(los 12 adherentes a la moneda común).
Para Wolf, “esto no sorprende. En 2000, casi toda la Ocde (salvo Japón,
que había tenido una burbuja diez años antes) vivía el
pico de un auge económico inducido por el gasto: la formación
de capital primario avanzó a razón de 5,7% anual acumulado entre
1995 y 2000. Ello hizo bajar la rentabilidad, fenómeno disimulado un
tiempo por maquillajes contables escandalosos”. Al quedar éstos
en evidencia y ya en una fase recesiva –iniciada con el desinfle de las
punto com, abril de 2000–, sobrevinieron el colapso bursátil del
sector privado y su consiguiente repliegue.
Hipótesis catastróficas
En esas condiciones, el sector público debiera adoptar políticas
anticíclicas (justamente lo que Domingo F. Cavallo y sucesores no hicieron
en la Argentina de 1994 en adelante, con los resultados conocidos). Para Wolf,
“el gobierno japonés hizo lo correcto en los ’90 y está
bien que ahora lo haga Washington”. Pero el déficit congénito
crea dependencia de la inversión directa externa (IED), que hoy no cubre
los US$ 1.500 millones diarios requeridos por la economía para no seguir
endeudándose. Wolf pasa por alto este factor al afirmar que “si
se reduce el déficit público y el sector privado hace lo mismo,
todo desemboca en recesión, cuando no directamente en depresión.
Los bancos centrales no entienden esto”. Rogoff sostiene exactamente lo
contrario, claro.
La dependencia respecto de la IED varía mucho dentro de la propia Ocde.
Por ejemplo, el déficit de pagos corrientes en Estados Unidos está
entre 5 y 6% del PBI, pero la Unión Europea (UE) tiene un superávit
equivalente a 0,5% del PBI. Wolf presume que, para volver a un ritmo aceptable
de crecimiento (3 a 4% anual), el déficit fiscal, no ya el de pagos,
“debiera alcanzar 9% del PBI”. Rogoff califica la hipótesis
de catastrófica.
Ahora bien, suponiendo que ese presunto rojo fiscal genere aquella expansión,
el déficit comercial estadounidense llegaría a 5 ó 6% del
PBI en 2008. Por supuesto, el déficit en pagos externos corrientes se
dispararía del actual 25% a 60% del PBI, también para 2008. Frente
a estas proyecciones, Wolf suena contradictorio al calificar de “extraordinario”
el déficit del sector durante los ’90 (5% del PBI en 2000) y prever
que “se marcha hacia el equilibrio de cuentas desde 2001”. No extraña,
pues, que llegue a una conclusión sorprendente: “los déficit
fiscales son normales en los ajustes posteriores a una burbuja y lo que puede
ocurrir en Estados Unidos rayará el horror. Pero todo eso promoverá
un firme crecimiento de la economía real”.
Rogoff y las metas inflacionarias
El funcionario del FMI ve las cosas desde una óptica opuesta. Parte de
un instrumento caro a los neoclásicos: la política monetaria basada
en metas de inflación. Al respecto, Rogoff se pregunta “¿por
qué el Banco del Japón, el Banco Central Europeo y la Reserva
Federal (RF) se resisten a formular objetivos inflacionarios de largo plazo?”.
Sin duda, las metas inflacionarias explícitas facilitan a los mercados
interpretar las políticas de los bancos centrales. Por ende, las tasas
de interés serían menos volátiles y las empresas podrían
planear o contratar a mediano y largo plazos. Por supuesto, cree Rogoff, “las
políticas monetarias en Estados Unidos y Eurolandia han mejorado mucho
en los últimos 20 años, pero podrían ser aun más
transparentes”. A la inversa, “la falta de metas inflacionarias y
objetivos de largo aliento en Japón explica que su emisor carezca de
una estrategia clara para escapar de la trampa deflacionaria donde se debate
desde 1991”.
La actitud “heterodoxa” de Rogoff vale para Japón, no para
Occidente, donde “hay escasas posibilidades de una deflación estructural
tan enraizada, aunque siempre existan riesgos exógenos. Pero, si la RF
estableciera un marco donde anclar expectativas, sería luego más
fácil aplicar instrumentos no ortodoxos para neutralizar brotes deflacionarios”
(para Wolf, la deflación ya es un dato real).
¿Políticas u objetivos?
De una forma u otra, el experto fondista hace una pregunta razonable: “¿Por
qué descartar de plano políticas basadas en metas inflacionarias?…
Algunos temen que los propios objetivos sean erróneos. Por ejemplo ¿qué
tasa fijar?, ¿3, 2, 1 ó 0% anual?”. Para Rogoff, la cuestión
no es espinosa. Llegado el caso, una meta inflacionaria relativamente alta puede
reducir riesgos de deflación localizada.
Formalista en extremo, Rogoff –pese a su prédica– no cree que
la transparencia o la claridad de objetivos y políticas sean tan relevantes
como la independencia de los bancos centrales. Además, este técnico
del FMI recomienda que esas entidades sean manejadas por funcionarios estrictamente
ortodoxos en cuanto a inflación y déficit.
Teniendo presentes las proyecciones de Wolf y una perspectiva a 40 años
vista, de por sí demasiado remota, “preocupa el peligro de crecientes
déficit fiscales y el peso de la población pasiva en las economías
mayores. Las instituciones monetarias, pues, han de mantenerse firmes contra
la inflación”. Rogoff rechaza el déficit público como
instrumento para estimular la economía y, en el fondo, prefiere deflación
a inflación, porque brinda un contexto más cómodo para
los bancos centrales.
¿Estados Unidos, exportador de deflación?
Las divergencias que encarnan Wolf y Rogoff se proyectaban, durante mayo, a
tres instancias claves: el Sistema de Reserva Federal, el Banco Central Europea
y el Banco de Ajustes Internacionales (BAI, donde funciona el comité
de Basilea). Como apunta Wolf, “se agotan 30 años de foco centrado
en la inflación. Tres de las cuatro entidades de mayor peso –los
emisores norteamericano, japonés y europeo– admiten que hay riesgos
deflacionarios y que ya no sería bueno que tasas e inflación se
pulverizasen del todo”.
Quienes temen un horizonte deflacionario señalan que, con los precios
de la economía en baja, todo tipo de interés será positivo,
aunque se acerque a cero. Pero, en ciclos débiles y luego de pincharse
una burbuja –precios, cotizaciones–, las tasas de interés negativas
son claves para los respectivos ajustes. Entre ellos, la licuación de
deudas incobrables, como lo indica la experiencia japonesa desde 1991.
Sea como fuere, a criterio de Wolf, Paul Krugman, Robert Reich y George Soros,
la deflación es un hecho en la mayor y más endeudada economía
del planeta. Tanto en términos de tasas y precios, como en exceso de
capacidad instalada ociosa. Pero como Estados Unidos, a diferencia de Japón
y la UE, tiene un explosivo cóctel de déficit –pagos externos,
presupuesto, comercio–, su economía opera como la máxima
exportadora de deflación al resto del mundo desarrollado. Esto desvirtúa
el optimismo del BAI y de John Snow, secretario estadounidense de Hacienda,
para quien el “dólar superbarato” hará repuntar a su
país elevando las exportaciones. M
MERCADO On Line le amplía la información: • “Estados Unidos: el abandono de la política del dólar |