Europa ante una crisis de identidad

    En Europa, muchos políticos, diplomáticos y militares se preocupan por la desvinculación de Estados Unidos, que atribuyen a la peculiar personalidad del actual presidente, Donald Trump. Parecería que creen que una vez pasada la era del actual mandatario volverá a lograrse el consenso transatlántico que imperó desde la Segunda Guerra Mundial.

    Sin embargo el distanciamiento entre Estados Unidos y Europa ni comenzó ni terminará con Trump. Esta es la tesis que desarrollan Alina Polyakova y Benjamin Haddad en un análisis que titulan “Europe Alone – What Comes after the Transatlantic Alliance” en Foreign Affairs.

    Los líderes a ambos lados del océano deberían analizar la concatenación de circunstancias que condujo a la actual crisis. La mayor amenaza a la relación transatlántica no es la hostilidad de la Casa Blanca ni la divergencia de intereses. Esta crisis resulta de la asimetría de poder entre Estados Unidos y Europa. Durante muchos años ambas partes aceptaron ese desequilibrio y hasta lo cultivaron. Europa aceptaba someterse a cambio de la protección de la defensa norteamericana.

    Aunque se hablara de “compartir la carga”, Estados Unidos prefería asumir esos pagos a que reinara el caos en Europa. Pero el final de la Guerra Fría, el ataque a las Torres Gemelas y el ascenso de China cambiaron sus prioridades de seguridad y Europa dejó de ser el centro de su atención. La política europea de la Administración Trump, que va de la indiferencia a la hostilidad, ha dejado esta realidad al descubierto.

    Hasta ahora, la autonomía estratégica de Europa no es más que un objetivo. El ejército europeo es una aspiración que existe solo en los papeles. Y en Washington hasta esas propuestas tentativas son recibidas con recelo y escepticismo. Parecen temer que si Europa se independiza en asuntos de seguridad terminará compitiendo con Estados Unidos. Los legisladores norteamericanos pretenden que los europeos gasten más en poder militar pero dentro de los límites de la alianza, suponiendo que seguirían aceptando el liderazgo de Estados Unidos. Pero pensar que Europa invierta más en defensa sin desarrollar intereses más autónomos de seguridad es una ilusión. ¿Será que Estados Unidos quiere mantener al continente europeo débil y dividido pero alineado con sus intereses y dependiente de su poder? ¿O está dispuesto a tener un socio más autónomo y más poderoso que a veces pueda oponerse a sus políticas?

     

    Una opción de hierro

    Por su parte, Europa debe decidir algo parecido. No puede aspirar a tener un liderazgo global independiente y seguir dependiendo de Estados Unidos para su seguridad. Sus legisladores tienen hoy la responsablidad de revertir la tendencia a la desunión. Pero Estados Unidos no debería oponerse a los esfuerzos de Europa por fortalecerse. A la larga, un continente fuerte que pueda defender sus intereses y luchar sus propias batallas lo va a beneficiar. La alianza transatlántica debería seguir siendo el bastión del modelo occidental de los valores y principios democráticos liberales, afirman los autores; pero deberá transformarse para hacer frente a los actuales desafíos políticos, económicos y de seguridad que presentan China y Rusia. En lugar de aspirar al retorno de la sociedad transatlántica – que seguramente volvería a tener fricciones –– Europa y Estados Unidos deberían aceptar las consecuencias de la autonomía.

     

    Nunca hubo un Camelot

    Las historias de una era dorada de unidad transatlántica se cuentan con la nostalgia de lo que ya pasó. Pero en verdad, la relación siempre fue tumultuosa. Francia desarrolló potencia nuclear en los años 50 y 60 ante fuertes objeciones de Estados Unidos. Incluso abandonó el comando militar de la OTAN en 1966 para volver recién en 2009. Alemania Occidental en los 70 buscó una détente con Alemania Oriental y provocó temores de que peligrarían los lazos que unían a Occidente contra el bloque oriental. Los acontecimientos en Medio Oriente provocaron desentendimientos entre Estados Unidos y Europa durante años, mucho antes de que EE.UU. se retirara del acuerdo nuclear con Irán.

