Perú: más allá de Machu Picchu

    Por Florencia Pulla

    Hay varios platos para degustar en Osaka, el modernísimo restaurante de cocina Nikkei en el microcentro porteño. Un cebiche de pejerrey, por ejemplo, con el picante justo para no asustar al soso paladar porteño. Unos rolls de langostinos perfectos, coronados con una salsa de rocoto que rompe su austeridad nipona. Unas vieyras gratinadas que llegan, prendidas fuego, a la mesa. Y también un arroz chaufa, perfecto en su punto, que recuerda que a Puerto Madero también ha llegado el tsunami gastronómico que es la cocina peruana.
    Este año Perú se hizo con más lugares dentro del prestigioso –aunque también duramente criticado– premio de la revista Restaurant, que marca cuáles son los mejores 50 restaurantes del mundo. Como todas las listas, hay arbitrariedades. Pero la fuerza conceptual de Gastón Acurio –un restaurador de peso propio, como se llama por estas tierras a los emprendedores gastronómicos, y que es la cabeza detrás de Astrid y Gastón–, la sencillez minimalista de Mitsuharu Tsumura –hijo de inmigrantes japoneses en el Perú, líder de la cocina Nikkei en el mundo con su restó Maido– y la belleza de los platos de Virgilio Martínez –que combina como nadie elementos nativos de las diferentes regiones con una sofisticación alejada de los platos originales en los que se inspira Central, su proyecto– son difícilmente cuestionables.
    Son buenos exponentes, aunque ninguna manera los únicos, de lo que podría llamarse la Nueva Cocina Peruana que toma lo mejor de la tradición gastronómica del país –las cebicherías que hacen platos deliciosos con lo que sobra del pescado fresco de la costa; las pulperías que sirven porciones generosos a base de arroz y porotos– y lo reinventan, fusionando esos sabores con otros y agregándole un nivel de sofisticación que es imposible encontrar en los siempre populares mercados centrales.
    Es todo un logro, no solo para Perú sino también para Latinoamérica. Entre los 50 mejores no hay, por ejemplo, ni un solo restaurante Argentino. Recién hay que llegar a los 100 mejores para encontrar a Tegui, de Germán Martitegui, entre los ganadores. A excepción de Mauro Colagreco en el número 11, también argentino pero francés por adopción, los 50 Best han sido esquivos con los sabores locales. Aunque al premio se lo tilde de elitista por listar solamente restaurantes de alta cocina, entre los que no existen exponentes de Ãfrica y pocos de Asia y América latina, es una guía definitiva para el nuevo comensal 2.0 que pretende alejarse de la acortonada Guía Michelin.
    En este sentido no es poco lo que ha logrado Perú en términos de promoción cultural: los turistas ya no se agolpan en el aeropuerto Julio Chávez porque es una buena conexión para otros países sino porque conocen –y producen saliva– por las delicias autóctonas y las bellezas naturales de un país en extremo complejo.

    Reinventarse, esa bella palabra

    Si bien estos chefs han hecho mucho por exportar cierto sui generis peruano, no son los únicos abanderados. La apertura turística del país –que ostenta entre sus atractivos Machu Picchu y las líneas de Nazca– es una manera también de reinventarse; de mostrar que la sociedad peruana es moderna y pujante, un destino a tener en cuenta a la hora de sacar los pasajes.
    Para darle un mejor contexto al asunto, en estos años de dólar subsidiado, Argentina se convirtió en el cuarto mercado de importancia para Perú, con 155.000 turistas locales por año que dejan US$ 850 en compras a entes locales. Que Perú haya elegido hace ya 20 años liberar su economía explica también parte de este atractivo: a diferencia de nuestro país, Perú es un paraíso de productos importados que se mezcla, en la góndola y en las calles, con otros más típicos del lugar. Para decirlo de otro modo: al lado de un KFC hay una típica pollería; donde hay galletitas Pepperidge Farm hay, también, un sachet de salsa de ají amarillo. El shopping al aire libre Larcomar, en el coqueto distrito de Miraflores en Lima, no será Altos Los Condes en Santiago de Chile pero hay, y muchos, turistas argentinos explotando la tarjeta de crédito aprovechando la permanencia de grandes marcas de lujo y un tipo de cambio conveniente.
    Lima no es el nuevo Miami, tanto en términos estéticos como culturales, pero el crecimiento de la ciudad en los últimos 20 años –producto de cierta liberalización económica “con rostro humano” que impulsó el consumo sin dejar de lado la lucha por la desigualdad social que, todavía se percibe, es mucha– impresiona. En todo caso, algunos distritos clave como Miraflores, San Isidro o Barranco –en donde se mueve la elite peruana– son turista-friendly y mantienen una estética bohemia que recuerda a San Telmo o Palermo. El bar Ayahuasca, por ejemplo, podría ser el primo peruano de 878. Allí bartenders experimentados sirven una veintena de Pisco Sours reinventados –con gusto a lychee y a maracuyá, por ejemplo– que podrían pensarse como los nietos pródigos de aquel trago clásico inventado en el Bar Maury’s, cerca de Plaza de Armas.
    Si reinventarse es la clave, el restaurante La Picantería, cerca del mercado central más importante de Lima, en el distrito de Surquillo, es cita obligada: pescados enteros, vendidos por kilo, que pueden prepararse de cinco a 10 formas clásicas: desde los chupes (unas sopas cremosas con habas, papas, mariscos y pescados) hasta los cebiches, nada se desperdicia. Las mesas comunales, sin embargo, son un guiño al pasado popular de esas calles que todavía son de tierra pero que, por lo novedoso de la propuesta, reciben a ejecutivos en BMW.

