Si tuviese que definir a Mercado en pocas palabras, diría que fue, de entrada, “la revista justa en el momento justo”, pese a que las dificultades financieras iniciales nos hicieron dudar, un par de veces, si en verdad era el mejor momento. Pero en Argentina, uno puede pasarse la vida esperando el mejor momento.
La revista no pudo evitar algunos sobresaltos financieros el primer año, pero una vez superados, supo ganarse la adhesión y el respeto de la comunidad empresarial y de un vasto número de profesionales vinculados con la economía, los negocios, la gestión de empresas y la comunicación.
Los cuatro fundadores (Delgado, Sarmiento, Sekiguchi y yo) estábamos muy seguros del éxito del proyecto, pese a que no habíamos hecho ninguna investigación para confirmarlo, porque creo que, íntimamente, temíamos que cualquier objeción pudiera desalentarnos. No hay garantías para la innovación en periodismo, publicidad y en ninguna otra actividad. Hay que animarse, cruzar los dedos y enfrentar riesgos.
No teníamos mucho que perder, pero era todo lo que teníamos: un trabajo bien remunerado y satisfactorio en Primera Plana, para cuya empresa habíamos creado dos nuevos títulos, el quincenario Competencia y la bimestral Gestión y en lo personal nuestras propias viviendas, que tuvimos que vender para reunir el modesto capital inicial.
Primera Plana era ya una revista exitosa y admirada en toda la región, cuando su director, Victorio Dalle Nogare, se negó a convertir en semanario la revista Competencia. Fue entonces cuando Julián Delgado, Raúl Sarmiento. Mario Sekiguchi y yo, todos de Primera Plana, decidimos editar por nuestra cuenta y riesgo el semanario de negocios que teníamos en mente. Lo llamamos Mercado.
No nos equivocamos; la revista cayó muy bien desde el primer número, pese a que no había cubierto nuestras ambiciosas expectativas. Pero fuimos excesivamente optimistas y no calculamos bien la inversión necesaria para aguantar el primer año en circunstancias difíciles del mercado publicitario que, como dije antes, era imposible prever. Los periodistas, hombres de palabras, no solemos llevarnos bien con los números, y lo pudimos comprobar en carne propia.
Mercado no nació en un garaje, como Playboy; tampoco de un boceto hecho por Jack Dorsey, el fundador de Twitter. Mercado surgió de un modesto y barato cuaderno Rivadavia que aún conservo, y en el que fuimos registrando, con Delgado, todos los detalles de la iniciativa, tanto editoriales como publicitarios. Uno de ellos fue el tamaño de la tipografía; decidimos utilizar un cuerpo más grande que el habitual para hacer más cómoda y placentera la lectura a directivos que, en aquel entonces, tenían un promedio de edad bastante superior al actual en parecidos niveles empresariales. El tiempo de los jóvenes gerentes y directores aún no había llegado; era difícil encontrar líderes de menos de 50 o 60 años en esos momentos. El éxito inicial en parte dependía de la facilidad de lectura. Pero mucho más difícil era conservarlo.
Un semanario ambicioso
Nacimos con una dotación importante, que consideramos necesaria para manejar una revista semanal ambiciosa, y nuestras tarifas publicitarias eran altas en relación con la circulación. Los cálculos de los directores de medios no nos favorecían. Fue preciso machacar constantemente en los contactos con agencias y anunciantes sobre las ventajas de la segmentación, por entonces muy poco reconocidas. Convencerlos de que era mejor apuntar al target buscado en profundidad y con la precisión de un rifle en vez de la dispersión de fuego, y de dinero, que se alcanza con un cañón, que exigía pagar menos por lector, es verdad, pero con la contrapartida de llegar a sectores improductivos, inútiles, como era el caso de los grandes medios masivos. Imponer esta idea nos llevó tiempo, esfuerzo y dedicación.
