La historia no se repite exactamente a sí misma, pero avanza en ciclos. Una de las teorías más sólidas de esos ciclos fue expresada por la historiadora económica Carlota Pérez, en su libro Technological Revolutions and Financial Capital: The Dynamics of Bubbles and Golden Ages. Sugiere allí que la humanidad puede salir del actual periodo de turbulencia y malestar económico para entrar a una nueva “edad de oro” de amplio crecimiento económico si los líderes del mundo actúan coordinadamente para conseguirlo. Art Kleiner, director de Strategy +, sintetiza aquí la teoría y luego conversa con la autora.
A lo largo de la historia los ciclos se han repetido ya cuatro veces. Estamos en el medio de la quinta gran aceleración (como las llama Pérez) de cambio tecnológico y económico desde la Revolución Industrial. La última –la era del petróleo, los automóviles y la producción masiva– duró gran parte del siglo 20 y todavía sigue moldeando las actitudes de mucha gente. Nuestra aceleración actual comenzó en 1970 y ha llevado la tecnología de la información y las comunicaciones por todo el mundo: es la era de la computadora y la Internet.
Cada una de esas aceleraciones sigue el mismo patrón. Primero, hay una ola de grandes tecnologías nuevas que conduce a cambios profundos en la producción industrial y la vida cotidiana. Durante unos 20 o 30 años, en un periodo que Pérez llama instalación, esas tecnologías son financiadas en gran medida por inversiones especulativas que buscan retornos rápidos. Esa era de creciente disparidad de riqueza lleva a una burbuja que explota en forma espectacular y es seguida de un periodo de crisis que Pérez llama punto de retorno.
Esta fase de turbulencia económica y social ha variado en longitud de 2 a 17 años. Muchos esfuerzos se hacen para volver a la normalidad, generalmente mediante la regulación de excesos financieros o la estimulación de la producción y el empleo. Cuando la crisis termina comienza la tercera parte del ciclo; ella consiste en 30 años más o menos de crecimiento económico estable, con alto nivel de genuinos retornos sobre la inversión y una economía financiada no por especulación sino por producción de capital.
Pérez llama a este período despliegue. Se vive como una edad de oro: una ola de prosperidad que aumenta las fortunas de todos, incluidos aquellos que se sintieron olvidados unos años antes. Finalmente, las oportunidades tecnológicas se agotan, los mercados se saturan y el ciclo comienza nuevamente.
Todo esto, claro, son trazos gruesos y nada garantiza que el patrón continúe. Pero la lógica general es convincente. Para la autora, las poderosas tecnologías de Wall Street, Silicon Valley y de la industria 4.0 han provocado una revolución económica mundial que comenzó en los años 70 desafiando las igualmente poderosas tecnologías de la cuarta aceleración: petróleo, automóviles y producción masiva.
Para pasar de la crisis a la edad de oro hace falta un gran consenso económico y político: una política global inteligente que oriente la inversión y la innovación, que asegure el crecimiento de la rentabilidad y los empleos en todo el mundo, incluidas las grandes economías nacionales. Una esfuerzo nada fácil.
Carlota Pérez conversa aquí con el director general de Strategy+, Art Kleiner, y con Leo Johnson, socio de PwC especializado en megatendencias y disrupción. El encuentro se realizó para considerar esta pregunta: Dada la actual turbulencia política, después de por lo menos 10 años de estar en la fase crisis, ¿qué tendría que ocurrir para que comience una nueva edad de oro?
Kleiner –Carlota, según tu teoría, estamos a 45 años de la aceleración que comenzó a principios de los años 70. El ciclo más largo que hemos visto, y el más largo período de crisis.