    Ica: la ruta del Pisco

    Pero hay vida más allá de Lima. Y más si el viajero gusta del turismo aventura. Está Machu Picchu, claro, pero si Cuzco queda demasiado lejos también vale la pena alquilar un auto y conocer algunas ciudades intermedias como Paracas, Ica o Nazca.
    A unas tres horas del centro de la capital está la ciudad de Paracas que es uno de los balnearios más exclusivos del país. Pero fuera de temporada su atractivo principal reside en su cercanía a una de las ciudades más interesantes, gastronómicamente hablando, del Perú. Si Argentina tiene la ruta del vino, Perú tiene la ruta del pisco. El desierto le da espacio a la vid –que es caprichosa, crece donde no crece nada; piensa que muere y le da toda la humedad su fruto– y a un sinnúmero de varietales que van desde la más común, la uva quebranta, hasta las más aromáticas, como la uva Italia.
    Aunque hay un conflicto histórico entre Perú y Chile por el lugar del nacimiento del pisco que es casi tan legendario como la disputa rioplatense por la cuna de Gardel, hay un sinnúmero de pisquerías en la región que destilan el aguardiente que, incluso, tiene denominación de origen. Degustar pisco no es como degustar vino, sin embargo: el volumen alcohólico alcanza 40%. Por su graduación alcohólica el pisco peruano no puede acompañar comidas como si fuese un vino cualquiera, por eso se lo suele tomar como aperitivo –en su forma clásica, el Pisco Sour– o, en su defecto, como bajativo, después de una comida. Si se debe maridar dicen las malas lenguas que su compañera ideal es el cebiche, un plato lo suficientemente fuerte para aguantar la competencia en el paladar. Se acompaña con “canchita” salada, un maíz ligeramente tostado recubierto de sal que reemplaza al maní en los after peruanos.
    Pero si Mendoza tiene los viñedos y el rafting, Ica tiene, también, el desierto. Después de unas cuantas rondas de pisco, y si hay ganas, aventurarse hacia el desierto puede ser una buena idea. Toparse con un arenero en la ciudad de Ica es tan común como encontrar Vespas estacionadas, en fila, en Roma. No es para cualquiera: los vehículos tipo buggy se levantan más de dos metros desde el piso y subirse y bajarse, cuesta. La adrenalina que corre por las venas al subir y bajar dunas, sin embargo, hacen que valga la pena. Las luces del atardecer sobre la arena quitan el aliento. Allí, rodeados de dunas que mueren hacia el horizonte, es imposible no sentir una comunión especial con el universo. El tour, cuyo precio supera US$ 150, puede incluir un picnic en el desierto de pinchos, verduras grilladas… y más pisco.

    La maravillosa cultura nazca

    No tan lejos de Ica, a otras tres horas en autopista, está el desierto de Nazca, más conocida por sus líneas misteriosas. Es que, más allá de los famosos incas, existieron diferentes pueblos avanzados en el Perú pre-hispánico de los que hoy se sabe mucho. La civilización nazca fue uno de ellos.
    Sacando de lado de América existía antes de la llegada de los conquistadores españoles, mucho se ha hecho por europeizar nuestra historia como continente: se borró el legado de los pueblos originarios de los libros de historia.
    En Perú no han hecho tal cosa; la cultura inca brilla en Machu Picchu y en un sinfín de lugares que guardan sus trastos cual tesoros, como el Museo Larco en Lima, en donde la colección de esculturas eróticas de los pueblos pre-hispánicos es sumamente realista y levanta las cejas de más un conservador.
    Para quienes no teman a las alturas, la visita aérea por las líneas de Nazca puede ser la frutilla de la torta de un viaje intenso. Una avioneta parte del aeropuerto de Ica –el segundo en importancia del país– para sobrevolar las líneas que los nazcas dejaron para que los dioses pudiesen verlos. En concreto se trata de elevaciones sobre el suelo que no superan los 15 centímetros de alto pero, por el clima, se preservan sin problemas. Las figuras se ven claras desde más de 2.500 pies de altura y los pilotos hacen piruetas en el aire para que un colibrí, un astronauta y un perro –solo algunos de los dibujos– se vean con total precisión. Es esa, justamente, la parte del trayecto que no es “apta para todo público”: los sensibles a los movimientos pueden sentirse realmente mal. Dramamine para todos y todas.
    Algunos se quedan con la adrenalina de Nazca; otros optan por brindar por el dios Baco en Ica o en recorrer las calles estrechas de Lima, con sus balcones antiguos, sus colores vibrantes y su gastronomía destacada. Lo que es cierto es que el menú de opciones es infinito: hay una ruta para cada uno, ajustable a todos los gustos. El libre albedrío impera y bien vale aquella frase del himno peruano: “Somos libres. Seámoslo siempre”.