    Tampoco comenzó con Trump la desvinculación de Estados Unidos con Europa. Desde el final de la Guerra Fría, Norteamérica nunca mostró mucho interés por las preocupaciones europeas o por derramar sangre en ese suelo. En 2001, el entonces presidente George W. Bush retiró a su país del Protocolo de Kioto de 1997. Francia y Alemania se negaron a entrar en la coalición propuesta por Bush en la guerra de Irak, una grieta que dañó profundamente la alianza transatlántica.

    Barack Obama llegó y restañó heridas. Su administración giró hacia Asia y buscó acuerdos con Rusia. Fue solo después de que Rusia anexara Crimea en 2014 que su administración cambió el rumbo para terminar instalando lo que hoy se conoce como Iniciativa Europea de Disuasión, un fondo del Pentágono para operaciones en defensa de los aliados europeos. Incluso entonces Obama tuvo palabras duras para Europa.

    Los problemas de hoy no son algo inusual, mirados en perspectiva. Las actuales diferencias entre Estados Unidos y Europa sobre el acuerdo nuclear de Irán empalidecen en comparación con la división que surgió cuando Washington se opuso a la invasión de británicos y franceses a Egipto en 1956 con la crisis del Canal de Suez, o con el conflicto sobre Irak en 2003 y con los permanentes desacuerdos sobre el conflicto entre israelíes y palestinos.

    Los líderes europeos bien podrían haber diseñado una estrategia, mucho antes de Trump, para mantener a Estados Unidos comprometido. En cambio, se mantuvieron conformes con su propia debilidad y cómplices en el deterioro de la relación. En lugar de lamentar las causas de la ruptura de la alianza, sería mucho mejor que ambas partes aceptaran que debe cambiar y trabajaran hacia la meta de una relación más equilibrada.

     

    No más complacencia

    Europa tiene un dilema. Sin una visión común sobre defensa y con presiones desestabilizantes en su periferia, el continente asistirá muy pronto a una gran competencia de poder. Rusia apoya a los partidos de extrema derecha e interfiere en las elecciones. En Ucrania, anexó Crimea ilegalmente y fomentó una guerra lenta que ya ha matado a 13.000 ucranianos y desplazado 1,5 millones.

    Más al sur, la guerra civil siria ha empujado a las costas de Europa a millones de refugiados causando una división sobre política de inmigración.

    China invirtió fuertemente en infraestructura y en los puertos de Europa, en parte porque espera abrir una zanja entre Estados Unidos y Europa. Cuanto más dividida esté Europa, más dependerá de las grandes potencias. Esa es la receta ideal para que surja el nacionalismo: una Europa irrelevante y una alianza transatlántica donde Europa tiene poca influencia y Estados Unidos carece de un socio fuerte.

    La única forma prudente de evitar este escenario es que Europa abandone la complacencia y se oriente más hacia la autonomía. Debe desarrollar la capacidad de defenderse mejor y de perseguir intereses comunes a sus integrantes. No le va a ser fácil.

    En primer lugar, tendrá que hacer esfuerzos para que las regiones vecinas sean más seguras. Como lo dejó demostrado la guerra civil en Siria muchos países europeos carecen de capacidad militar y de voluntad política para hacerlo. Los europeos tendrán que superar sus divisiones internas de política exterior.

    Las preocupaciones por el espionaje chino, el robo de tecnología y los subsidios escondidos llevaron a la Comisión Europea a considerar a China un “rival sistémico” y a introducir un sistema de filtrado de la inversión extranjera en infraestructura, energía y defensa por posibles amenazas a la seguridad. Pero el sistema de protección es blando puesto que la UE solo hace recomendaciones y muchos de los países no tienen protecciones similares a nivel nacional.

