Cuando a uno de los personajes de Ernest Hemingway le preguntaron cómo fue que terminó en la quiebra contestó: “De dos formas… gradualmente primero y después, de repente”. Larry Diamond, un respetado politólogo de la Universidad de Stanford, cree que lo mismo le está ocurriendo a todas las democracias del mundo, incluida la de Estados Unidos.
La parte gradual de la declinación de la democracia está a la vista. El apoyo que recibe el autoritarismo viene creciendo sostenidamente en todo el mundo, inclusive en Occidente: 18% de los estadounidenses apoyaría hoy un gobierno militar comparado con apenas 8% en 1995. La desconfianza en las instituciones públicas continúa cayendo. Y la cuota de votos que reciben los partidos extremistas sigue creciendo en la mayoría de las democracias.
62% de los países con una población mayor a un millón, eran democráticos al comienzo de este siglo. Desde entonces ese porcentaje cayó a 51%. Diamond llama a esto la “regresión democrática”. Países como la Turquía de Recep Tayyip Erdogan y la Hungría de Viktor Orban fueron eliminando gradualmente los controles y equilibrios de una democracia liberal que funciona. Y luego, de repente, dejaron de ser democracias reconocibles.
La autocracia (o sea, el gobierno de una persona) tiene la costumbre de acercarse a nosotros por detrás y en puntas de pie… y entonces nos asalta. Los gobernantes fuertes de hoy retienen algunas de las formas de la democracia, como el llamado a elecciones. Pero son “democracias Potemkin”, o “autocracias electorales”, dice Diamond.
La pregunta que plantea en su libro “Ill Winds–Saving Democracy From Russian Rage, Chinese Ambition, and American Complacency” es cómo impedir que ese retroceso de la democracia en el mundo se convierta en una verdadera caída. Su tesis es que Estados Unidos se encuentra ante amenazas de afuera y de adentro. Las de afuera, provienen de Rusia y de China; las de adentro, de la corrosión en su propio sistema político. Rusia explota hábilmente, dice, la apertura de Occidente. Hay muchos grandes estudios legales y desarrolladores de propiedades en Londres y Nueva York que lucran –y hasta colaboran– con el lavado de dinero ruso. Una de las razones por las que el presidente ruso Vladimir Putin es tan despectivo del poder occidental es la facilidad con que ha podido comprar a sus élites. “La cleptocracia (el gobierno de los corruptos) es un cáncer que se está comiendo los órganos vitales de nuestras democracias, escribe en su libro.
La estrategia china
Los peligros que plantea China son más sutiles pero mayores. Diamond no tiene dudas de que China está desafiando abiertamente el modelo democrático occidental. Beijing actualmente gasta US$10.0000 millones al año en propaganda en el extranjero: cinco veces lo que gasta Estados Unidos en promoción de la democracia y derechos humanos. El presupuesto chino para ayuda externa –US$ 38.000 millones– es el más grande del mundo. Hay ahora 525 Institutos Confucio que cubren todos los continentes. Xinhua, la agencia de noticias del estado, tiene 180 oficinas o sea que en términos de tamaño es la cuarta del mundo, detrás de Associated Press, Reuters y Agence France–Presse. Lo más importante, su multimillonaria “Belt and Road Initiative” es más de 10 veces superior al Plan Marshall norteamericano de la posguerra.
Diamond lamenta la erosión del “poder blando” occidental, como llama a la declinación del atractivo de la forma de gobierno en Occidente. Lo contrasta con el aumento del “poder fuerte” de China y Rusia, o sea el uso de dinero, corrupción e información falsa para debilitar la autoconfianza occidental. Diamond critica al ex canciller alemán Gerhard Schröder por ser miembro del directorio de Rosneft, de varias subsidiarias de Gazprom y de otros gigantes energéticos rusos; a Bob Hawke, ex primer ministro austríaco, lo acusa de asesorar a empresas estatales chinas. A Dominique Strauss-Kahn, ex jefe del FMI lo menciona por lobista de autocracias africanas.
