Para qué sirven las empresas? ¿Cuál es su verdadero propósito, la razón de su existencia? Estos interrogantes se han convertido en el eje central de un debate global, donde en las respuestas que se dan, surge incluso la necesidad de reinventar el capitalismo, y de modificar una realidad que ha llevado al poder a movimientos populistas que desconfían de la democracia convencional en su vertiente liberal y republicana.
Antes, no existía esta discusión. En el plano de las empresas la había saldado Milton Friedman, el Premio Nobel de Economía, en 1962 con su –al parecer– definitiva definición: “La única responsabilidad de las empresas es aumentar las ganancias para sus accionistas”.
Tampoco apareció la nueva realidad de forma súbita. Cuando el modelo predominante tras la segunda guerra mundial, con apertura de las economías y democracia, extendió sus beneficios globales, comenzaron a aparecer fisuras, a cruzarse límites no previstos. Tras más de dos décadas de globalización con todo este arsenal, se percibe la fatiga del modelo. Menor crecimiento global de la economía, mayor desigualdad en la distribución del ingreso, y creciente insatisfacción de nuevas generaciones que no pueden alcanzar los logros que consiguieron sus padres.
En consecuencia, se fue modificando el escenario político del planeta, y reformistas del capitalismo desarrollaron múltiples propuestas en esa dirección.
Pero aun así, el gran debate no había alcanzado la virulencia de las últimas semanas. Hubo un hecho que modificó decisivamente el escenario. Hace poco más de un mes, la reunión del Business Roundtable (casi 200 de las empresas más grandes e influyentes del mundo), en Nueva York, produjo una declaración que sorprendió a todos los segmentos de opinión.
Hay una nueva redefinición del rol de la empresa, que advierte que las responsabilidades para con los clientes, empleados, proveedores, comunidades, y sobre todo con el ambiente, son tan importantes como las obligaciones con los accionistas.
Las nuevas voces propician objetivos mucho más amplios para las empresas y una perspectiva de largo plazo. Desde el interior del mundo empresarial surge una seria advertencia. En esta nueva realidad, no puede haber maquillaje. Se impone auténtica convicción sobre las nuevas responsabilidades de las empresas. Algo de lo que no están seguros observadores del campo político y de la sociedad.
Un momento muy especial
El marco para este debate intenso y generalizado, no es el mejor. Tanto el Banco Mundial como el FMI, en sus respectivas reuniones anuales, tuvieron pronósticos sombríos. 90% del mundo estará afectado por una declinación del crecimiento económico. Un panorama que afectará fundamentalmente al comercio y a la producción industrial.
Analistas internacionales afirman que lo peor es que, en buena medida este estancamiento pudo evitarse. Malas políticas abundaron, y Donald Trump fue uno de los grandes protagonistas.
Lo peor es que no se avizoran cuáles son las medidas a tomar para revertir este cuadro. Como que hay una crisis de imaginación y de audacia en la dirigencia global.
En cuanto a las empresas más grandes e influyentes del mundo, entre las cuales figuran muchas del “Club de las 200”, deben practicar activamente lo que pregonan y no conformarse con los avances ya logrados. Lo que no es sencillo en tiempos difíciles para la economía. Pero por otra parte, no jugar un rol activo es darle razón a la protesta que crece en una sociedad frustrada.
Como lo advirtió Paul Polman, ex CEO de Unilever (y un adelantado en este campo), los costos de la parálisis están resultando mucho más altos que los derivados de la acción. Concentrarse en los intereses de corto plazo, puede amenazar la sobrevivencia integral de la empresa en el largo plazo.
Cómo se gestó la nueva opinión
En síntesis, adiós a Milton Friedman y su rotundo concepto de 1962: “La única responsabilidad de las empresas es aumentar las ganancias para sus accionistas”. Ahora, soplan otros vientos. En una reciente encuesta de Fortune, apenas 5% de los CEO consultados coincidía con la vieja tesis de Friedman. Más de 50% opinaba, en cambio, que acciones y programas orientados a solucionar problemas sociales, eran parte necesaria de su estrategia.
En realidad, en esa misma encuesta más de la mitad de los CEO que respondieron, ve las actividades de caridad para remediar problemas sociales como parte de la responsabilidad de sus empresas. Otro 44% fue más allá al admitir que sus empresas deberían buscar activamente soluciones para los grandes problemas sociales como parte de su estrategia. Esas son tres visiones muy diferentes sobre la relación entre estrategia y “hacer el bien”, entonces hay mucho que andar para desarrollar una propia visión.
