Un orden mundial que contenga la rivalidad en un mundo anárquico

    El relativo debilitamiento del poder de Estados Unidos y el paralelo ascenso de China han erosionado el sistema semiliberal y regido por normas que antes dominaban Estados Unidos y sus aliados.

    La sucesión de crisis financieras, el aumento de la desigualdad, el resurgimiento del proteccionismo, la pandemia del COVID–19 y la creciente utilización de sanciones económicas pusieron fin a la era de la hiperglobalización posterior a la Guerra Fría.

    Es posible que la invasión rusa de Ucrania haya revitalizado a la OTAN, pero también ahondó la división entre Este y Oeste, Norte y Sur. Paralelamente, los cambios en las prioridades nacionales de muchos países y la geopolítica cada vez más competitiva frenaron el impulso hacia una mayor integración económica y frenaron los esfuerzos colectivos por hacer frente a los peligros mundiales que se avecinan.

    Es difícil predecir el orden internacional que surgirá de estos acontecimientos. De cara al futuro, es posible imaginar un mundo menos próspero y más peligroso, con Estados Unidos y China cada vez más hostiles, Europa remilitarizada, bloques económicos regionales replegados sobre sí mismos, un ámbito digital dividido por líneas geopolíticas y la creciente militarización de las relaciones económicas con fines estratégicos.

    Con más optimismo, también se puede imaginar un mundo en el que las grandes potencias trabajan juntas para limitar los efectos del cambio climático, mejorar la salud global, reducir el peligro de las armas de destrucción masiva y hacer frente juntas a las crisis regionales.

    Instaurar ese nuevo orden más benigno no es tan difícil como parece. Basándonos en los esfuerzos del Grupo de Trabajo sobre Política Comercial entre Estados Unidos y China –un foro convocado en 2019 por el jurista de la Universidad de Nueva York Jeffrey S. Lehman, el economista chino Yang Yao y Dani Rodrik para trazar un plan más constructivo de los lazos bilaterales– se propone un marco de cuatro puntos para encauzar las relaciones entre las principales potencias.

    Este marco presupone un acuerdo mínimo sobre principios básicos –al menos al principio– y admite que habrá desacuerdos sobre la forma en que deben abordarse muchas cuestiones.

    En lugar de imponer un conjunto de normas (como hacen la Organización Mundial del Comercio y otros organismos internacionales), este marco funcionaría como un “metarreglo”: un instrumento para guiar un proceso a través del cual Estados rivales, o incluso adversarios, podrían buscar un acuerdo o entendimiento en una serie de cuestiones.

    Cuando no haya acuerdo, como ocurrirá a menudo, la adopción del sistema podría mejorar la comunicación entre ellos, aclarar por qué no logran acuerdo y ofrecerles incentivos para evitar perjudicar a los demás, incluso cuando buscan proteger sus propios intereses.

     

    Menos reglas, mejor funcionamiento

    Según muchos estudios, el orden internacional que surgió en la década de 1990 se ha venido deteriorando por la rivalidad entre las grandes potencias. No obstante, el deterioro del orden internacional no tiene por qué desembocar en conflicto entre las grandes potencias.

    Aunque tanto Estados Unidos como China dan prioridad a la seguridad nacional, ese objetivo no vuelve irrelevantes los objetivos nacionales e internacionales que ambos comparten. Además, un país que invirtiera todos sus recursos en capacidades militares y descuidara otros fines –como una economía equitativa y próspera o la transición climática– no estaría seguro a largo plazo. El problema, por tanto, no es la necesidad de seguridad en un mundo incierto, sino la forma en que se persigue ese objetivo y las concesiones que deben hacer los estados para equilibrar seguridad y otros objetivos importantes.

    Es cada vez más evidente que el sistema actual, fuertemente occidentalista, ya no es adecuado para encarar las numerosas fuerzas que gobiernan las relaciones de poder en el orden internacional. Un futuro orden mundial tendrá que acoger a las potencias no occidentales y aceptar gran diversidad de acuerdos y prácticas nacionales.