Debimos luchar también con prejuicios editoriales. Para empezar, los medios todavía recelaban de los negocios porque la mención de empresas y marcas, insoslayable, era sospechada de publicidad editorial embozada. En 1969, el Hotel Sheraton aún salía en los diarios como “un hotel de la zona de Retiro”, aunque todos supieran que no era el Plaza. La sección de Economía de los periódicos crecía en importancia, pero monopolizada por la información macroeconómica y rara vez descendía a hablar de los de los negocios, nuestro fuerte.
El nombre de la revista, Mercado, suscitó las primeras objeciones por parte de los poderosos distribuidores, pieza clave en el lanzamiento de un nuevo título, un nuevo género y una nueva editorial. Tuvimos que negociar con el influyente “Cholo” Peco, que por entonces tenía su despacho, como asesor de la presidencia, en la Casa Rosada
Peco opinaba que el nombre de Mercado se vinculaba con los comercios, para decirlo más crudamente, con los almacenes. Hubo que insistir mucho para ganar la pulseada, sin correr el riesgo de malquistarnos con los que debían creer en ella para poner una revista tan diferente a las existentes bien a la vista en los quioscos de todo el país.
Las empresas, a su vez, desconfiaban de los medios. Eran épocas de un low profile que las mantenía cerradas, inaccesibles a la menor exposición ante la opinión pública en los diarios y revistas, ni hablar de la televisión. Nada que ver con la inclinación abierta, eminentemente mediática de la actualidad. De entrada me tocó lidiar con una de las grandes tabacaleras; la industria estaba haciendo una campaña contra el contrabando de cigarrillos, y su director de relaciones nos llamó para pedirnos nuestra colaboración editorial.
Gestioné una entrevista con él, cuyo nombre oculto piadosamente aunque falleció hace tiempo. Me recibió muy bien, encantado de que Mercado colaborara con la campaña. Como primer paso, le pedí visitar la fábrica, que quedaba allí mismo; argumenté que el mejor argumento de la industria local contra el contrabando era demostrar a la opinión pública que estaba bien equipada, y que podía producir y competir, en cantidad y calidad con los productos importados o contrabandeados. Me respondió, ante mi sorpresa, que la visita no la podía autorizar él, que debía consultar con la dirección y que me llamaría. Nunca lo hizo.
Los reflejos de Mercado constituían una de sus ventajas diferenciales. Como en verano la publicidad caía de golpe, tomamos la iniciativa de ceder gratuitamente dos páginas de cada edición a las agencias para que crearan avisos de bien público sobre un tema predeterminado. Desfilaron así campañas sobre la ecología, el sistema de empresa y las legítimas ganancias, fruto no de la especulación sino de la innovación.
Una de esas campañas solidarias, consagrada a celebrar la ciudad de Buenos Aires, recibió un inusual aporte de Hugo Casares, titular de Casares, Grey: la letra de un tango de su autoría, “Gracias por Buenos Aires”, convertido así en la primera canción en ser estrenada en silencio por un medio… impreso. Poco después llegó al disco, su medio natural, en una memorable interpretación de Raúl Lavié.
Génesis de un gran proyecto editorial
Alberto Borrini es un periodista excepcional. No solo porque ha sido un observador agudo de la realidad a lo largo de casi cinco décadas, sino por lo original de sus aportes a esta profesión. Junto con Julián Delgado, Mario Sekiguchi y Raúl Sarmiento, integró un equipo de lujo que concibió y fundó esta revista, Mercado, hace casi 48 años.
Fue la primera publicación del género de “economía y negocios” que se conoció en el país. Pero el singular aporte de Borrini fue descubrir el marketing y el management a una generación de directivos y empresarios que intuía que necesitaba esas herramientas formidables para crecer en la actividad.
Acaba de publicar su último libro, Entre marcas, memorias de Alberto Borrini, y con su autorización publicamos un capítulo dedicado a la génesis de Mercado.
Exitoso camino de un galardón
Historia de cómo se ganó el Clio
Sucedió en Tokio, donde un puñado de argentinos estábamos asistiendo al Congreso Mundial de Publicidad que se celebraba en la capital de Japón. Corría el año 1969, acabábamos de fundar Mercado, y había que estar en varias partes a la vez, sobre todo en un Congreso que, siete años después, iba a tener lugar, con singular éxito en Buenos Aires.