Hace pocas semanas, la reunión del Business Roundtable (casi 200 de las empresas más grandes e influyentes del mundo) sorprendió a todos los sectores involucrados con una nueva redefinición del rol de la empresa: las responsabilidades para con los clientes, empleados, proveedores, comunidades, y sobre todo con el ambiente, son tan importantes como las obligaciones con los accionistas.
Un debate que supera enfoques tradicionales
Este es el nuevo desafío que se plantea en torno al gran tema de la sustentabilidad. Ya no es como antes una opción para las empresas. Si no son sustentables, se sostiene, corren el riesgo de desaparecer. O lo que es peor, de crear una crisis política y económica sin precedentes.
Desde esta perspectiva, el capitalismo responsable es un remedio necesario para las extralimitaciones de las empresas que han provocado el surgimiento y auge de movimientos nacionalistas, populistas y antiglobalización. Sin un mayor esfuerzo por parte de las empresas y de los inversores para ampliar el alcance de la prosperidad y la calidad de vida de la humanidad, habrá más reacciones contra la libre empresa, más gobiernos autoritarios, más reglamentaciones arbitrarias y cada vez más restricciones al mercado libre.
En lugar de poner foco en la expansión, argumentan, hay que perseguir otro objetivo fijando límites al uso de los recursos naturales, a la cantidad de horas laborales, y al nivel de desigualdad o inequidad. Es lo que llaman el desafío del post crecimiento económico. En suma, el desarrollo sostenible ya no es un rubro más en la agenda de las empresas. Es, necesariamente, la base que sustenta los negocios del futuro.
En las empresas que deciden pasar a la acción, se debe tener en cuenta que en mercados genuinamente competitivos de productos y de trabajo, los clientes y los empleados tienen opciones reales. Así, las empresas pueden hacer el bien solo teniendo buenas estrategias. Esto quiere decir –sostienen algunos especialistas– tener: a) un cliente objetivo perfectamente definido; b) productos y servicios con proposiciones de valor que impulsen, inviten o hasta entusiasmen al cliente a gastar su dinero con entusiasmo; y c) buenas capacidades para comercializar, vender y entregar la proposición de valor de la compañía. No hay forma de eludir esas opciones esenciales que debe comprender toda estrategia.
Claro que las compañías socialmente irresponsables son empresas insostenibles: tarde o temprano, el costo de la mala prensa, los ataques de las redes sociales o los boicots de los empleados y otros factores serán demasiado pesados para soportar. Pero las empresas socialmente responsables con malas estrategias también son insostenibles: a la larga, el costo de una mala asignación de recursos y de desencantar a clientes y accionistas o a ambos, las derrumbará.
Habría que reconocer que las empresas hacen mucho bien cuando funcionan bien. Las empresas exitosas pueden ofrecer empleos atractivos, brindar más que un salario para vivir, pagar impuestos que sostengan gobiernos y sus programas, financiar ahorros jubilatorios, generar capital para invertir en la economía real y crear riqueza para los filántropos. Esos son bienes sociales valiosos. Milton Friedman sabía que sostener un crecimiento rentable en mercados competitivos no es fácil. Solo se puede lograr atendiendo bien a los clientes, siendo buen empleador, innovando para el largo plazo y actuando responsablemente. Y es responsabilidad de los representantes del gobierno –y de la gente que los elige– fijar los límites para las empresas, asegurar que tengan campos de juego nivelados, ayudar a la gente que queda rezagada y conducir a todos los miembros de la sociedad (ciudadanos, empresas, instituciones de caridad, iglesias e instituciones locales y globales) a trabajar juntos en la solución de los problemas del mundo, sociales o de otra índole.
Repercusiones recientes
La Mesa Redonda causó revuelo el mes pasado al declarar que el propósito de una corporación no es simplemente generar retornos para sus accionistas –que era la línea oficial del grupo desde 1997–, sino cuidar a todos sus stakeholders.
El comunicado de 300 palabras generó especulación sobre cómo podrían cambiar las empresas en Estados Unidos. Para muchos observadores, no mucho, aparentemente, si se escucha a los mismos CEO.
