“No subestimarnos como hacen los políticos con nosotros”

    Por Rubén Chorny

     

    La sociedad incorporó en la lógica cotidiana que al peso se le fueran agregando alegremente 13 ceros. Que la economía en negro alterne casi pari–passu con la registrada. Que más de una deuda externa completa de tenencias de argentinos en dólares esté fuera de una economía que languidece, paradójicamente, por la escasez de divisas. Que haya penetrado en el acervo nacional la sensación de que la Argentina es el reino de la impunidad.

    ¿Hasta dónde las humanidades, las nuevas generaciones, las nuevas variantes de género, están imbuidas de toda esta lógica de trasmano?

    Millennial, cultor de una nueva masculinidad, investigador de las fuentes de la vida en Conicet, organizador de un taller sobre la nominatividad de la lógica desde Munich, Alemania, donde actualmente realiza una estancia de investigación en la Universidad local, financiada por la Fundación Alexander von Humboldt, le dedica a la bola de cristal votos de sus creencias sobre el legado de Platón y Sócrates: cuestionar todo lo que se sabe.

    Este joven filósofo pone todo en duda para llegar al conocimiento, como hacía Descartes. Hace charlar en serio a Platón, Richard Rorty o Jacques Lacan con el cine, la televisión o la política. Escribe artículos sobre lógica, epistemología y teoría social en la prestigiosa revista de la academia de Oxford, Mind, Journal of Philosophical Logic y Synthese. Y también es un activo animador en las redes sociales.

     

    Mercado lo entrevistó online mientras se encuentra en Alemania.

     

    –¿Cómo se ve, desde la filosofía, a la Argentina de dentro de 10 años?

    –Es difícil saber qué va a pasar con el país en diez años, porque tampoco sabemos qué pasará en un año. Vivimos a nivel global en un momento de enojo, en el que las demandas de las personas exceden lo que la política puede darles. En Sudamérica, casi ningún Presidente se ha podido reelegir en los últimos años. En ese sentido, así como se fue Macri, pensaría que también va a irse Alberto Fernández.

     

    –¿Y en el mediano plazo?

    –Hay muchísimos problemas: es fundamental tomar decisiones impopulares como reformar el Estado. ¿Alguien se animará a hacerlo? El relato del kirchnerismo está mostrando sus límites, con una inflación altísima, pero en la oposición no se ve un relato muy distinto. Uno de los ideales democráticos nos dice que es bueno hacer política buscando consensos. Pero cuando el consenso es nocivo se vuelve más difícil cambiarlo. En Argentina nadie quiere dar malas noticias, o dar ningún paso atrás con la estructura de país que la clase política consensuó en estos años. Privatizar empresas estatales deficitarias, que debería ser un asunto casi menor, en este momento es un tabú. Entonces me cuesta imaginar que el pueblo logre preguntarse sobre temas más serios, como el sistema previsional.

     

    –¿Hablar de ajuste en el argot político es mala palabra?

    –En una encuesta de Zubán–Córdoba, publicada hace poco, se muestra que la gente mayormente apoya un ajuste, pero se opone a bajar el gasto en la mayor parte de las áreas. Por eso pienso que se necesita un cambio de conciencia, más que un cambio de gobierno.

     

    –¿Cómo lo imagina?

    –Siendo muy optimista, creo que podría surgir un relato nuevo, éticamente similar al kirchnerismo o al macrismo, pero más realista en asuntos económicos. Dado el constante desgaste de la vida en Argentina, creo que los argentinos finalmente podrían depositar su fe en un proyecto más anclado en la realidad. Esto puede ser transversal a los partidos.

     

    El virus de la inflación

    –¿Qué diría de una sociedad como la Argentina que por más de tres generaciones ha podido convivir con una inflación inédita para el concierto de las naciones… y que lo sigue haciendo?

    –Las personas sienten apego por el lugar donde viven. Para un argentino, Argentina es el lugar donde está su familia y sus mayores amistades. Esto sin mencionar que los argentinos somos cálidos y afectuosos con quienes queremos, y le damos importancia a nuestras redes de afecto y familias. Eso nos permite convivir con las idas y vueltas crónicas del país. Como dice el dicho popular: “estamos mal, pero acostumbrados”.

    De ahí surgen también nuestras “racionalizaciones”, es decir, los relatos que vamos armando para justificar lo que hacemos. Por ejemplo, hay una creencia muy común, pero casi mágica, de que en Argentina luego de una crisis siempre vienen años buenos. Lo cierto es que hace una década estoy esperando el ciclo bueno, y no llega.