De Bill Clinton y Tony Blair dice que ganaron dinero asesorando a regímenes despreciables. “Si nuestras mejores y más brillantes figuras están en venta, ¿cuánto tardará en caer nuestro sistema?” La solución que ofrece es que Estados Unidos lance una promoción concertada –pero no bélica– de la democracia global. Lamentablemente, opina Diamond, el plan deberá esperar otra administración, porque el actual presidente de Estados Unidos está demasiado ocupado preparando el mundo para las autocracias.
Una nueva visión desde la izquierda
Cómo democratizar la economía
para fortalecer la democracia
Una nueva generación de pensadores está tratando de construir una economía alternativa que corrija las fallas de la actual. Una economía más justa, más inclusiva y menos destructiva de la sociedad y el planeta. Más que una economía, es una nueva visión del mundo.
Durante casi medio siglo, faltó algo fundamental en la política izquierdista de los países occidentales, dice Andy Becket en su columna semanal en The Guardian. Desde los años 70en adelante, la izquierda fue cambiando lo que piensa la gente sobre prejuicio, identidad personal y libertad; puso al descubierto las crueldades del capitalismo; a veces ganó elecciones y a veces hizo después un buen gobierno.
Lo que no ha podido hacer hasta ahora es cambiar la forma en que funcionan la riqueza y el trabajo en la sociedad, ni tampoco pudo presentar una visión convincente de cómo se podría hacer ese cambio. Todo esto podría resumirse diciendo que la izquierda, hasta ahora, no ha tenido una política económica propia.
La derecha, en cambio, sí la tuvo. Privatización, desregulación, impuestos bajos a las empresas y a los ricos, más poder a los empleadores y accionistas, menos poder a los trabajadores. Esas políticas combinadas intensificaron el capitalismo y lo difundieron. La derecha hizo enormes esfuerzos por hacer que el capitalismo parezca inevitable y por pintar cualquier alternativa como imposible.
En ese contexto cada vez más hostil, la postura económica de la izquierda fue siempre reactiva: resistir todos esos enormes cambios, a menudo en vano y muchas veces mirando hacia atrás con nostalgia.
Durante muchas décadas los dos analistas fundamentales del capitalismo, Karl Marx y John Maynard Keynes, siguieron dominando el imaginario económico de la izquierda. Marx murió en 1883, Keynes en 1946. La última vez que sus ideas tuvieron una influencia importante en los gobiernos occidentales o en los votantes fue hace 40 años durante los últimos días de la democracia social de posguerra.
Desde entonces, los pensadores de centro y derecha han caricaturizado a cualquiera que osara decir que había que controlar al capitalismo; ni hablar de reformularlo o reemplazarlo, como alguien que pretende hacer retroceder el mundo a la década de los años 70. La sugerencia de alterar el sistema económico era presentada como una fantasía, tan impracticable como la idea de viajar en el tiempo.
Una crisis grave
Pero en los últimos años, ese sistema económico comenzó a trastabillar. En lugar de prosperidad sostenible y compartida ampliamente por todos, ha producido estancamiento de salarios, ha enviado cada vez más trabajadores a la pobreza y ha generado inequidad, crisis bancarias y convulsiones del populismo además de catástrofes climáticas.
Hasta los viejos políticos de derecha admiten la gravedad de la crisis. El canciller británico Philip Hammond admitió que se ha abierto una brecha profunda entre la teoría y la realidad de la economía de mercado y que “hay demasiadas personas que sienten que el sistema no les ha funcionado”.
Hoy se comienza a admitir por todas partes que hace falta una nueva economía: más justa, más inclusiva, menos explotadora y menos destructiva de la sociedad y del planeta. Los votantes se rebelan contra el neoliberalismo, contra las instituciones económicas internacionales, contra el banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional por las fallas que han mostrado.
La crisis financiera de 2008 desacreditó dos ortodoxias neliberales: que el capitalismo no puede fallar y que los gobiernos no pueden intervenir para cambiar la forma en que funciona la economía.
