Las cinco empresas con mayor valor por su cotización bursátil, en todo el mundo, son firmas tecnológicas de Estados Unidos: Apple, Microsoft, Alphabet (incluye a Google), Amazon y Facebook. Todos los aspectos imaginables de la actividad digital, están cubiertos por este grupo.
Estas cinco big tech tienen un valor conjunto de US$ 4, 6 billones (millones de millones en español) y representan más que el producto bruto anual de una economía tan importante como la de Alemania.
Amazon controla la mitad del total de ventas e-commerce en EE.UU., y 5% de todas las ventas minoristas en ese país. Facebook exhibe 2.200 millones de usuarios diarios (con Instagram, WhatsApp y Messenger).
Estos pocos datos explican por qué hay gente que cree que son demasiados grandes, que pueden hundir a toda la competencia más pequeña, y por eso claman de modo urgente por mayor regulación de su funcionamiento por parte de los estados nacionales, en defensa de los consumidores –y de los ciudadanos– de cada país.
Lo cierto es que el crecimiento ha sido tan repentino –menos de una década en muchos de los casos– que sorprendió al poder regulatorio de todos los gobiernos. Recién ahora aparecen intentos de algún control en países europeos y también en algunas instancias de la justicia estadounidense.
Es que la nueva realidad terminó con el paradigma dominante por décadas: si los precios bajaban para los consumidores, se decía, no importaba cuánto poder lograran los actores ni siquiera si aniquilaban brutalmente a la competencia. Ahora se abre camino una nueva concepción que recomienda mirar con atención el poderío de las grandes tecnológicas.
Los europeos en particular (y ahora algunos sectores de opinión estadounidense) vislumbran que la excesiva concentración de poder daña a los consumidores y a las ideas democráticas.
En consecuencia lo que ahora está sobre la mesa es qué es lo que hay que hacer, si será suficiente, y con qué celeridad. Lo que augura un extendido e intenso conflicto entre los nuevos colosos tecnológicos y las pretensiones regulatorias estatales.
El ejemplo de los bancos
Una analogía que surge inevitable en este contexto, es con los grandes bancos. Las instituciones financieras siempre han dedicado mucho tiempo y esfuerzo a evitar o disminuir las regulaciones que se le quieren imponer. Tuvieron la convicción de que su sector debía ser juzgado por reglas diferentes a las del resto de la comunidad empresaria. Empeño que llevó, según la opinión mayoritaria de los analistas, a la tremenda crisis de 2008 (también conocida como la Gran Depresión).
La misma naturaleza de estragos que se teme que ocurra con las Big Tech si recorren ahora el mismo camino. Como se dijo entonces con los bancos, “son demasiado grandes como para dejar que se caigan”, lo cual impulsó a los gobiernos al salvataje, aunque el nuevo escenario se tradujo en menores salarios para la gente, caída sensible en el valor de los inmuebles y la depreciación de bonos y acciones.
La teoría de las crisis recurrentes sostiene que ocurren cada década. Por lo tanto deberíamos estar en las vecindades de una nueva. La opinión dominante sostiene que esta vez vendrán de la mano de los gigantes tecnológicos. Algunos expertos creen que habrá que hacer lo mismo que con las entidades financieras: evitar su caída. Pero otro sector importante sostiene que dejar que caigan es precisamente lo mejor que puede ocurrir.
Seguramente es difícil creer en estas predicciones cuando se advierte el valor y el poder de estos gigantes (Apple fue la primera firma cuyo valor de capitalización bursátil superó US$ 1 billón (millón de millones en español).
Aunque sus directivos no lo admitan, el enorme tamaño de estas firmas, es inevitablemente, un problema. Su vigilancia, por parte de los reguladores es una tarea muy complicada. Insensiblemente se deslizan en la misma dirección: sostienen que son diferentes a todas las empresas del resto de la economía y buscan instalar la idea de que deben manejarse con reglas distintas a los demás.
Hace una década, los bancos centrales inyectaron enormes cantidades de efectivo y una enorme reducción en las tasas de interés, para lograr una rápida reactivación. Los grandes beneficiarios fueron las grandes compañías de todo tipo, que colocaron todo el efectivo en bonos y títulos del mercado offshore, mientras tomaban créditos baratos.
Otra vez, Apple es un buen ejemplo. Debe US$ 110 mil millones, pero su efectivo disponible es casi el doble: US$ 210 mil millones. Esa etapa, y esa política, no favoreció a la economía real, pero sí a las grandes empresas que contrajeron deuda muy barata, o emitieron deuda barata para recomprar sus propias acciones y pagar buenos dividendos.
Una consecuencia palpable de este desarrollo es que la desigualdad ha crecido en la sociedad, debilitando la democracia y urgiendo por una reforma importante del capitalismo, tal como lo conocíamos hasta ahora.