     

    ¿Los argentinos tenemos el alma enferma? 

    –Una enfermedad es un problema que, en general, viene de afuera. Nadie se responsabiliza por tener un cáncer, y está bien. Algunas enfermedades no tienen cura, como el Alzheimer. Pero los problemas políticos son distintos, porque somos responsables de la situación, y podemos resolverla.

    Sartre diría que nos atribuimos una esencia para librarnos de responsabilidades: “Volví a equivocarme, pero yo soy así”. Si los argentinos llevamos la semilla del mal en nuestra naturaleza, ¿para qué esforzarnos? En realidad, como ciudadanos no podemos asumirnos buenos ni malos, ni sanos ni enfermos: nuestra responsabilidad es entender los problemas y buscarles soluciones.

     

    –El país estuvo gobernado por generales, abogados, ingenieros, médicos, odontólogos, ¿tiene la política espacio para sociólogos o filósofos? 

    –Los filósofos en Argentina siempre estuvieron relativamente al margen de la actividad política. Como mucho, fueron intelectuales orgánicos o simpatizantes de algún partido, como Carlos Astrada con Perón, Feinmann con los Kirchner, o actualmente Sebreli con Macri. Excepciones a la regla fueron algunos miembros de la Corte, que además de abogados y jueces tuvieron producción filosófica (Carlos Rosenkrantz y previamente Genaro Carrió).

    Pero nuestra formación no es práctica, y nos sentimos más cómodos con pensar antes que con hacer. Además, la acción política también suele venir con algún nivel de verticalismo, y eso choca con el espíritu intelectual. Así y todo, la política podría darle espacio a un filósofo, como hace un tiempo sucedió con Samuel Cabanchik.

     

    –Durán Barba o Alejandro Rozitchner fueron recientes asesores presidenciales con presencia mediática, ¿son excepciones o hay colegas consultados por políticos o empresarios que no trascienden?

    –Varios colegas de mi generación han trabajado para políticos, en muchos casos (aunque no todos) como funcionarios. Creo que somos relativamente respetados en el ambiente de la comunicación, por nuestra facilidad para trabajar con ideas. En este momento diría que es más fácil encontrar un lugar de ese tipo en Juntos por el Cambio, porque el kirchnerismo está un poco saturado de intelectuales.

    Además, dentro del ambiente de las Humanidades, los filósofos somos un poco parias. Los sociólogos o historiadores se llevan mejor entre ellos. Los libertarios también tienen intereses intelectuales bastante marcados: solo una persona como Milei podría hablar sobre el teorema de Arrow por televisión. Sin embargo, siento que funcionan como secta, y más que elaborar conceptos o ideas, buscan razones para odiar al Estado. Más allá de la ideología que uno tenga, no tiene sentido trabajar con conceptos o leer filosofía si uno no está dispuesto a cambiar sus ideas.

    ¿Es preferible aceptar la irracionalidad, la estupidez y la banalidad que luchar contra ellas?

    –Siempre pienso que, en parte por las dinámicas de las redes sociales, nos esforzamos demasiado por encontrar los errores e incoherencias de los otros: “¡Miren a esta persona que antes decía esto y ahora dice lo contrario!”. Se trata de una forma primitiva de pensar: en psicología la llaman “mecanismo de detección de trampas”, y es uno de nuestros modos básicos de razonamiento.

    Cognitivamente, controlar que los otros no cometan errores simples es la tarea más básica que podemos realizar. Sin embargo, si uno quiere pensar seriamente sobre proyectos o ideas, tiene que aceptar que las personas cambian de idea, o incluso sostienen algunas contradicciones. No es que la contradicción sea deseable, pero muchas veces es inevitable. Mejor concentrarse en escuchar las mejores ideas que el otro propone: no es tan satisfactorio a corto plazo como encontrar un error, pero a largo plazo va a mejorar la conversación.

     

    ¿Son factibles los consensos en el marco de una grieta en la sociedad que la polariza?

    –Me cuesta creer que podamos llegar a consensos sustantivos. Pero por otro lado, el “votante medio” argentino, que incluye a un tercio de las personas como mínimo, podría votar a cualquier partido. En la teoría matemática de los votos, cuando los partidos están alineados ideológicamente suele ser el votante medio el que decide hacia dónde va el país. Ese es el voto que uno debe ganar para gobernar. Por eso, los polos tienen que negociar y ablandarse un poco, aunque claramente no sean sus intenciones reales.