Bloomberg News contactó a los 81 CEO que firmaron la declaración. Respondieron alrededor de dos docenas con respuestas idénticas: nuestras compañías ya están siendo dirigidas pensando en los clientes, empleados, proveedores y comunidades. Y los accionistas, claro. De otro modo habríamos quebrado hace mucho tiempo.
Muchos hasta llegaron a decir que vienen operando de esa forma desde hace años, o hasta décadas. O sea, mucho antes de que la desilusión con la economía global contribuyera a trastocar drásticamente la política en todo el mundo. Rechazaron la idea de que dar a los accionistas un buen retorno sobre sus inversiones termina resintiendo a otras partes.
Quienes los critican señalan una enorme desigualdad, desmedidos sueldos ejecutivos e insuficientes esfuerzos por combatir el cambio climático como pruebas de que si bien algunas empresas son mejores que otras, los números generales no pueden en modo alguno refrendar lo que dicen los CEO.
El Secretario del Tesoro Steven Mnuchin dijo hace poco en una conferencia organizada por el New York Times que no habría firmado The Pledge porque él cree que si las empresas se enfocan primero en el propósito y luego en las ganancias “el país no va a tener una comunidad empresarial muy vibrante”.
Y Steve Schwarzman , del Blackstone Group Inc. –uno de los varios miembros de la Mesa Redonda que no votaron (The Pledge, o la promesa, o el compromiso) dijo que si bien las empresas deben tomar en cuenta a los stakeholders, concentrarse en todos por igual le dificultaría a él como CEO saber qué es lo que tiene que hacer.
Hasta los más escépticos han reconocido que la declaración de la Mesa Redonda fue, al menos, un paso dado en la dirección correcta. Pero algunos dicen que las iniciativas de responsabilidad social –si bien importantes y bien intencionadas– no van a cambiar fundamentalmente la búsqueda de retornos que siguen dictando las prioridades de las empresas.
Hay quien compara los más de US$ 8.000 millones que invirtieron en 2018, en donaciones de caridad, las firmas que manejan los alrededor de 200 miembros de la Mesa Redonda, con los casi US$ 400.000 millones que las mismas compañías gastaron en recompra de acciones ese año.
También está la cuestión de cómo se debe sopesar el compromiso de una compañía con las comunidades frente a otras aspectos de su negocio.
Johnson & Johnson, cuyo CEO Alex Gorsky presidió la comisión que redactó la nueva declaración de la Mesa Redonda, ha donado medicamentos que ayudaron a tratar a más de 100 millones de niños, dijo un vocero.
Pero una semana después de que se publicara el nuevo credo corporativo, el 19 de agosto, un juez de Oklahoma declaró que J&J es responsable de fomentar la crisis opioide en el estado y le ordenó pagar una multa de US$ 572 millones.
“Johnson & Johnson no provocó la crisis opioide en Oklahoma” y va a apelar el veredicto, dijo Ernie Knewitz, un vocero de la compañía. “Estamos colaborando activamente con varias organizaciones para ayudar a pacientes, familias y comunidades” a encontrar soluciones a la crisis.
Dadas las realidades económicas que enfrentan muchas personas, mejorar la imagen del capitalismo moderno llevará algo de trabajo.
Un remedio necesario
El tema que obsesiona a Jean-Dominique Senard (nuevo CEO de la convulsionada alianza Renault-Nissan-Mitsubishi) es, precisamente, el propósito de las empresas. Cree que el rol de las compañías es asumir responsabilidades sociales y ambientales, junto con sus compromisos con los accionistas de obtener ganancias.
Desde su perspectiva, el capitalismo responsable es un remedio necesario para las extralimitaciones de las empresas que han provocado el surgimiento y auge de movimientos nacionalistas, populistas y antiglobalización. Sin un mayor esfuerzo –dice– por parte de las empresas y de los inversores para ampliar el alcance de la prosperidad y la calidad de vida de la humanidad, habrá más reacciones contra la libre empresa, más gobiernos autoritarios, más reglamentaciones arbitrarias y cada vez más restricciones al mercado libre.
