Ilusiones, metas y fantasías en torno al cambio climático

    La investigación apareció en Journal Geophysical Research Letters.

    Las consecuencias previstas serán graves para la salud humana, la agricultura y los alimentos, y obviamente sobre el ambiente.

    Afortunadamente los pronósticos pueden servir para hacer la autocorrección, pero el optimismo es muy moderado.

    Todos tienen presentes los planes y programas de gobiernos, empresas y organizaciones para reducir la emisión de carbono y mantener la actual temperatura promedio o reducir la temperatura en dos grados. Con planes detallados para lograr metas para 2030. O bien para 2035, o acaso para 2050.

    Desde la perspectiva empresarial, es evidente que hoy estos temas ambientales son críticos para crear valor económico y financiero. No son “otros temas”, son aspectos que hacen a la esencia del negocio. Desde la licencia social para operar hasta la huella de carbono, todo indica si son mejores o peores perspectivas financieras.

    Esta realidad ha sido percibida también por los inversores en los últimos años y por eso quieren integrar la información. No es ya una preocupación “filantrópica” sino un elemento clave de la viabilidad y posibilidad de éxito de los negocios.

    Con seguridad, el tema del deterioro climático y la degradación del ambiente son de los que más preocupan en el ámbito empresarial. Nadie se anima a decir que todo se trata de green washing como ocurría hasta hace unos años cuando la meta era convencer a los clientes de que el ambiente era la gran obsesión. No hay margen para esa pobre estrategia.

    Hay honestidad de convicciones en casi todas las empresas que actúan públicamente sobre estos temas. Ni los malos resultados los desalientan como lo demostraron los presupuestos intactos del año pasado, en medio de la pandemia. El problema es la calidad del pronóstico y la viabilidad de las metas que se han fijado.

    La visión del futuro

    A pesar de que nadie puede imaginar cómo será la vida dentro de treinta años, muchas de las grandes empresas del mundo muestran gran seguridad sobre el futuro. Si se han de creer sus comunicados de prensa, 2050 será el momento en que ya no van a enviar ni una sola nube de gas de invernadero a la atmósfera sin hacer algo que elimine la misma cantidad.

    Grandes compañías en todos los sectores –3M, Mastercard, BP y Shell– han fijado metas cero neto para 2050.

    Se plantarán bosques, se limpiarán las cadenas de suministro y las nuevas tecnologías reemplazarán las fábricas de energía sucia, los camiones que escupen gases tóxicos y los ineficientes edificios de oficinas.

    Las entidades que financian a las industrias que emiten carbono están comenzando a hacer lo mismo. Wells Fargo es el último de los seis grandes bancos norteamericanos en fijarse el mismo objetivo.

    Pero esas metas lejanas permiten sospechar que algunos ejecutivos preferirían tener más tiempo antes de lograr la virtud ambiental. “Para 2050 los CEO de hoy estarán retirados o muertos”, dice Patrick McCully, director del programa Rainforest Action Network. Seguramente los directorios se sintieron presionados a hacer promesas anti emisiones, dice, pero ahora ven que “tendrán que sacar el pie del acelerador en cuanto a cómo es que se van a implementar los programas”.

     Una investigación de PwC que se acaba de publicar mostró que el cambio climático sale noveno entre los peligros que perciben los CEO globales para el crecimiento económico. Más de la cuarta parte de los ejecutivos encuestados dijo que no le preocupa el calentamiento global. El escepticismo se refuerza por la ausencia de detalle que muchas compañías han dado a sus inversores sobre cómo piensan lograr esas metas distantes y, más importante, cómo proyectan comenzar a trabajar hacia ellas ahora.

    Pero la cuarta parte de las empresas que integran el S&P 500 ya habían hecho promesas para lograr las emisiones cero cuando finalizaba el 2020, según FCLT Global, un organismo que aboga por las inversiones a largo plazo. Y ese número crece con rapidez.

    Algunas, como FedEx y Walmart, aspiran a lograr equilibrio de emisiones en 2040; otros negocios con menores emisiones de carbono esperan llegar a ese punto en 2030.

    Durante largas décadas hubo críticas a las empresas que no podían ver más allá del trimestre siguiente, por eso hasta los ambientalistas celebran esa aparente disposición a plantearse desafíos de largo plazo, especialmente porque surgen a pesar de las presiones de corto plazo de la pandemia.

    También, cada vez más, es buen negocio. Ahora que el presidente Joe Biden promete poner a Estados Unidos en un “camino irreversible” hacia las emisiones cero neto para 2050, muchas economías se vuelcan hacia el sector privado para lograr las metas fijadas por el Acuerdo del Clima de París, que van a requerir billones de dólares de inversiones en tecnologías verdes.

    También sus accionistas su suman a la movida. En 2019, 34 fondos de inversión prometieron limpiar sus carteras en treinta años. BlackRock, el fondo más grande del mundo, advierte que podría votar en contra de los directores que no tomen el tema con seriedad.