    Las preferencias políticas occidentales tendrán menos peso, la búsqueda de armonización entre las economías que definió la era de la hiperglobalización se reducirá, y habrá que dar a cada país más margen de maniobra en el manejo de su economía, su sociedad y su sistema político. Los organismos internacionales, como la Organización Mundial del Comercio y el Fondo Monetario Internacional, tendrán que adaptarse a esta realidad. El nuevo orden podría ser más estable.

    Así como las grandes potencias pueden lograr la seguridad nacional sin buscar la superioridad mundial, es posible e incluso conveniente que los países cosechen los beneficios de la interdependencia económica con reglas internacionales más flexibles y permisivas.

    En nuestro marco, las principales potencias mundiales no necesitan acordar de antemano las normas que regirán sus interacciones. En su lugar, sólo acordarían un modelo básico para sus relaciones en el que todas las actividades y las situaciones se agruparían en cuatro categorías generales: las que están prohibidas, las que con los esfuerzos de dos o más Estados podrían beneficiar a todas las partes, las adoptadas por un solo Estado y las que requieren una participación multilateral. Este planteamiento en cuatro partes no supone que las potencias rivales confíen unas en otras al principio, ni siquiera que se pongan de acuerdo sobre qué acciones o cuestiones pertenecen a cada categoría, pero con el tiempo, abordar con éxito los desacuerdos dentro de este marco haría mucho por aumentar la confianza y reducir la posibilidad de conflicto.

     

    Negociación en lugar de normas

    La primera categoría –actividades prohibidas– se basaría en las normas que ya son comúnmente aceptadas por Estados Unidos, China y otras grandes potencias. Por lo menos, podrían incluirse los compromisos consagrados en la Carta de la ONU (como la prohibición de adquirir territorios por conquista), violaciones de inmunidad diplomática, uso de tortura o ataques armados a barcos o aviones de otro país.

    Los Estados también podrían comprometerse a renunciar a las políticas económicas de “empobrecer al prójimo”, en las que los beneficios nacionales se obtienen a expensas del daño directo a otros: el uso del poder de los monopolios en el comercio internacional, por ejemplo, y la manipulación deliberada de la divisa. Los Estados violarán estas prohibiciones con cierta frecuencia, y los gobiernos a veces discreparán sobre si una acción concreta viola una norma establecida.

    Pero al reconocer esta categoría general, estarían reconociendo que hay límites para las acciones aceptables y que cruzarlos tiene consecuencias.

    La segunda categoría incluye acciones en las que los Estados pueden beneficiarse alterando su propio comportamiento a cambio de concesiones similares de los demás. Por ejemplo, los acuerdos comerciales bilaterales y los acuerdos de control de armas. Mediante ajustes políticos recíprocos, dos países rivales pueden llegar a acuerdos que beneficien al otro o que eliminen áreas específicas de vulnerabilidad, lo que hará que ambos países sean más prósperos y seguros y puedan desplazar el gasto en defensa hacia otras áreas. En teoría, se podría imaginar que Estados Unidos y China (u otra gran potencia) acordaran limitar determinados despliegues militares –como operaciones de reconocimiento cerca del territorio del otro o actividades cibernéticas que pudieran perjudicar la infraestructura digital del otro– a cambio de limitaciones equivalentes de la otra parte.

    Cuando dos Estados no pueden llegar a un acuerdo satisfactorio para ambos, el marco ofrece una tercera categoría, en la que cualquiera de las partes es libre de adoptar medidas independientes para promover objetivos nacionales específicos, según el principio de soberanía pero con sujeción a las prohibiciones previamente acordadas. Los países suelen tomar medidas económicas independientes debido a las diferentes prioridades nacionales. Por ejemplo, todos los Estados fijan sus propios límites de velocidad en las carreteras y sus políticas educativas de acuerdo con sus preferencias nacionales, a pesar de que el aumento de velocidad puede elevar el precio del petróleo en los mercados mundiales y la mejora de los niveles educativos puede incidir en la competencia internacional de sectores que requieren mucha mano de obra.

