La transparencia sufre amnesia y la reputación se hace trizas

    Es que no aprenden. O acaso olvidan muy fácil. Hubo que dejar atrás el tremendo caso Enron de 2002 (con todas sus secuelas) y la ola regulatoria que le siguió, e incluso la historia de Madoff y las hipotecas truchas de 2012, para tratar de convencer a la sociedad que la ética, la transparencia, la honestidad de las empresas eran metas irrenunciables y se alineaban con el crecimiento y el ambiente, con el modelo sustentable, un debate al que se daba madurez.
    Mientras las Naciones Unidas y la asamblea general del clima en París fijan metas exigentes a los estados, mientras las empresas aportan a estos foros su convicción de que el crecimiento económico y la protección del ambiente no están en las antípodas ni son términos irreconciliables, surge, en el momento más inoportuno el escándalo de Volkswagen. El timing no pudo ser peor.
    ¿Cuál era hasta hoy el discurso predominante en la mayoría de las empresas?
    El gran tema en discusión es si además de conservar el ambiente y ser eficientes en el uso de energía –por ejemplo– las empresas deben cambiar el modelo de negocios para lograr crecimiento global con desarrollo sustentable, sostenible en el tiempo.
    Los que están a la vanguardia en esta materia sostienen que lo único relevante es transformar los actuales modelos de negocios en línea con la sustentabilidad.
    El debate ha ganado en madurez. La cuestión de fondo es si las empresas están en condiciones de hacer los grandes cambios estratégicos necesarios para lograr un desarrollo global que de verdad sea sostenible.
    Pero el episodio Volswagen es un punto de inflexión: para la empresa, para sus accionistas, para sus compradores, para toda la industria automotriz, y desgraciadamente para toda la empresa privada en todo el mundo.
    Es fácil prever algunas de las cosas que pasarán. Funcionarios asustados y burócratas entusiastas impulsarán una ola de regulaciones sin precedentes en todos los órdenes.
    Recuperar el prestigio, la reputación, no será solamente un problema de la automotriz alemana. Será de todo el universo empresarial. Las palabras solas pierden significado. Las acciones son la que ahora deberán demostrar con certeza actitudes e intenciones. Los consumidores,frustrados, serán más escépticos que nunca.
    Como decíamos en nuestra edición anterior (Septiembre, página 14): “Nunca fue tan fácil como ahora seguir la pista y vigilar la conducta de una empresa. Tanto las redes sociales, como Internet y data analytics lo han hecho posible. Cada vez hay más gente que basa sus decisiones de compra o la opinión que les merece una marca, a partir de esta información”.
    “Este proceso –según recuerda Juliette Powell en Strategy &– fue denominado responsabilidad radical (Radical Accountability) por Allen Hammond en un artículo publicado en 2001 en Foreign Affairs, lo que demuestra su acierto predictivo. Anticipaba que los ambientalistas tendrían mayor información disponible para exigir mayor conducta ética por parte de las empresas”.
    “En definitiva, los consumidores –especialmente en las economías más avanzadas– esperan transparencia por parte de las empresas. La mayoría ha visto conveniente utilizar intensamente las redes sociales. Esa práctica tiene grandes ventajas pero también serios inconvenientes. Si un consumidor se hace “amigo” de una marca espera que se comporte como tal y no que lo defraude.”


    Historia de un “pequeño truco”