Pérez –También es probablemente el de la transformación más profunda de la vida cotidiana y el que se ha difundido más por el globo. Pero incluso después de 40 años, la tecnología de información y telecomunicaciones (ICT) dista mucho de estar completa. Todavía no ha cambiado totalmente el modo de vida como lo hicieron las revoluciones tecnológicas anteriores. Pero ha traído un peligroso cambio político, la separación entre los intereses de las grandes corporaciones globales y los de las sociedades nacionales en las que se basan. Durante la edad dorada de la producción masiva, en los 50 y 60, los intereses de las empresas y de la sociedad convergían. Con el estado de bienestar la clase trabajadora en muchos países occidentales podía comprarse una casa y consumir. Cuando las empresas pagaban sueldos e impuestos altos, todo eso contribuía a aumentar la demanda interna. La gran demanda creaba las condiciones para crecer y obtener ganancias. El resultado era que la mayoría de la gente tenía un buen nivel de vida.
Luego, en los 70, la producción masiva llegó a su techo. Cayó la productividad, los mercados se saturaron. El estado de bienestar dejó de ser sostenible y la solidaridad nacional se quebró. Los salarios bajos ya no dañan el negocio como antes y así el nivel de vida viene en picada desde hace años. Eso, junto con el desempleo que genera el traslado de los negocios al exterior explica cosas como el Brexit y las últimas elecciones en Estados Unidos.
Leo Johnson –Los innovaciones tecnológicas pueden intensificar esas tensiones. Hay un inmenso arsenal de innovaciones a punto de hacerse realidad. Lo más importante aquí es la intención con que apliquemos ese nuevo arsenal de tecnologías. En una economía capitalista, hay dos preguntas clave. ¿El esfuerzo aumenta la productividad y crea riqueza? Y ¿se propone entonces distribuir esa riqueza entre muchos en lugar de concentrarla entre pocos?
–Esas dos cosas –creación y distribución de riqueza– deben ir combinadas. Los nuevos gigantes tecnológicos, como Google, Facebook y Apple, junto con otros que desarrollan robótica y otras tecnologías similares, conformarán los sectores de mayor productividad. Eso se entiende. Pero no nos van a llevar a una sociedad más digna a menos que fomenten la distribución. De lo contrario, son monopolios inaceptables.
–Creo que la alternativa que enfrenta la sociedad de hoy es entre economías cerradas, muy concentradas y desiguales, y economías abiertas, con propiedad descentralizada. La cuestión es si los gobiernos y las grandes instituciones comerciales están dispuestas a salirse de trabas institucionales. La Internet era considerada al principio como un vehículo para la descentralización de la propiedad y el control. Y en cambio hemos terminado en la era de Google y Facebook, donde el algoritmo se convierte en el medio de producción. Los que son dueños del algoritmo captan el valor. Y entonces se ve mucha más concentración entre un número limitado de compañías de plataformas.
La misma tecnología podría llevarnos a una economía abierta, donde los medios de producción estén más distribuidos.
–En la década de 1920 la distribución de la riqueza se veía igual que hoy. El 1% recibía 25% del ingreso total de la sociedad. Para 1950 recibía 10%. Cada período de instalación trae desigualdad hasta que el estado alivia la agitación social.
–Este giro hacia otra edad de oro, ¿cómo afectará el empleo y el desempleo?
–Cada revolución tecnológica destruye empleos viejos. Al resolver problemas de la aceleración anterior, aumenta la productividad produciendo más bienes y servicios con menos personas. La nueva productividad toma una forma diferente cada vez, pero finalmente no tiene que significar menos empleos en general. Significa un cambio en la forma en que se definen los empleos.
Al comienzo del siglo 20, la producción masiva (la cuarta aceleración) hizo lo mismo con la producción de taller que lo que está haciendo ahora la producción electrónica con la producción masiva. Eliminó empleos… al principio.
La producción masiva podía crear muchas unidades idénticas a bajo costo. La política ideal era entonces abaratar la energía y los materiales y encarecer el trabajo. Creando así más consumidores en el mercado masivo que usaran electricidad y combustible barato. Después de la Segunda Guerra Mundial los gobiernos en el mundo industrializado hicieron justamente eso, elevar el costo del trabajo, apoyar a los sindicatos, establecer impuestos a las nóminas y adoptar leyes de salario mínimo. La energía y las materias primas baratas venían del mundo en desarrollo. Aunque las empresas pagaran altos sueldos, se beneficiaban con los aumentos en productividad y la demanda.