Y así fue como quedó abierto un enorme espacio político. En los dos países occidentales más capitalistas, Gran Bretaña y Estados Unidos, y los que tienen los problemas más agudos, una nueva red de pensadores, activistas y políticos ha comenzado a aprovechar la oportunidad. Están tratando de construir un nuevo tipo de economía izquierdista: una que corrija las fallas de la economía del siglo 21 pero que también explique, de manera práctica, cómo podrían los futuros gobiernos de izquierda crear una mejor.
La nueva economía de izquierda busca la redistribución del poder económico para que sea como el poder político, que está en manos de todos en una democracia sana. Esa redistribución del poder podría implicar que los empleados asuman parte de la propiedad de la compañía donde trabajan; o que los políticos locales reformulen le economía de la ciudad para favorecer a las empresas locales antes que a las grandes corporaciones; o que los políticos nacionales hagan de las cooperativas una norma capitalista.
Sin esa transformación, dicen los nuevos economistas, la creciente inequidad de poder económico pronto hará impracticable la democracia misma. “Si queremos vivir en sociedades democráticas, debemos permitir que las comunidades formulen las economías locales”, escriben Jope Ghinan y Martin O’Neill, dos prolíficos defensores de la nueva economía. Ya no alcanza con ver a la economía como una especie de territorio tecnocrático donde no existen los valores centrales de una sociedad democrática. Si se democratiza la economía, dicen, se revitalizará la democracia: los votantes no se sentirán tan furiosos o apáticos si se los incluye en decisiones económicas que afectan sus vidas.
El proyecto de los nuevos economistas significa transformar la relación entre capitalismo y estado; entre trabajadores y empleadores; entre la economía local y global y entre los que tienen activos económicos y los que no los tienen. El poder y el control económico deben repartirse más equitativamente.
Los nuevos economistas quieren un cambio sistémico y permanente. Quieren, por lo menos, cambiar la forma en que funciona el capitalismo.
Pero sobre todas las cosas quieren que ese cambio sea solo parcialmente iniciado y vigilado –pero nunca controlado– por el Estado. Buscan una transformación que ocurra casi orgánicamente, impulsada por empleados y consumidores, una suerte de revolución no violenta en cámara lenta. El resultado será una economía para la sociedad en lugar de lo que tenemos ahora –dicen– que es una sociedad subordinada a la economía. La nueva economía, insisten, más que economía es una nueva visión del mundo.
La opción de la izquierda
El economista Dani Rodrick, profesor de Economía Política Internacional en la John F. Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard, comienza su artículo The Left’s Choice analizando la situación política de la izquierda para pasar a dar lo que podría ser su aporte a una posible solución económica vista desde esa perspectiva.
Hasta ahora, dice, los grandes beneficiarios de las fracturas sociales y económicas que trajeron la globalización y el cambio tecnológico han sido los populistas de derecha. Políticos como Donald Trump en Estados Unidos, Viktor Orbán en Hungría y Jair Bolsonaro en Brasil tomaron el poder capitalizando el enojo de muchos con las élites políticas.
La izquierda y los grupos progresistas han estado, en gran medida, ausentes. La debilidad relativa de la izquierda es producto de la declinación de los sindicatos y de los grupos obreros organizados que históricamente formaron la columna vertebral de los movimientos socialistas y de izquierda. Pero la abdicación ideológica también jugó un rol importante. A medida que los partidos de izquierda se hacían más dependientes de las élites educadas en lugar de la clase trabajadora, sus ideas se alineaban más estrechamente con los intereses financieros y corporativos.
Las soluciones económicas que ofrecían los partidos izquierdistas eran limitadas: más gasto en educación, mejores políticas de bienestar social, un poco más de progresismo en impuestos y muy poco más. El programa de la izquierda era algo así como poner una capa de azúcar al sistema predominante sin atacar las fuentes fundamentales de la inequidad política, económica y social.
Reformas profundas
Pero ahora hay más conciencia de las limitaciones de esas políticas. Si bien hay mucho margen para mejorar el seguro social y los regímenes impositivos, hacen falta reformas más profundas para ayudar a nivelar el campo de juego a favor de los trabajadores en una cantidad de terrenos. Eso significa enfocarse en producto, trabajo y mercados financieros, en políticas tecnológicas y en las reglas del juego político.