Antes, el crecimiento económico y la obtención de utilidades eran las únicas metas. Ahora, aunque parezca un contrasentido, algunos intelectuales y líderes empresariales propician bienestar sin crecimiento, como un abierto desafío a la arraigada noción de que el aumento en el PBI de las naciones es necesario para prosperar. En lugar de poner foco en la expansión, argumentan, hay que perseguir otro objetivo fijando límites al uso de los recursos naturales, a la cantidad de horas laborales, y al nivel de desigualdad o inequidad. Es lo que llaman el desafío del post crecimiento económico. En suma, evitar el crecimiento a cualquier costo.
Otra de las ideas en danza en meses recientes, es en torno al desarrollo de una comunidad sostenible. Se trata de lo que la gente quiere pero que el entorno puede soportar sin riesgo.
Una comunidad sostenible utiliza sus recursos para cubrir las necesidades actuales sin poner en riesgo que estén a disposición de las futuras generaciones. Lo ideal es que la sustentabilidad ayude a las empresas a ser rentables generando ahorros, dirigiendo el crecimiento en determinada dirección, y reduciendo los riesgos.
Pasado y presente
En Estados Unidos, hay empleo pero el crecimiento es lento y el medio ambiente sufre. Se podría esperar que los gobiernos implementen reformas para solucionar eso, pero en muchos lugares la política está paralizada o inestable. ¿Quién, entonces, va a correr al rescate? Un gran número de personas cree que la respuesta es llamar a la gran empresa para que ayude a arreglar los problemas económicos y sociales. Hasta los empresarios más inflexibles de Estados Unidos lo creen.
Los motivos de los CEO son, en parte, tácticos. Esperan impedir que la izquierda o los Demócratas, ataquen a la gran empresa. Pero el cambio también es parte de una convulsión en los sentimientos hacia las empresas que se está observando a ambos lados del Atlántico. Los más jóvenes quieren trabajar para firmas que tomen una posición ante los problemas morales y políticos del momento. Políticos de varias orientaciones quieren que las firmas repatrien empleos e inversiones.
Desde que a las empresas se les concedió responsabilidad limitada en Gran Bretaña y Francia en el siglo 19, se han escuchado muchas cosas sobre lo que la sociedad puede esperar en retorno. En los años 50 y 60, Estados Unidos y Europa experimentaron con el capitalismo gerencial, donde firmas gigantescas trabajaban con el gobierno y los sindicatos y ofrecían a los trabajadores seguridad en el empleo y beneficios adicionales. Pero en los años 70 llegó el estancamiento en el valor para el accionista, mientras las firmas buscaban maximizar la riqueza de sus dueños y, en teoría, maximizaban también la eficiencia.
Los sindicatos declinaron y el valor para el accionista conquistó Estados Unidos, luego Europa y Japón, donde todavía sigue vigente. A juzgar por las ganancias, triunfó: en Estados Unidos crecieron de 5% en 1989 a 8% en la actualidad.
Este es el marco fáctico que ahora es atacado. Parte del ataque se debe a la percepción de una caída en la ética empresarial, desde banqueros que exigen bonos y rescates al mismo tiempo, hasta la venta de millones de pastillas opioides a adictos. Pero la queja principal es que el valor para el accionista produce malos resultados económicos.
A las firmas cotizantes se las acusa de una lista de pecados, desde obsesionarse con las ganancias de corto plazo hasta descuidar la inversión, explotar al personal, deprimir los salarios y no pagar las catastróficas externalidades que creen es, en particular, la polución.
No todas esas críticas son exactas. La inversión en Estados Unidos está de acuerdo con los niveles históricos con relación al PBI y es más alta que en los años 60.
El horizonte de tiempo del mercado de valores norteamericano es más largo que nunca a juzgar por la participación de su valor que se deriva de las ganancias de largo plazo. Firmas que todo lo prometen como Amazon y Netflix son el furor. Pero algunas de las críticas suenan a verdad. La participación de los trabajadores en el valor que creen las firmas ha caído. Los consumidores a veces no reciben lo que esperaban y la movilidad social se ha hundido.
Como sea, la reacción popular e intelectual contra el valor para el accionista ya está alterando la toma de decisiones de las empresas. Los jefes apoyan causas sociales que son populares entre sus clientes y personal. Las firmas están comprometiendo capital por razones que van más allá de la eficiencia: Microsoft está financiando US$500 millones en viviendas en Seattle. Algunos políticos van más allá. Elizabeth Warren, candidata Demócrata a la presidencia quiere que las firmas obtengan una carta orgánica del gobierno federal para que, si atentan contra los intereses del personal, cliente o comunidades, sus licencias puedan ser revocadas. Todo esto augura un sistema en el que la gran empresa se fije, y persiga, metas sociales amplias, y no sus intereses particulares.