    En materia de seguridad nacional, como es difícil alcanzar acuerdos significativos entre adversarios o rivales geopolíticos, la actuación independiente es la norma. Aun así, el marco dicta que dichas acciones deben estar bien calibradas: para evitar el “ojo por ojo”, las iniciativas de escalada que corren el riesgo de provocar una expansión militar desestabilizadora o incluso un conflicto abierto, las soluciones deben ser proporcionales a la amenaza a la seguridad en cuestión y no estar diseñadas para perjudicar o castigar a un rival.

    Sin duda, lo que un país ve como una respuesta bien calibrada puede ser percibido como una provocación por un rival, y las malas apreciaciones sobre las intenciones a largo plazo de un rival pueden complicar una respuesta mesurada.

    Estas presiones ya son evidentes en la creciente competencia militar entre Estados Unidos y China. Sin embargo, ambos tienen poderosos incentivos para acotar sus acciones y objetivos propios. Dado que ambos son países inmensos con grandes poblaciones, gran riqueza y cuantiosos arsenales nucleares, ninguno puede albergar una esperanza realista de conquistar al otro u obligarlo a cambiar su sistema político. La coexistencia recíproca es la única posibilidad realista, y los esfuerzos de cualquiera de los dos bandos por conseguir la superioridad estratégica desviarían recursos de sus necesidades sociales, renunciarían a los beneficios de la cooperación y aumentarían el riesgo de una guerra altamente destructiva.

    La cuarta y última categoría se refiere a cuestiones en las que una acción eficaz requiere la participación de múltiples Estados. El cambio climático y el COVID–19 son ejemplos claros: en cada caso, la ausencia de un acuerdo multilateral eficaz ha impulsado a muchos Estados a actuar por su cuenta, lo que generó un exceso de emisiones de carbono en el primer caso y un acceso desequilibrado a las vacunas en el segundo.

    En el ámbito de la seguridad, los acuerdos multilaterales como el Tratado de No Proliferación Nuclear contribuyeron en gran medida a limitar la propagación de las armas nucleares.

    Dado que cualquier orden mundial se basa, en última instancia, en normas, reglas e instituciones que determinan la forma de actuar de la mayoría de los Estados la mayor parte del tiempo, la participación multilateral en muchas cuestiones clave seguirá siendo indispensable.

    Visto en su conjunto, nuestro marco permite a las potencias rivales ir más allá de la simple dicotomía de “amigo o enemigo”.

    Sin duda, los Estados adoptarán a veces políticas con el propósito explícito de debilitar a un rival o de obtener una ventaja sobre él. Nuestro enfoque no haría desaparecer por completo esta característica de la política internacional, ni para las grandes potencias ni para muchas otras.

    Sin embargo, al enmarcar sus relaciones en torno a estas cuatro categorías, las potencias rivales, como Estados Unidos y China, se verían obligadas a explicar sus acciones y a aclarar sus motivos mutuamente, lo que haría que muchas disputas fueran menos perjudiciales. Además, este marco aumenta las probabilidades de que la cooperación crezca con el tiempo.

    Una conversación estructurada según las líneas propuestas permite a las partes separar las zonas potenciales de cooperación de las cuestiones más divisivas o contenciosas, conseguir un grado de confianza y comprender mejor las preferencias y los motivos de sus socios y rivales, como puede verse al considerar situaciones concretas del mundo real.

    Es posible –algunos dirían probable– que la desconfianza mutua, la incompetencia de los dirigentes, la ignorancia o la pura mala suerte se combinen para producir un orden mundial futuro más pobre y más peligroso que el actual. Pero ese resultado no es inevitable. Si los líderes políticos y los países que representan desean realmente construir un mundo más próspero y seguro, disponen de las herramientas necesarias para hacerlo.