     

    Conciencia colectiva estatizada

    –Hay 13 millones de habitantes que se presentaron a recibir un refuerzo económico, o sea, un subsidio, y más de 20 millones regularmente reciben plata del Estado, ¿qué efecto tienen ese tipo de políticas en la conciencia colectiva?

    –No puedo saber cómo lo ve la sociedad en general. En este momento, Argentina es un país que tiene subsidios en básicamente todas las actividades. Esa situación no es sostenible en el tiempo, y cualquier economista lo sabe. El problema es que esta estructura genera también una ideología más estatista en la sociedad, porque uno tiende a creer lo que le conviene creer.

    Uno de los desafíos, y quizás el mayor, para un gobierno futuro es reformular las ideas para que los beneficiados por subsidios o planes sociales entiendan que en el mediano plazo un sistema sustentable los favorece también a ellos. Ahora es tabú hablar del mediano y largo plazo, y eso es un problema grave en la discusión pública.

    El macrismo fue el mayor signo de este problema: si bien quitaron subsidios, se negaron a hablar de “ajuste” por razones meramente publicitarias. El marketing les terminó arruinando su propio plan. Este trabajo de sinceramiento lo terminará haciendo la sociedad civil, porque la política evidentemente tiene miedo a decir la verdad. Yo puedo entender que la clase política nos subestime a los ciudadanos, porque es lo que hizo siempre, pero los ciudadanos no deberíamos subestimarnos a nosotros mismos.

     

    –¿La corrupción forma parte del comportamiento social o es privativa de las dirigencias?

    –La corrupción en Argentina es un problema verdaderamente grave. Sin embargo, no tiene sentido pensar que sin corrupción seríamos Suiza. Incluso si trajéramos a gobernar al presidente de Suiza, necesitaría tomar muchísimas decisiones difíciles para que el país salga adelante. En ese sentido, el problema del país no es ético, sino principalmente de mala administración. Aquí se ve también una tendencia primitiva del pensamiento, que es entender los fenómenos con categorías de buenos y malos. Uno piensa que si la gente mala dejara de robar, no tendríamos problemas. Lo cierto es que administrar un país es difícil, y cualquier solución va a dejar a muchas personas descontentas. El que no puede hacerse cargo de eso, mejor que no gobierne.

     

    –¿Está la sociedad argentina en un momento de disrupción para dar lugar a la aparición de un cisne negro que reemplace liderazgos que ya fracasaron? 

    –Los partidos políticos en Argentina son muy flexibles y difíciles de clasificar. Prueba de eso es que Pichetto, Santilli o Ricardo Alfonsín pudieron saltar de un partido a otro sin mucho problema. Además, tanto partidos como políticos tienen un gran instinto de supervivencia. Mi impresión es que no van a inmolarse por ideologías, y se adaptarán a la realidad.

    Ni siquiera diría que los partidos fracasaron, porque no tienen un proyecto determinado. Solo cayeron algunos proyectos, pero los partidos pueden elaborar otros. No sería la primera vez que pasa algo así, ya sea en el peronismo o en el radicalismo. Lo natural en una crisis es que se amplíe el panorama de propuestas, y se rompa la distinción entre lo realista y lo disparatado.

    En 2002, por ejemplo, Luis Zamora llegó a estar primero en las encuestas. En este momento la mayoría de los argentinos se identifican con algún proyecto político, ya sea el kirchnerismo o el macrismo. Por eso no creo que aparezcan nuevos líderes mesiánicos. Lo más parecido a eso es Milei, pero últimamente sus ideas extremas como la venta de niños está espantando a la gente normal.

     

    ¿A qué atribuye la fascinación de los argentinos por el dólar?

    –El dólar es una moneda mucho más estable que el peso, así que es mucho más seguro ahorrar en dólares que en pesos. Las personas en esto son bastante racionales. Claro que siempre hay mejores inversiones, pero comprar dólares es una regla sencilla y efectiva para ahorrar.

    En términos de Gigerenzer, estas reglas sencillas guían nuestras decisiones mucho más que los cálculos complejos de la economía clásica. Si un gobierno plantea que el ahorro en dólares es solo cultural y no racional, yo pensaría que se están burlando de la gente. Comprar dólares es una acción racional en un contexto adverso. Cultural es tomar mate.