Por Luis Fernando Beraza*
María Martínez
Puede decirse sin temor a equivocarnos que el conflicto con la misma motorizó y solidificó una alianza táctica de la oposición y al mismo tiempo erosionó para el peronismo el tibio apoyo de la clase media.
Dentro de la oposición –más allá de las pertenencias partidarias– se destacaban dos grupos principales: los nacionalistas y los liberales. Ambos sostenían la necesidad de acabar con el Gobierno de Juan Domingo Perón en primera instancia para luego instalar otro modelo político y económico distinto. Los dos se reconocían católicos con una salvedad: mientras los primeros pensaban restituirle a la Iglesia no solo lo perdido durante los años de Perón, sino también todo lo que los liberales supuestamente le habían arrebatado con el laicismo del siglo 19 en adelante, los segundos consideraban suficiente dar algunas concesiones y volver a la constitución de 1853. Los primeros en materia política parecían más cercanos a un Gobierno militar con presencia civil y –a mediano plazo– una reforma institucional que cambiara las bases del sistema liberal y laicista, masón y anticatólico. Los segundos en cambio querían volver a “la república perdida” por el peronismo, una especie de época dorada donde imperó la ley y el orden democrático.
Lo que ninguno de los dos pensaba ni explicaba en ese momento era qué hacer con los peronistas que seguramente quedarían una vez derrocado Perón, especialmente con los sindicatos de esa extracción que habían apoyado al líder.
Pero como pasa habitualmente en la Argentina el odio une más que el amor. Así fue que conspiraban juntos sin tener en cuenta las diferencias enunciadas más arriba.
Los nacionalistas católicos se destacaron principalmente por escribir panfletos que profusamente repartieron desde las usinas eclesiásticas. Probablemente en tal sentido las cartas abiertas de Mario Amadeo y Juan Carlos Goyeneche fueron las más celebradas por todo el espectro antiperonista de la época. Por su parte, los liberales fueron más pragmáticos. Suponían que no hacía falta demasiada guerra psicológica, puesto que ya el clima estaba creado por el mismo Gobierno. Por tal motivo, se aproximaron a militares de Ejército y sobre todo a la Marina indicándoles que había llegado el momento de salir de los cuarteles.
Más allá de esto, fueron a la rastra de la conspiración militar. Así ambos grupos adhirieron al fallido golpe de la Marina del 16 de junio de 1955. Para dar un ejemplo, los nacionalistas comandados por Mario Amadeo llegaron a Plaza de Mayo ese día como comandos civiles. Los liberales apoyaron a través de sus formatos partidarios y universitarios. La F.U.B.A estuvo ese día para apoyar el golpe. La U.C.R y los socialistas también a través de cuadros incorporados a la lucha.
Luego del bombardeo de Plaza de Mayo, la conspiración pasó a manos de la Marina de Guerra al mando del Almirante Isaac Rojas, y por el otro del general Pedro Eugenio Aramburu, quienes serían las dos cabezas visibles de la nueva intentona golpista.
Sin embargo, a último momento el general Aramburu desistió de conducir el golpe por suponer que faltaban elementos imprescindibles para el éxito. Entonces apareció en escena el general retirado Eduardo Lonardi, quien finalmente llevaría a las armas rebeldes a la victoria. Lo que sí no se vio en ese momento fue que el golpe había sido un hecho inédito en la historia argentina, ya que era la primera vez que la Marina había sido la protagonista principal del movimiento revolucionario.
Como dijimos, el general Eduardo Lonardi llegó a la jefatura del golpe por la renuncia táctica del general Aramburu. Pero quedaba claro que dicha situación había sido para el segundo solo una circunstancia fortuita que muy pronto trataría de enmendar.
En efecto, el general Eduardo Lonardi formó un gabinete con ambos grupos: los llamados nacionalistas se habían quedado con la Cancillería (Mario Amadeo), la Secretaría de Prensa y Actividades Culturales (Juan Carlos Goyeneche), la Secretaría de la Presidencia (Clemente Villada Achaval), el Ministerio de Trabajo Luis B.Cerrutti Costa, y el Ministerio de Ejército (el general Justo León Bengoa), entre otros. Por su parte, los liberales tenían el manejo del Ministerio del Interior (el Dr. Eduardo Busso), de la Casa Militar (el general Bernardino Labayru), la Junta Consultiva (presidida por el vicepresidente Isaac Rojas), y otros puestos importantes del área militar, especialmente para los ex golpistas de 1951 (el coronel Alejandro Agustín Lanusse fue nombrado Jefe del Regimiento de Granaderos a caballo, nada menos que la custodia del Presidente).
