En los años ´80 el politólogo Francis Fukuyama cosechó incredulidad y enfervorizadas críticas con su teoría sobre el fin de la historia. El suyo sería, sin embargo, un temprano aporte a la última utopía del siglo XX: la irrupción de las nuevas tecnologías, la disolución de las fronteras económicas y la consagración del pensamiento único habrían de inaugurar una era de interminable prosperidad. Se presentaba así, al alcance de la mano, el fin simultáneo de la pobreza, los conflictos y la desigualdad. En este idílico paisaje, a la Web le correspondía un papel protagónico, similar al que en su momento se le asignó a la máquina de vapor: nadie es un ratón (o un perro, según la versión anglosajona del dicho) en el mercado perfecto de Internet. Nada podría impedir que un adolescente talentoso le ganara la partida a compañías del tamaño de IBM armado sólo con una mejor oferta en el bazar cibernético.
Las promesas de la nueva economía encontraron, al principio, escasas reacciones contrarias. Entre los pocos que se atrevieron a proclamar su escepticismo, Eamonn Fingleton sostenía, en su libro In Praise of Hard Industries, que un aluvión de información de fácil y rápido acceso no necesariamente conduciría al progreso del conocimiento humano; ridiculizaba la idea de que el e-mail constituía un invento tan revolucionario como la imprenta de Gutenberg y advertía sobre la amenaza de un mundo en creciente desequilibrio, con abundancia de empleos y bienestar para las personas educadas pero sin oportunidades ni futuro para los menos afortunados.
Otras voces, otros ámbitos
La confluencia de varios y significativos acontecimientos parece indicar, ahora, que los frutos de la anunciada revolución se malograron antes de haber empezado a madurar:
- el colapso masivo de empresas en el sector de las nuevas tecnologías
amenaza extenderse a sus proveedores, los vendedores de palas y picos
en la fiebre del oro digital; - severas contradicciones atraviesan el escenario de la globalización:
las barreras comerciales no sólo no han desaparecido sino que se multiplican
bajo los paraguas de los bloques económicos (sólo los flujos
financieros disponen de una libertad sin controles, con los dramáticos
resultados conocidos); - a los apóstoles del credo neoliberal les han surgido vigorosos rivales
a partir de los movimientos de resistencia y protesta que hace menos de dos
años se dieron a conocer, ruidosamente, durante una reunión
de la OMC en Seattle, y que acaban de desafiar al Foro Económico Mundial
de Davos con su propio y multitudinario cónclave en Porto Alegre.
Lo sucedido en la catedral suiza del establishment económico mundial resulta particularmente ilustrativo. Frente al inusual espectáculo de líderes empresarios empeñados en cuestionar las inequidades provocadas por el modelo neoliberal globalizador, el Financial Times publicó un editorial de áspero tono. El comentario incluyó una cita de Adam Smith, quien hace más de dos siglos afirmó que “los productores de mercancías raramente se reúnen, excepto para conspirar contra el interés público”. El influyente diario económico británico concluyó advirtiendo: “Los dirigentes empresarios deberían tener en claro que, puesto que su tarea es hacer dinero, su apoyo a objetivos sociales más amplios responde, fundamentalmente, a su propio interés y no a la benevolencia”.
Esta afirmación no se contradice, por cierto, con los datos que se difundieron abundantemente en Davos para mostrar el lado oscuro del escenario global: en la quinta parte más rica de la población mundial se concentra algo más de 80% del consumo privado, el ahorro y la inversión. Con lo que se confirma que en el paraíso de la nueva economía hay demasiados excluidos y demasiadas amenazas a los intereses de las empresas como para seguir sosteniendo la noción de un happy end de la historia.