La prosperidad inclusiva no se logra solo redistribuyendo el ingreso del rico al pobre, o de las partes más productivas de la economía a los sectores menos porductivos. Necesita que los trabajadores menos calificados, que las firmas más pequeñas y las regiones más atrasadas se integren a las partes más avanzadas de la economía.
Eso quiere decir comenzar con la reintegración productiva de la economía doméstica. Las grandes firmas tienen un rol fundamental aquí. Deben reconocer que su éxito depende de los bienes públicos que ofrecen sus gobiernos nacionales y subnacionales: la ley y el orden, las reglas de propiedad intelectual, la infraestructura y la inversión pública en habilidades e investigación.
A cambio de eso, deben invertir en sus comunidades locales, pero no como responsabilidad social empresaria sino como actividad principal.
En una era anterior, los gobiernos se involucraron en actividades de extensión agrícola para difundir nuevas técnicas a los pequeños agricultores. Hoy tienen una responsabilidad parecida. Los gobiernos que ayuden a las empresas a fomentar la diseminación de tecnologías y técnicas de management al resto de la economía podrán aprovechar ese repertorio de iniciativas.
Una segunda área de acción pública se refiere a la dirección del cambio tecnológico. Las nuevas tecnologías, como la automatización y la inteligencia artificial, siempre han producido el efecto de reemplazar empleos, afectando adversamente a los trabajadores no calificados. Pero esto podría no darse en el futuro. En lugar de aplicar políticas como subsidios de capital que sin querer fomentan tecnologías que reemplazan el trabajo, los gobiernos podrían fomentar tecnologías que aumenten las oportunidades del mercado laboral para los trabajadores menos calificados.
Innovación e incentivos
El economista Tony Atkinson, en su libro “Inequality“, puso en duda la sensatez de los gobiernos que apoyan el desarrollo de vehículos autónomos sin considerar los efectos en taxistas o camioneros. Más recientemente, los economistas Daron Acemoglu, Anton Korinek y Pascual Restrepo explicaban que la inteligencia artificial se puede aplicar para aumentar la demanda de trabajo al permitir, por ejemplo, que los trabajadores rasos se dediquen a actividades que antes estaban fuera de sus posibilidades.
Pero para avanzar en esa dirección se necesita el esfuerzo consciente de los gobiernos para revisar sus políticas de innovación y brindar incentivos al sector privado.
Los mercados laborales también necesitan recalibrarse. El debilitamiento de los sindicatos y la deficiencia en protecciones a los trabajadores erosionó las fuentes tradicionales de poder compensatorio. Investigaciones recientes han demostrado que las firmas retienen una importante capacidad de negociación sobre los empleados, deprimiendo salarios y condiciones laborales. Revertir esas tendencias necesitará una cantidad de políticas pro–trabajadores, como la promoción de la sindicalización, el salario mínimo más alto y estándares regulatorios adecuados para los trabajadores en la “gig economy“.
Finanzas es otra área que requiere importantes modificaciones. Los sectores financieros de la mayoría de las economías avanzadas siguen inflados. Plantean permanentes riesgos a la estabilidad económica sin brindar beneficios que compensen en términos de mayores inversiones en actividades productivas. Los bancos necesitan, como mínimo, más escrutinio regulatorio. El hecho de que las instituciones financieras hayan salido prácticamente indemnes de la crisis de 2008–2009 habla a las claras de su poder político.
Como sugieren los fracasos en regulación financiera, las reformas en ese sector deben complementarse con medidas que solucionen la asimetría del acceso político. En Estados Unidos, poner las elecciones en días laborables en lugar de fines de semana o feriados, junto con reglas restrictivas de registración y una cantidad de otras normas electorales, coloca al trabajador promedio en importante desventaja. Esto es además de reglas de financiación de campañas que han permitido a las corporaciones y a los miembros más ricos de la sociedad ejercer una influencia excesiva sobre la legislación.