Pero más allá de la lucha por los cargos que siempre resulta importante el problema era el proyecto político que necesariamente el Gobierno de Lonardi debería formular. Y en tal sentido el Presidente daba señales de apoyarse en los nacionalistas. Estos fueron los pioneros de la idea “del peronismo sin Perón”, es decir mantener lo bueno de dicha fuerza política extirpando la demagogia y la corrupción. El lema de Justo José de Urquiza después de la batalla de Caseros: “no hay vencedores ni vencidos” era funcional a dicho programa. La no intervención de la CGT y del Partido Justicialista también.
Pero acá viene lo de siempre. Más allá de los programas y discursos los liberales contaban con la carta principal de poder: la Marina, con ciertos apoyos del grupo de oficiales antiperonistas liberados después del golpe, más el aval explícito de los partidos políticos antiperonistas presentes en la Junta Consultiva de Gobierno. Un factor más de definición política fueron los diarios del momento que eran parte de la acción de dicho grupo.
Alineadas así las fuerzas todo era cuestión de esperar los cortocircuitos futuros. El 9 de noviembre de 1955 el general Bernardino Labayru, junto a militares retirados y el apoyo de la Marina encabezaron un planteo contra el general Justo León Bengoa acusándolo de no dar curso rápido a la depuración necesaria del Ejército de oficiales peronistas. Y el general Justo León Bengoa renunció.
Pero este globo de ensayo fue el preanuncio de la crisis que sobrevendría horas después. Así fue que al día siguiente el Presidente firmó un decreto por el cual desdoblaba la cartera de Interior y de Justicia. La primera era para el nacionalista Luis María de Pablo Pardo y la segunda seguiría en manos del liberal Eduardo Busso. Lo que parecía una decisión salomónica fue la señal de alarma para los liberales, quienes creyeron que Lonardi estaba dispuesto a apoyarse en la otra fuerza para liquidarlos. Los hechos posteriores muestran que era un razonamiento exagerado e hipócrita. Más allá de esto, la ofensiva contra el Presidente ya no se detuvo.
Así fue que el 12 y 13 de noviembre los ministros de las Tres Armas junto a oficiales del Ejército apoyados por la Marina se reunieron con el Presidente de la Nación. En las entrevistas le pedían la depuración del gabinete de los ministros nacionalistas y medidas de represión al peronismo.
Lonardi aceptó pedirle la renuncia a Clemente Villada Achaval y al recién nombrado Luis María de Pablo Pardo, aunque rechazó hacer lo propio con su Edecán, el coronel lonardista Juan Francisco Guevara. Tampoco aceptó disolver al partido peronista, ni intervenir a la CGT.
Ante la negativa de Lonardi, el 13 de noviembre de 1955 se presentaron los tres ministros militares: el general Arturo Osorio Arana, el de Marina Teodoro Hartung, y el de Aeronática Brigadier Armón Abraham los cuales comunicaron al Presidente que “había perdido la confianza de las Fuerzas Armadas” y que debían pedirle la renuncia a su cargo. El Presidente se negó a poner su renuncia por escrito ya que se consideraba echado por sus pares. Lo que sí aceptó es no hacer declaraciones al periodismo y –cosa que realizó– entregar la banda a su sucesor. En realidad el sucesor ya estaba nombrado hacía cinco días, era el reaparecido general y verdadero jefe de la Revolución Libertadora, el general Pedro Eugenio Aramburu.
Lo que había ocurrido era muy sencillo. Los que derrocaron a Lonardi sabían que este no iba a aceptar sus planteos y ya tenían todo preparado. Aramburu sería Presidente y el poder real, ahora sí, estaría en las verdaderas manos. A los pocos días fue depurado todo el aparato del estado de los que la prensa llamaba “los nazi peronistas”, luego de una fuerte campaña de prensa que alertaba sobre la posibilidad de un proyecto totalitario en marcha.
