Pero no es solo una buena proporción de la clase media blanca y de algunos sectores más sumergidos quienes hacen manifiesta su oposición al mundo de las grandes empresas. Son también los cuadros dirigentes de ambos partidos tradicionales y los miembros del Congreso. La capacidad de influir y las estrategias de lobby de las empresas, antes tan conocidas y efectivas, no tienen hoy mayor peso específico.
No es una sorpresa que ello ocurra con el partido Demócrata, su clásico contendiente. Lo notable de los últimos años, no es tampoco que la Casa Blanca, con Barack Obama como ocupante, sea percibida como hostil, o que los militantes demócratas repitan su cantilena de “la codicia corporativa”. Lo singular es que desde que el movimiento Tea Party tomó por asalto al bloque republicano en el Capitolio y a las principales sedes del partido, rompió los puentes con la dirigencia empresarial. Una alianza que parecía imposible de romper.
Si a ello se suma el ascenso de Donald Trump, que supone ser vocero de amplias capas de la población con menos empleo y menor ingreso, la combinación es perfecta. Los grandes empresarios –”que se llevan los trabajos al exterior, donde además dejan sus ganancias”– se han convertido en el enemigo público número 1.
Como corolario de esta situación, nuchos empresarios de fuste renuncian a tener reuniones o mantener contactos en Washington. Prefieren dedicar tiempo y esfuerzos a mercados extranjeros, como el de China, donde siempre hay posibilidad de diálogo.
Tal vez muchas de estas empresas se sientan tentadas de recortar o abandonar muchos de los esfuerzos de lobby que realizan en la capital estadounidense, a través de lobistas experimentados. Para tener una idea de la magnitud del esfuerzo, se estima que el gasto de las compañías en consultores de este tipo, asciende a US$ 3.000 millones anuales.
La situación actual es que la dirigencia empresarial no tiene arte ni parte en temas centrales que ocupan al segmento político. Por ejemplo, en áreas como el presupuesto, inmigración, comercio, inversiones en infraestructura, reformas impositivas, cuidado del ambiente y salud.
Tampoco es cierto que este proceso se ha dado súbitamente, de un año para el otro. Es un camino largo. Muchos analistas sostienen que el peso específico del sector privado comenzó a debilitarse ya desde los años 80. El management tradicional dio a paso a otra concepción por la que se exigía a los ejecutivos, sin muchos miramientos, que aumentaran las ganancias de cada firma, y el precio de sus acciones.
Así comenzó a crecer un sentimiento de rencor entre muchos ciudadanos que comenzaron a percibir a las empresas asociadas con el cierre de fábricas, la pérdida de millares de puestos de trabajo, mientras los directivos cobraban monumentales sueldos y bonos.
Otro golpe más serio estaba por ocurrir. El final del siglo tuvo como marco extraordinarios escándalos de fraude empresarial, como los recordados casos de Enron y de WorldCom. Por si fuera poco, la percepción generalizada fue después, en el 2008, que banqueros y financistas que pululaban en Wall Street, fueron los principales responsables de la crisis de ese año –cuyos efectos todavía se sienten–, conocida como “la verdadera Gran Depresión”, ya que opacó a la anterior, la de 1930.
Pronto comenzó a quedar claro que dentro de los propios empresarios había intereses distintos, y no compatibles. Las empresas globalizadas tenían poco que ver con las que actuaban solo dentro del país; las que usaban energía, eran diferentes a los consumidores; las de la vieja guardia eran muy diferentes a las que se habían situado en la vanguardia tecnológica.
Esas diferencias se tradujeron en parálisis cuando estaban en plena discusión temas como la salud pública, la cruzada contra el cambio climático y también la reforma impositiva para las empresas.
Los empresarios perdieron la brújula, dejaron de ver la gran escena, y en cambio se dedicaron a los pequeños temas que afectaban directamente a su industria o negocio. Una falla notoria de liderazgo.
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