    Todo empezó con una investigación académica en la Universidad de West Virginia. Uno de los papers presentados explicaba que la emisión de gases de los motores diésel de los autos Volkswagen excedía el límite autorizado. Pero no era fácilmente detectable por un software especialmente incorporado que burlaba toda medición, colocándola en niveles permitidos. Justo en contra de la sustentabilidad declamada.
    Con un poco de suerte para la automotriz alemana, todo hubiera quedado pronto en el olvido. Pero entre los asistentes había funcionarios de EPA, la entidad regulatoria federal (Environmental Protection Agency) que quedaron intrigados. Hicieron las pruebas y comprobaron la verdad de la tesis.
    Volkswagen había estado mintiendo y engañando deliberadamente a las autoridades regulatorias, y peor aún, a los consumidores que habían confiado en la marca. 500.000 autos que funcionaban a diésel estaban en esa condición. Pero la bomba que había explotado era la primera de una cadena de estallidos que continuó durante los días siguientes.
    Más de 11 millones de vehículos se habían vendido en Europa con la misma trampa, el software que se activaba cuando se medían las emisiones. Suiza prohibió de inmediato la venta de estos vehículos. Las investigaciones han comenzado en otros mercados europeos, y en especial en los del sudeste asiático.
    En apenas una semana, el valor de capitalización de la empresa cayó 37%. La firma decidió integrar un fondo contingente de € 6.500 millones para eventuales multas y juicios. Cifra que a todas luces resultará ínfima, ya que solamente en Estados Unidos se estima que las sanciones llegarían a US$ 18.000 millones.
    ¿Por qué hizo esto una de las firmas más prestigiosas y exitosas en la industria automotriz y en la actividad económica global? Una empresa que solamente en investigación y desarrollo invierte € 11.000 millones anuales.
    La respuesta es simple. Quería ser la primera automotriz mundial, y pronto. Hace un año era la tercera, después de GM y de Toyota. A mediados de este año lograron un ascenso extraordinario. El problema era que en Europa uno de cada cuatro autos vendidos en VW. Pero en el inmenso mercado de Estados Unidos apenas tenían 3% del mercado.
    Entonces intentaron seducir a los compradores estadounidenses con modelos diésel, y la publicidad decía que tenía dispositivos que habían limitado la emisión de gases contaminantes a niveles mínimos. El “diésel limpio”. Que había “dispositivos” era cierto y ahora queda en claro cuál era su finalidad. El medio millón de estadounidenses que compraron estos modelos y esta versión, están que trinan y listos a iniciar juicios.
    Martin Winterkorn, el ambicioso CEO, se había liberado hacía apenas unas semanas de la molesta presencia del presidente Ferdinand Piëch, artífice de los avances de las últimas décadas. Cuando estalló el escándalo, estaba en una feria automotriz presentando el futuro: un auto eléctrico de última generación. Puede que el auto tenga gran futuro pero él no será protagonista de esa etapa.
    En horas fue obligado a renunciar. Pero las cosas no terminan aquí. Cuesta creer que una operación en esa escala –hasta ahora 11 millones de autos con la trampa incorporada– no estuviera en conocimiento de la alta gerencia de la automotriz, e involucrada en la maniobra.
    ¿Y el directorio de la firma alemana? ¿Estaban concentrados en la visión de largo plazo y por tanto importaba solo el crecimiento a cualquier precio, o también miraban por el espejo retrovisor y analizaban balances reveladores? De todos los stakeolders a atender, Estado, competidores, consumidores, empleados, lo esencial es la calidad del vínculo con el CEO y la alta gerencia. ¿Es posible que un “secreto” compartido al menos por centenares de empleados no haya llegado a su conocimiento?
    Aquí vendrá otra gran discusión. El debate sobre el rol del directorio aumenta exponencialmente en casos de catástrofe o crisis grave, cuando las cosas van mal en gran escala.

    La onda expansiva y su efecto global

    Mientras tanto, las otras automotrices están siendo investigadas. La gran duda instalada en la sociedad es: ¿todas lo hacen? A partir de la confesión de Volkswagen, se planteó la pregunta de si es una práctica generalizada.
    Entonces, para Volkswagen es un inmenso desastre. En su reputación y prestigio, en sus resultados económicos, e incluso en sus posibilidades de sobrevivir en los primeros puestos del sector. Pero además, ha puesto a toda la industria en la picota.
    Es que este sector fabril que tiene algunos antecedentes en la materia de montar pequeños trucos para hacer los autos más ambientales de lo que son. En Estados Unidos se descubrió en 1997 que Ford había hecho algo parecido a lo que Volkswagen acaba de hacer y Hyundai y Kia tuvieron que pagar US$ 100 millones en multas por “arreglar” las pruebas.
    El tema de la confianza en el sector, ya de por sí bastante bajo por el obligado retiro de vehículos de alta gama, por las fallas encontradas en General Motors, Toyota y Takata, ha quedado dañado una vez más.
    La industria automotriz no es la única en este tipo de pecados. Lo mismo pasa con muchas industrias, desde la banca hasta los fármacos. Algunas compañías deciden elegantemente torcer las leyes y estirar las regulaciones y las demás no tardan en imitarlas. Saben que no es correcto y los reguladores muchas veces hacen la vista gorda. Pero un día alguien va un poco más allá y se produce el escándalo.
    Otro buen ejemplo es la minería, al menos en nuestro país. Una actividad vital para la economía nacional y que mantiene un perfil tan bajo que parece un sector clandestino.
    Hasta que pasa algo, como el derrame de la solución de cianuro en Barrick, que conmueve a la opinión pública local y deja cicatrices difíciles de reparar. Otra vez el problema del timing. Mientras la mina no alcanzaba a explicar lo sucedido, simultáneamente se realizaba en la Cancillería un seminario con invitados de 18 países (China, India, Corea, Japón, Indonesia, Bolivia, Chile, Brasil, Perú, México, Canadá, Estados Unidos, Francia, Suiza,  Rusia y Qatar), organizado por la Secretaría de Minería, con su titular al frente, Jorge Mayoral, el principal funcionario cuestionado por el manejo de la crisis en la mina Veladero, para impulsar las inversiones en el sector.