El fin de la historia, treinta años después
Fue un acontecimiento que no pasó inadvertido. A pesar de nuevas circunstancias perturbadoras en distintas latitudes del planeta, en todas partes se recordó el 30 aniversario de la caída del muro de Berlín.
Es que tuvo una inmensa significación. El mundo, como se conocía, se transformó en forma súbita. Medio siglo de intenso combate intelectual –y del otro también– cesaron de modo súbito. Ronald Reagan había ganado la pulseada y el régimen soviético colapsaba en medio de un desastre económico. El modelo propiciado por Estados Unidos desde la posguerra, se imponía en todo el planeta, con la excepción de una China concentrada en crecer, encerrada dentro de su geografía.
Fue ese el preciso momento en que el entonces joven historiador, Francis Fukuyama, acuñó una expresión que tuvo enorme difusión: “el fin de la historia”.
Claro está, no había que leerla en sentido literal. Lo que se había terminado era esa realidad de los dos bloques antagónicos, sin concesiones. Uno se había derrumbado, el otro se quedaba sin contendiente.
Pero Fukuyama sigue activo, y tres décadas más tarde reconoce que aquel modelo triunfante se encuentra ahora bajo ataque, por la persistente y activa oposición de la creciente desigualdad económica mundial, por los efectos no queridos de la exitosa globalización, y por el surgimiento de un populismo y autoritarismo en alza, que comprometen seriamente los principios de la democracia liberal republicana, y obligan a pensar en una reformulación drástica del capitalismo.
En una reciente entrevista que le hiciera un medio japonés, Fukuyama aportó un dato positivo: en los años 70 había entre 30 y 35 democracias en todo el planeta. Pero ahora, agregó, hay al menos 110.
Es decir, la mayoría de los países del planeta son democráticos y recibieron beneficios económicos palpables durante décadas. Recordó que entre 1970 y 2008 (el año de la enorme crisis financiera), la economía global se cuadruplicó. Pero en la última década, el crecimiento se tomó vacaciones.
La explicación no es –a su juicio– el accionar global de China y Rusia, a quien muchos analistas señalan como parte del problema. Desde su perspectiva, lo novedoso es el surgimiento de los movimientos populistas incluso en el seno de estables democracias (como el ascenso de Trump en Estados Unidos, la cuestión del Brexit en Gran Bretaña y la media docena de influyentes partidos de ese signo en toda Europa).
Cultura, como explicación
En este punto Fukuyama hace un aporte interesante: cultura –y no desigualdad económica– es el principal impulsor del populismo. Si se tratara solo de inequidad en el reparto –dice–, se verían partidos de izquierda con programas de redistribución de la riqueza y ampliación de programas sociales.
Pero la respuesta viene de partidos populistas, autoritarios, de derecha.
Su credo es simple: la globalización erosiona la identidad nacional, sea promoviendo la llegada masiva de inmigrantes o por efecto de las élites nacionales beneficiándose de estas políticas.
La democracia, sostiene el historiador, da muchas cosas, pero no un sentido de propósito, una idea de comunidad. Y esas –sostiene– son debilidades intrínsecas de los gobiernos democráticos.
Por lo tanto, es lícito volver a la cuestión de “el fin de la historia”. ¿Hay un sistema superior al democrático que esté en funcionamiento o que todavía no ha sido inventado?
La respuesta es: no hay nada excepto China. Que definitivamente no es una democracia, pero produce mucho crecimiento económico. Alguien puede creer que en 100 años más, la mayoría de los países tendrá un régimen como es hoy el de China. Fukuyama descarta esa posibilidad.
La observación más precisa que hace es que hoy, como hace 30 años atrás, el mundo apunta a dividirse en dos bloques, como antaño con la tristemente famosa “cortina de acero”. Hoy, la grieta pasa por la guerra de aranceles entre China y Estados Unidos –que impacta en todo el mundo– que amenaza con poner fin al crecimiento global de las últimas décadas.
Según la Organización Mundial de Comercio, este año el intercambio global de mercaderías crecerá apenas 1,2%, el menor porcentaje desde la gran crisis de 2009. La inversión extranjera directa en relación con el producto bruto interno, fue la menor en veinte años: apenas 1,4% en 2018.
Síntomas que hacen suponer que vendrá un divorcio de mayores proporciones entre ambas superpotencias. El viejo modelo occidental de tener líneas de fabricación barata de bienes, partes y suministros en territorio chino, pierde todo sentido. No hay seguridad.
Este difícil contexto se suma a otra realidad, imposible de soslayar. Como bien lo refleja Nicholas Lemann, en su reciente libro, Transaction Man, la falta de conexión entre las alternativas del ámbito empresariales y las preferencias de la ética política, se traduce en generalizado aumento de la desigualdad, falta de adhesión a los partidos políticos y un descenso en la confianza en las instituciones centrales de la vida cotidiana estadounidense. Pero sobre todo, en una imperiosa necesidad: reinventar el capitalismo.