Por Alberto Borrini
Japón, repuesto de la guerra, entraba en ebullición industrial. Las autoridades tomaron conciencia que tenían la oportunidad de mostrar, a una selecta audiencia formada por comunicadores de todo el mundo, de que eran capaces de competir con los mayores países occidentales. En uno de los mayores salones de la sede del evento, se instaló una especie de feria en la que se podía ver y tocar los nuevos productos. Una verdadera fiesta de la difusión y promoción a escala planetaria.
Uno de los colegas argentinos, el publicitario Fernando de Sagarra, me presentó un día a un estadounidense, Wallace Ross, como el fundador de unos premios que apenas había oído nombrar, pero que se difundía como el equivalente a los Oscar del cine en el terreno de la publicidad. Sagarra añadió que Ross estaba buscando un representante del galardón en la Argentina, y que me había recomendado para esta función. Acepté, Ross volvió a su país, no sin antes dejar en mi habitación del hotel varios rollos repletos de comerciales de todo el mundo, que habían sido premiados en esa oportunidad.
Los metí en mi equipaje, los revisé y estaba por ver qué destino les daba, cuando un colega que también había estado en Tokio, Agustín Jacobs, de la agencia Publiart, me llamó para decirme que sería interesante hacer una reunión para dar a conocer, a la comunidad publicitaria en general, lo que habíamos visto y oído en el Congreso. Me gustó la idea, y le propuse completarla con la proyección de los Premios Clio, “los Oscar de la Publicidad”, pese a que la mayoría del material estaba en su idioma original, incluso en japonés. Y así se hizo. La reunión se realizó en un salón de la Cámara Argentina de Comercio, que quedaba muy cerca de Plaza de Mayo, Fue un exitazo; el lugar se llenó, y lo atribuimos al interés que suscitaba el tema. Pero nos esperaba una sorpresa; lo que había movilizado a tanta gente eran los rollos del Clio, dueños de todos los aplausos. Duro golpe a nuestro orgullo profesional.
El potencial de los Clio
El más sorprendido de todos fui yo. Los Clio eran apenas conocidos en el país y en Sudamérica ( de hecho, tuve que designar a los representantes en Brasil y otros países ), en tanto que los galardones más conocidos y codiciados eran los que confería en Europa el Festival de Cannes, que en Argentina representaba entonces la empresa de cine publicitario Lowe, dirigida por don Kurt Lowe. Competir con Cannes era una locura; sin embargo, advertí que dejaba una rendija por la cual se podía filtrar el Clio. Pese a que yo mismo, y otros colegas, que habíamos sido invitados a Cannes en años anteriores, le aconsejamos a Lowe hacer exhibiciones públicas en salas de cine de la ciudad, don Kurt consideraba a esa material como un servicio exclusivo para sus clientes. No hubo manera de convencerlo. Esa, advertí rápidamente, era nuestra oportunidad; Mercado alquiló la sala del cine Gran Splendid, en la avenida Santa Fe, donde ahora se alza la librería El Ateneo, para exhibir los Clio en sesión abierta y gratuita a todo público.
Fue el inicio del exitoso camino del Clio, que desbordó en popularidad a su poderoso adversario. Cada nueva sesión demandaba una sala cada vez más grande; cuando llegamos a la del cine América, en la calle Callao, nos pareció que habíamos llegado al límite. Las colas de interesados ocupaban un tramo de Callao hasta Santa Fe, doblaban y se extendían más de una cuadra. Sin embargo unos años después el Clio iba a terminar por exhibirse, en varias sesiones diarias, y bajo la dirección de Juan Gujis, en el inmenso Gran Rex de la calle Corrientes.
Mercado se ocupaba de recibir y enviar el material a Nueva York, donde era juzgado, y organizaba también la delegación de publicitarios argentinos interesados en asistir en esa ciudad a las ceremonias de premiación. Esta no era una actividad rentable, pero la compensación era la intensa relación que la revista iba construyendo con los que anunciaban en sus páginas.