Hoy lo que está caro son los materiales y la energía y deben ser reducidos para bajar los costos. Los peligros ambientales refuerzan este incentivo. Entonces las empresas están rediseñando productos para dejar menor huella de carbono, usar menos materiales y cero desperdicio. Muchos productos se están convirtiendo en servicios. La cantidad de trabajo necesario también se reduce y por eso la productividad será el doble. Los robots y la inteligencia artificial ya están reemplazando muchos empleos y reemplazarán más.
–Si se mantienen las tendencias actuales los empleos regulares van a ser exterminados. Los empleos con horario fijo están desapareciendo en las principales corporaciones. IPsoft tiene un chatbot llamado Amelia que puede llevar 25.000 conversaciones a la vez. IBM está desarrollando un bot que puede interpretar las regulaciones financieras.
–¿Qué proporción de la economía cree que se verá afectada?
–Hay varios cálculos. El estudio de Frey and Osborne de la Oxford Martin School estima que 47% de los actuales empleos administrativos en Estados Unidos y Gran Bretaña podrían estar automatizados para 2035. Un estudio reciente del Banco Mundial sugiere que 69% de todos los empleos en India son vulnerables a la automatización.
–Pero siempre hay una contrapartida que está ligada a una nueva visión de la buena vida, que se convierte en el tema predominante de la edad de oro. En la segunda aceleración, fue la vida urbana como se definió en las ciudades de la Inglaterra victoriana a partir de 1850. En la tercera, fue la vida cosmopolita de la Belle Époque. En la cuarta, fue el “American way of life” a partir de 1950, que compensó los empleos perdidos por la tecnología con empleo masivo en la construcción, retail, servicios y gobierno.
Algo parecido podría ocurrir esta vez. La próxima edad de oro implicará menos huella de carbono, economía colaborativa, previsión en salud, creatividad, experiencias, ejercicio, escaso uso de materiales y ecología industrial.
Implicará un cambio general de productos a servicios, de tangibles a intangibles, de producción masiva a customización. Las nuevas tecnologías permiten la diversidad y la adaptabilidad. También puede haber un giro de comprar a alquilar productos.
–¿Y qué pasaría con los fabricantes?
–El modelo de alquiler también les vendría bien a ellos. El modelo de producción masiva se basaba en la obsolescencia planificada, en la que las empresas producían enormes cantidades de bienes de poca calidad. Eso creaba una demanda artificial en mercados saturados obligando a la gente a reemplazar productos que se rompían y se gastaban. Pero si los mercados están creciendo en todo el mundo las empresas podrían producir cosas lujosas y caras que durarían muchos años, serían continuamente mejoradas a medida que avance la tecnología. No habría más inventarios de repuestos, solo software para hacerlos. Y los nuevos millones de personas que entran a la clase media podrían equiparse con bienes durables sin que los materiales se vuelvan escasos y caros, sin dañar el planeta y con creciente eficiencia.
–Me gustaría oficiar de abogado del diablo. Una vez que entremos plenamente en la edad del algoritmo, a la edad de costo marginal cero de la producción con máquinas, nuestras habilidades se volverán redundantes. Seremos adornos, complementos de las máquinas.
Otra opción es, en lugar de priorizar IA y el triunfo del capital sobre el trabajo, podríamos hacer al revés: priorizar la inteligencia natural, aprovechar al excedente cognitivo que todavía existe en abundancia.
–En lugar de volver obsoletas a las compañías gigantescas, el sistema capitalista podría complementarlas abriendo otras oportunidades de creación de riqueza de otro tipo. Las startups financieras ya están obligando a los bancos a cambiar la forma de operar y algunas podrían reemplazar las funciones de los bancos.