Todo esto suena muy atractivo, pero el capitalismo colectivo tiene dos inconvenientes: no se hace cargo de la responsabilidad que le cabe y le falta dinamismo.
Por ejemplo, sobre la responsabilidad. No está claro cómo harían los CEO para saber lo que “la sociedad” quiere de las empresas. Existe la posibilidad de que los políticos, los grupos movilizadores y los mismos CEO lo decidan, y que la gente de a pie no tenga voz. En los últimos 20 años la industria y las finanzas se vieron dominadas por las grandes firmas, y entonces un pequeño número de líderes sin representación podría terminar con un poder inmenso para fijar las metas para la sociedad que van mucho más allá de los intereses inmediatos de sus compañías.
Metas globales de la ONU
La ONU ha fijado metas globales para 2030: terminar con la pobreza, combatir la desigualdad y detener el cambio climático. Por tanto, no llama la atención que los líderes de empresas hayan prometido reevaluar su papel y su contribución a la sociedad e incorporarlas a un nuevo “propósito empresarial”. Eso es progreso. Pero convertir las promesas en hechos significativos será difícil. La última versión del Responsible Business Tracker de empresas británicas descubrió que estamos en peligro de entrar a una nueva era de “lavado de objetivos: 86% de los encuestados dijeron que tenían una declaración de objetivos, pero solo 17% tiene un plan para asegurar que se practique en todos los niveles de la organización. La brecha es demasiado grande.
Muchas compañías siguen ofreciendo el sueldo mínimo obligatorio en lugar de los salarios que necesitan los trabajadores para hacer algo más que sobrevivir. Y elevar la hora de trabajo no siempre se iguala con la suba de salario semanal. Nada de esto solucionará la desigualdad. Por otra parte, los consumidores son bombardeados con pedidos para que cambien por productos y servicios que son mejores para ellos y para el planeta, pero el hábito, la conveniencia y el interés personal suelen anteponerse.
Del jabón y la mayonesa, a la reinvención del capitalismo
Cuando era CEO de Unilever, Paul Polman hurgó en la historia de la compañía para intentar hacerla más sustentable y más rentable. Cuando alrededor de 200 CEO redactaron una nueva declaración de misión proclamando que las empresas deberían atender más que los resultados financieros, muy bien podrían haber representado el alma y las palabras de Paul Polman.
Polman es el recientemente retirado CEO de Unilever, una marca que fabrica desde el jabón Dove hasta la mayonesa Hellmann’s. Como CEO de la compañía anglo-holandesa durante casi una década, dio vuelta la fortuna de Unilever mientras al mismo tiempo se formó una reputación de líder iluminado.
Desarrolló un ambicioso plan de duplicar los ingresos de Unilever mientras reducía a la mitad los efectos negativos de la compañía en el medio ambiente. Ayudó a conseguir el apoyo de los empresarios al Acuerdo del Clima en París en 2016. Y en 2017 eludió un intento de compra por parte de Kraft Heinz, otra gran compañía de alimentos con una cultura corporativa que no podría haber sido más diferente de la de Unilever.
Después de retirarse de la compañía el año pasado, creó Imagine, una firma consultora dedicada a la responsabilidad ambiental y social.
–No muchas compañías han seguido su ejemplo. ¿Qué hace falta para que más empresas comiencen a actuar más responsablemente?
–Si fuera fácil, ya se habría hecho Es un trabajo difícil. El camino hacia el cambio tiene muchos escépticos y descreídos.
Tenemos que reinventar el capitalismo, mover los mercados financieros hacia el largo plazo. Los CEO son básicamente buena gente. Ninguno quiere más desempleo o que haya más gente con hambre o más polución. ¿Peor entonces por qué actúan colectivamente en forma tan miserable? Porque dedicamos demasiado tiempo a atacar las consecuencias y no las causas.
Tenemos que mover los mercados financieros al largo plazo mientras cambian los sistemas. Tenemos que descarbonizar esta economía global si queremos mantenerla vivible. Tenemos que encontrar un sistema económico que sea más inclusivo.