    También hay divisiones sobre política energética. Austria y Alemania siguen adelante para completar el controvertido gasoducto Nord Stream 2 que llevaría gas de Rusia a Alemania por el mar Báltico. Si se completa, aumentaría la dependencia europea del gas ruso aumentando de paso la capacidad exportadora de Rusia. Además, permitiría a Moscú cinrcunvalar a Ucrania privándola de los ingresos millonarios que podría obtener por permitir el paso del gas a través de su territorio. El proyecto sacó a la luz profundas divisiones entre las ambiciones económicas de los miembros de la unión y los intereses del bloque.

    La guerra en Ucrania, los ataques terroristas y la inseguridad en las fronteras provocadas por la inmigración, hicieron que los estados europeos comiencen a aumentar sus inversiones en defensa terminando con la progresiva reducción que continuaba desde los años 90. En 2016, 22 de los 28 miembros de la UE aumentaron su gasto en defensa y el gasto combinado del continente creció al año siguiente. Lituania y Suecia volvieron a imponer el servicio militar obligatorio.

    Además de aumentar los gastos a nivel nacional, los gobiernos europeos están trabajando para crear una industria de defensa común. El gasto europeo en defensa ocupa el segundo lugar detrás del de Estados Unidos, pero está plagado de redundancias e ineficiencias. Para superar esa situación el bloque creó la Cooperación Estructurada Permanente, o PESCO, según siglas inglesas, una serie de proyectos diseñados para evitar la superposición de inversiones militares y coordinar los esfuerzos en la cíber guerra y la seguridad energética. Ese mismo año, los miembros crearon también el Fondo de Defensa Europeo, que financia los proyectos de defensa transnacionales.

     

     

    La política del poder

    Frente a estos desarrollos Estados Unidos se alarma porque considera que el esfuerzo de Europa por defenderse es incompatible con la OTAN. Sin embargo, los esfuerzos buscan cubrir las áreas que quedaron vulnerables con el retiro estadounidense de la región desde finales de la Guerra Fría. Los europeos dicen que la integración de la defensa del continente no competirá con la OTAN sino que la fortalecerá.

    En cuestiones de defensa, Europa debería continuar invirtiendo en la OTAN y desarrollando una política exterior que ponga los intereses en seguridad por encima de la aversión del continente a los compromisos militares en el exterior. Va a necesitar enviar tropas al exterior para cuidar su seguridad estabilizando su periferia. Los Balcanes, por ejemplo, siguen siendo un tembladeral, especialmente ahora que algunos estados ingresan a la OTAN mientras otros, como Serbia, buscan el favor de Rusia. La situación en Siria sigue frágil y si la guera recrudece, Europa podría tener que considerar la intervención militar para evitar otra ola de refugiados.

    Pero la autonomía de Europa no se mide solo en seguridad y defensa. La nueva estrategia debería reforzar las áreas donde la UE ya tiene una ventaja competitiva global: su peso económico, su moneda única y su poder político blando.

    Pero para aprovechar bien esas ventajas deberán reconciliarse con el poder, una propuesta difícil para un continente donde varias generaciones de gobernantes, protegidos por el paraguas de seguridad de Estados Unidos, terminaron creyendo que la cooperación técnica podría reemplazar las relaciones de fuerza en la escena internacional. La UE se ve a sí misma como un poder normativo que aprovecha su experiencia regulatoria y su amplio mercado único para dictar normas globales y reglas sobre todo, desde protección ambiental hasta privacidad de datos.

    A Washington, una Europa más autónoma inevitablemente va a significarle más dolores de cabeza y más desacuerdos. En el futuro podría intentar proponer el euro como moneda de reserva alternativa para reducir su dependencia del dólar y del sistema financiero norteamericano. Eso obligaría a Estados Unidos a usar más diplomacia y persuasión que la fuerza bruta de su dominio financiero. Ese sería el precio que el país americano tendría que pagar por tener aliados confiables y serios. Es poco realista pretender que después de pedirle a un socio que se haga más cargo de su propia seguridad los intereses de ambos van a coincidir. Estados Unidos no puede pretender que Europa aumente su gasto de defensa y siga políticamente pasiva.