Si asumimos el clima como un bien público global y recordamos que los bienes públicos se caracterizan porque su uso o consumo por parte de una persona no excluye el consumo por parte de otro, empezamos a comprender por qué es tan difícil acordar un régimen que financie un clima saludable para nosotros y para los que vienen.
Siempre habrá parásitos (free riders) que aprovecharán del clima presente pretendiendo que otros se hagan cargo de la externalidad negativa global (emisión de gases) que está degradando ese clima para los que vienen.
El problema del parásito prolongado en el tiempo lleva a la “tragedia de los comunes”; todos abusan de un recurso limitado que comparten, al que terminan destruyendo aunque a ninguno le convenga.
Elinor Ostrom, Nobel de Economía 2009, demostró cómo pequeñas comunidades estables, son capaces, en ciertas condiciones, de gestionar sus recursos comunes evitando la tragedia del agotamiento gracias a mecanismos informales de incentivos y sanción.
Pero en el cambio climático tenemos más de 7.600 millones de personas implicadas, más su futura descendencia.
En vista de que todos disfrutan de un bien público y nadie puede evitar que los demás lo usen, todos tienen un incentivo para disimular la demanda de esos bienes públicos a fin de evitar pagar su parte proporcional de los costos. Los individuos no revelan sus preferencias de consumo de esos bienes, por eso a nivel local es el presupuesto público el que se hace cargo de financiarlos.
La casa común
Pero aquí estamos hablando del clima mundial, un bien público sin fronteras: ¿quién pone los recursos para preservarlo saludable?
La respuesta de la economía a los problemas planteados tiene ámbitos jurisdiccionales acotados como los impuestos o el mercado de bonos asignando derechos de emisión.
Pero sin jurisdicción internacional la repuesta no es extrapolable.
La concentración de CO2 en la atmósfera por las emisiones totales pasó de 316 ppm (partes por millón) en 1959 a 413 en 2019.
Estamos a 37 ppm del límite de las 450, y para evitar superar esa barrera hay que reducir las emisiones per cápita a la mitad promediando el siglo.
Es la condición para estabilizar el clima en un aumento de temperatura no superior a 2ºC.
Las dos causas principales responsables del aumento de emisiones son: la deforestación y la combustión del carbón mineral.
El carbón mineral sigue siendo la principal fuente de generación de electricidad (38%), y la demanda en Asia que crece a tasas del 3% anual, ya representa el 75% de la demanda global.
El lobby carbonero en los Estados Unidos no ha podido contra la competencia de los precios del gas (revolución del shale gas) y la eficiencia de los ciclos combinados para generar electricidad.
Pero en Asia, gran parte de la explotación de las minas de carbón está en control de compañías estatales articuladas con generadoras eléctricas también del Estado.
En la India, el consumo de carbón aumentó el 9% el último año, y el 44% de los fletes de los ferrocarriles estatales dependen de esa carga para poder subsidiar el transporte de pasajeros.
La trama de intereses y el costo económico del carbón respecto a las energías alternativas prima sobre las consideraciones ambientales.
El problema es que con el uso creciente del carbón mineral la tragedia de los comunes a nivel global se está transformando en muchos países en tragedia para los propios.
Las consecuencias ambientales localizadas de la combustión del carbón (emisión de monóxido de carbono, material particulado, etc.) han empezado a producir impactos sociales, económicos y políticos nacionales que auguran cambios trascendentes y oportunidades a una matriz energética sustentable. China viene reduciendo la participación del carbón en su oferta de energía, y hay una drástica caída en la tasa de aprobación de nuevas centrales de carbón en toda Asia.
Es la gran oportunidad para el gas natural en la transición a las energías alternativas.
Un ciclo combinado a gas emite la mitad de CO2 que una planta de carbón, y la combustión de gas es mucho más limpia por efectos localizados que la de carbón.