Opinión |
Para la denostada Margaret Thatcher, –década de los años 80 en Gran Bretaña– la función esencial del Estado era aplicar el poder de regulación y garantizar la competencia en todos los mercados. Probablemente la mayoría de los funcionarios argentinos, aunque desde posiciones ideológicas distintas, coincida con este punto de vista.
Por eso es difícil entender lo que acaba de ocurrir con el espectro radioeléctrico. Hace pocas semanas se anuló el proceso de subasta de porciones de espectro iniciado en 2011.
Aparentemente, la razón es que se descubrió la existencia –tarde pero seguro– de “posición dominante” de alguno de los actores, algo a lo que había que poner coto. Es obvio que tal posición dominante no existe: Claro tenía 20,91 millones de suscriptores y 36,4% del mercado a finales de 2011 (la fuente es Business Monitor International). El segundo prestador era Telecom Personal, con 18,5 millones de clientes y 32,3% del mercado. El tercero, Movistar, con 16,5 millones y 28.8%. Nextel tiene casi 1,5 millones y un modesto 2,5% del mercado móvil argentino.
De modo que la causa invocada es inexistente. Tal vez el nuevo entusiasmo por el capitalismo de Estado explica confiar la nueva porción del espectro a la estatal Arsat. Esa decisión es errónea y atrasará el desarrollo móvil en el país. El error –debe entenderse bien el argumento– no está en confiar la tarea a una empresa estatal, aunque los antecedentes en este campo son pobres y poco alentadores. Las operadoras de celulares estatales –como sucede en otros países– pueden coexistir y competir en beneficio de los clientes.
El gravísimo error consiste en adoptar una solución obsoleta, en sostener una visión anacrónica del mercado, porque la tecnología ha permitido que las redes de TV paga, telefonía y banda ancha sean esencialmente las mismas. Entonces en vez de ver la convergencia y definir al escenario de un modo más moderno, adoptan una mirada antigua, de 20 años atrás. Una respuesta mas acorde, en la que el Estado no tendría que derrochar recursos económicos en redes que no hacen falta, hubiera sido –regulación mediante– permitir que los operadores de los distintos segmentos, compitan entre sí. Eso es lo que se llama “triple play” cuando implica la oferta de telefonía fija, televisión y acceso a Internet y “quadruple play” cuando agrega telefonía móvil como cuarto componente.
¿Quién se perjudica?
¿Perjudica esta decisión a las empresas, sean las de telecomunicaciones o las de televisión paga? No lo ven así necesariamente. Seguramente les evita una competencia que hasta ahora prefirieron esquivar. Para entender cómo funciona el triple play basta observar el desempeño de todos los actores en el mercado chileno. Otorgar una autorización de este tipo para operar en nuestro ámbito no sería para favorecer “al monopolio” (o a “la corpo”). Favorecería claramente a los consumidores, a los clientes.
Apenas en el año 2000, había unas dos millones de líneas móviles. Hoy se calcula que hay 50 millones de dispositivos, todos ellos con infinitas más capacidades que sus ancestros de fin de siglo. Eso contribuye a la odisea diaria de llamadas que se interrumpen o que directamente no se concretan. Es que el espectro radioeléctrico que le fue asignado a las comunicaciones móviles es totalmente inadecuado e insuficiente.
Con el anuncio del ministro Julio De Vido, el Estado pasa a controlar 25% del espectro radioeléctrico destinado a prestar servicios de telefonía celular (el más rentable del sector de telecomunicaciones), que hasta ese momento estaba previsto quedaría en manos de empresas privadas a través de una licitación. Esas frecuencias serán asignadas a la empresa estatal Arsat (Argentina Satelital) una firma ya existente que será el cuarto jugador del sector.
El argumento central es: hay participación de Telefónica en Telecom (¡Vaya novedad!) y no se puede favorecer un duopolio. Por su parte, Claro, la empresa de Carlos Slim, tampoco sirve en este escenario: adquiriría una gravitación enorme en tiempos de concentración global.
Por cierto, no se trata de soplar y hacer botellas. Montar la infraestructura adecuada insumirá US$ 2.000 millones (en competencia con YPF que necesita captar recursos para desarrollar oil y gas shale). Pero además, levantar esa red 3G puede llevar casi dos años. En cuanto a los actores actuales, mantendrán sus redes al día pero no tienen chance de expandirlas.