    Las compañías con decisión y recursos para hacer aunque sea compromisos mínimos de ESG, se vieron beneficiadas con las grandes sumas de dinero que llenaban las arcas de los fondos de inversión en los últimos años. Pero ahora los inversores se han vuelto exigentes y esperan que las nuevas y duras reglas de la Unión Europea sobre cuáles productos de inversión se pueden llamar “sustentables” obligue a las empresas a tener más cuidado con “el disfraz verde”.

    El posible lanzamiento este año de un buró de estándares de sustentabilidad por la Fundación IFRS, que supervisa los estándares contables internacionales, debería obligar a que los informes ESG sean más sustanciosos.

    Pero por ahora los inversores ven escasez de datos que les permitan evaluar el progreso y disuadir a los ejecutivos de pintar de verde los números si no logran cumplir con las metas. Sin compromisos mensurables sobre qué cambios hay que hacer en el corto plazo, los planes a 30 años de las compañías suenan a hueco, por bien intencionados que sean.

    Si los inversores toman ESG con seriedad como dicen, deberían exigir informes anuales donde se vea con claridad el avance hacia esas metas y también responsabilizar a los directores que siguen viendo el desafío como un problema para la próxima generación. Y si realmente desean enfocarse en la tarea, también podrían instar a los directorios a que los sueldos de los ejecutivos se ajusten según el progreso que estén logrando para cumplir con la meta.

    Desacelerar la economía

    ¿Será posible que exista prosperidad sin crecimiento?

    Luego de un siglo en el que el PBI per cápita creció más de seis veces en Estados Unidos, ha surgido un acalorado debate sobre la factibilidad y conveniencia de seguir, año tras año, creando y consumiendo cada vez más cosas. La crítica al crecimiento económico, que durante mucho tiempo fue marginal, está ganando adeptos debido a la crisis que provoca el clima.

    Del lado de la izquierda, la alarma ante el cambio climático y otros peligros ambientales ha dado origen al movimiento por el “de-crecimiento”, que pide a los países avanzados adoptar como meta el crecimiento cero o incluso el crecimiento negativo. El movimiento sostiene que si la humanidad no desea destruir los sistemas que sostienen al planeta, la economía global debería desacelerarse.

    La crítica ecológica ha ganado mucho terreno, afirma John Cassidy en New Yorker en una nota donde presenta argumentos a favor y en contra de desacelerar el crecimiento económico en el mundo.

    En la última cumbre del clima en Naciones Unidas la adolescente sueca Greta Thunberg declaró: “Estamos comenzando una extinción masiva y ustedes solo hablan de dinero y de cuentos de hadas sobre crecimiento económico eterno”.

    Otros imaginan un “capitalismo post-crecimiento” en el que continuaría la producción que busca obtener ganancias, pero la economía se organizaría de manera diferente. “La gente puede prosperar sin acumular siempre más cosas”, dice Tim Jackson, profesor de desarrollo sustentable en el Universidad de Surrey, Inglaterra.

    Argumentos del cuestionamiento

    También la economía convencional comienza a cuestionar la ortodoxia del crecimiento, y no solamente porque atenta contra el medio ambiente. En el libro titulado “Good Economics for Hard Times” Abhijit Banerjee y Esther Duflo dicen que un mayor PBI no necesariamente significa un aumento en el bienestar humano, especialmente si no es distribuido con equidad, y que su búsqueda eterna puede ser contraproducente.

    También sostienen que en países avanzados como Estados Unidos la búsqueda de crecimiento económico que se implantó desde la revolución Reagan–Thatcher contribuyó al aumento de la desigualdad, la mortalidad y la polarización política.

    “Cuando los beneficios del crecimiento son captados por una élite, se puede terminar en un desastre social”.

    Pero Banerjee y Duflo no se oponen al crecimiento económico.  Dicen, también, que desde 1990 el número de personas que viven con menos de US$ 1,90 al día –la definición de extrema pobreza que hace el Banco Mundial– cayó de casi 2.000 millones a cerca de 700 millones.

    El aumento del PBI, además de aumentar los ingresos de la gente, permitió a los gobiernos gastar más en escuelas, hospitales, medicinas y transferencias de dinero a los pobres, dicen.

    No obstante, creen, al menos para los países avanzados, que las políticas que desaceleran el crecimiento del PBP podrían resultar beneficiosas, especialmente si el resultado es que los frutos del crecimiento son compartidos más ampliamente. En este sentido Banerjee and Duflo podrían catalogarse como partidarios del crecimiento lento.

    Otro economista que se suma a esta postura es Dietrich Vollrath, autor de  “Fully Grown: Why a Stagnant Economy Is a Sign of Success.” Él cree que no hay por qué preocuparse con menores tasas de crecimiento económico en los países avanzados.

    A diferencia de otros escépticos del crecimiento, no basa su postura en preocupaciones ambientales ni de aumento de la desigualdad. Explica el fenómeno como resultado de elecciones personales. A medida que los países avanzados se vuelven más ricos, sus habitantes deciden pasar menos tiempo en el trabajo y tener familias más reducidas. Se desacelera el crecimiento del PBI cuando el crecimiento de la fuerza laboral declina.