La verdad era más elemental que lo dicho. El Presidente y sus colaboradores nacionalistas eran un grupo de amigos que se conocían de antes. Quizás por fallas de formación o por no entender la naturaleza de la acción política se defendieron mal y a destiempo del ataque de sus enemigos liberales. Es verdad que la principal fuerza política era la Marina, pero en ningún momento los nacionalistas dieron señales de ejercitar una defensa medianamente razonable. Probablemente basándose en eso fue que el ex presidente Alejandro Agustín Lanusse le declaraba al periodista e historiador Hugo Gambini que como jefe de la Custodia del Presidente no podía defender a un mandatario que no se defendía. Lanusse siempre fue un hombre honorable. Sin embargo, esta parece una declaración para obviar el hecho de que él formaba parte indirectamente de la conspiración.
El resto de la historia es conocida. Los liberales iniciaron una política de mano dura con el peronismo y se produjeron hechos cada vez más violentos. El malherido sistema político naufragó por años ante la inoperancia, ceguera y desidia de toda la clase dirigente argentina (civiles y militares).Todavía estamos juntando los restos de esa historia.
Pero –con la perspectiva que nos dan los años– es interesante observar en los comportamientos de los nacionalistas y liberales ciertos síntomas de la decadencia argentina.
Los nacionalistas ya habían sido desplazados por los liberales en 1930, pero no habían revisado sus posturas. Su habilidad para la conspiración era paralela con su dogmatismo doctrinal y su flaca visión de la realidad política y social argentina. Pretender que una dictadura militar en épocas del dominio estadounidense lleve adelante un programa nacionalista era una quimera. Más quimera todavía representaba un proyecto que eliminaba la política partidaria, hablaba del “ser nacional” y sostenía posturas escasamente tolerantes hacia comunidades o religiones no católicas romanas. Esta visión ideológica, por ejemplo, los llevaba a sostener que en la Argentina existía “una cuestión judía” (circunstancia desmentida por la realidad), que la economía no era más que un enunciado de retórica patriótica, y que la política exterior era repetir nuestros deseos y nunca lo que es posible realizar. Es verdad que entre los nacionalistas había matices. Sin embargo, la Vulgata nacionalista fue derrotada también por no ser representativa de la gente, circunstancia que a ellos les importaba poco y nada. No comprendían –por lo menos en esas épocas– que en una sociedad de masas el consenso no solo es necesario, sino imprescindible para llevar adelante un proyecto político.
Los liberales, en cambio, tenían claro que en esa época tanto a escala internacional como local el poder económico respondía a sus ideas e iniciativas. Que la economía giraba a través de la acumulación económica de grandes empresas y bancos sostenida por un aparato militar local e internacional. Que la política partidaria era necesaria, siempre y cuando ellos la pudieran formatear y encorsetar dentro de la lógica antedicha. Y aquí venía el problema. La filosofía liberal planteaba libertad política que no se encuadraba con sus intereses ni sus aspiraciones en la Argentina. Juan Domingo Perón era una piedra en el zapato insoslayable. Y era popular no solo –como decían ellos– por demagogo o populista, sino porque había interpretado un credo que generalmente se lo presentaba mal a propósito. El dicho de Perón “el mejor Gobierno es el que hace lo que el pueblo quiere” no quería decir que hay que permitir las malas costumbres o acciones de la plebe. Al revés, lo que quería decir era que el Gobierno tenía que estar del lado de los más necesitados para equiparar los tantos respecto del concepto de libertad. Que si esto no se hacía no iba haber pan ni paz para todos. En cuanto a lo económico –y este es un debate que no existe en la Argentina– los liberales seguían pensando que la libertad para hacer negocios y reproducir la riqueza en un mundo capitalista representaba la llave del éxito de los países. Que la codicia es el sentimiento más noble para ayudar a reproducirla. Que, en definitiva, la producción de riqueza lleva a la distribución.
La lucha entre liberales y nacionalistas representa muy acabadamente el drama de la Argentina: grupos anquilosados y dogmáticos que se enfrentan con otros que tienen una gran inserción en el poder económico nacional y extranjero. Es obvio que este esquema no cierra y que el populismo (con todo lo malo que puede llegar y llegó a ser) no vino por generación espontánea. Aparece para reemplazar a los discursos vacíos y a un poder que –pese a los constructores de imágenes– cada vez estuvo en términos concretos más lejos de la gente. En tal sentido los liberales aprendieron la lección. Después de muchos años decidieron disfrazarse de populistas para ganar el poder. Y lo consiguieron. Los nacionalistas son historia.
*Profesor de Historia (UBA). Docente de niveles Medio y Superior. Ex becario del Conicet. Autor de diversos libros. Es columnista de Perfil. Ha escrito artículos en revistas Todo es Historia y Criterio, entre otras.