    Vollrath estima que dos tercios de la reciente desaceleración en el crecimiento del PBI puede explicarse por la declinación en el crecimiento del empleo. También cita un giro de los patrones de gasto de bienes tangibles –como ropa, autos y muebles– a servicios, como cuidado de la niñez, cuidado sanitario y tratamiento de spa.

     

    Poblaciones que envejecen

    El análisis de Vollrath  implica que todas las principales economías van a ver menor crecimiento a medida que sus poblaciones envejecen. Pero 2% de crecimiento no es ninguna insignificancia, dice. Si la economía norteamericana se continúa expandiendo a ese ritmo, habrá doblado su tamaño para 2055 y dentro de un siglo tendrá ocho veces su tamaño actual. Si a eso se le suma el crecimiento de otros países ricos y las economías en desarrollo que crecen a tasas parecidas, se puede vislumbrar un escenario en el que para finales del próximo siglo el PBI global habrá crecido cincuenta o incluso cien veces.

    ¿Un escenario así es sostenible desde el punto de vista ambiental? Los proponentes del “crecimiento verde” que ahora incluyen a muchos gobiernos europeos, el banco mundial y la OCDE dicen que sí. Dicen que, con las medidas adecuadas y el progreso tecnológico, el mundo puede gozar de crecimiento y prosperidad perpetuos mientras simultáneamente reduce las emisiones y el consumo de recursos naturales.

    Un informe de 2018 redactado por la Global Commission on the Economy and Climate, un grupo internacional de economistas, funcionarios y líderes empresariales, declara: “Estamos a las puertas de una nueva era económica: una en la cual el crecimiento se deriva de la interacción entre la innovación tecnológica, la inversión en infraestructura sustentable y el aumento en la productividad de los recursos. Podemos tener un crecimiento fuerte, sustentable, equilibrado e inclusivo”.

    Esa afirmación refleja la aceptación de lo que suele llamarse “desacople absoluto”, una perspectiva en la cual el PBI puede crecer mientras declinan las emisiones de carbono.

    Por un tiempo, las cifras oficiales  de emisiones de carbono parecieron sostener este argumento. Entre 2000 y 2013, el PBI británico creció 27% mientras las emisiones caían 9%, afirma la economista inglesa en su libro, “Doughnut Economics: Seven Ways to Think Like a 21st Century Economist”, publicado en 2017.

    El patrón fue similar en Estados Unios: el PBI subió y las emisiones bajaron. Globalmente las emisiones de carbono se mantuvieron estables entre 2014 y 2016, según cifras de la International Energy Agency. Pero la tendencia no duró. Según un informe reciente del Global Carbon Project, en cada uno de los tres últimos años las emisiones de carbono fueron en aumento.

    La pausa en el alza de las emisiones puede haberse debido a que las economías quedaron deprimidas después de la crisis financiera de 2008 y al pase de carbón a gas natural, algo que no se puede repetir. Un antropólogo de la Universidad de Londres concluyó que el “crecimiento verde podría ser un objetivo equivocado y que los políticos deberían considerar estrategias alternativas”.

    Estrategias alternativas

    ¿Pero pueden esas “estrategias alternativas” implementarse sin rupturas enormes? Hace rato que los economistas vienen insistiendo en que no. “Si se abandonara el crecimiento como objetivo de política, también se abandonaría la democracia”, escribe Wilfred Beckerman, economista de Oxford en “In Defense of Economic Growth”, que apareció en 1972.

    “Los costos del no-crecimiento deliberado, en términos de la transformación política y social que se necesitaría en la sociedad, son astronómicos”.

    Hay otro problema para los escépticos del crecimiento: ¿cómo reducirían la pobreza global? China e India sacaron a millones de la pobreza extrema integrando sus países a la economía capitalista global, ofreciendo bienes baratos y servicios a los países más avanzados.

    El proceso requirió una masiva migración del campo a la ciudad, la proliferación de fábricas clandestinas con explotación laboral y la degradación del ambiente. Pero el resultado final fue ingresos más altos y en algunos lugares el surgimiento de una nueva clase media que no está dispuesta a perder sus conquistas.

    Si las grandes economías industrializadas redujeran su consumo y se reorganizaran en líneas más comunales, ¿quién compraría todos los componentes y dispositivos y ropa que producen países en desarrollo como Bangladesh, Indonesia y Vietnam? ¿Qué ocurriría con las economías de países africanos como Etiopía, Ghana y Rwanda que han visto crecer rápidamente su PBI? Los partidarios de desacelerar el crecimiento todavía tienen que dar respuestas convincentes a esas preguntas.

    Kate Raworth propone adoptar políticas respetuosas del ambiente cuando no se sepa cómo van a afectar el crecimiento de largo plazo.  Por ejemplo, invertir en energías renovables, cerrar las plantas energéticas a carbón y introducir el impuesto al carbono para desalentar el uso de combustibles fósiles.