Por Florencia Pulla
Los filamentos de plástico se apilan, siguiendo un diagrama invisible, uno sobre el otro. Como si de un dibujo aéreo se tratase, al principio es difícil entender hacia dónde va la impresora; qué pretende dibujar en el aire limitado de su interior. Para los despistados hay un material de referencia: alguien diseñó y aplicó sus conocimientos en un software ad hoc y lo alimentó a la impresora que hoy puede estar imprimiendo un muñeco de plástico como todos los que ostentan el famoso “Made in China” en un bazar pero que ayer ayudó a un nene que nació con una malformación a estirar su brazo por primera vez.
Es que la impresión 3D tiene tantos usos como personas estén interesadas en probarlo: está la chance de personalizar un juguete, sí, pero también de imprimir órganos humanos; de ayudar a emprendedores a desarrollar prototipos de manera rápida y eficiente; de llevar el monopolio de la producción –hasta hoy en manos de unos pocos– a cada escritorio de cada casa que tenga una computadora personal.
Si existe algo revolucionario en la impresión 3D es eso: que todos puedan acceder a ella. Como pasó con la PC antaño, el desafío de quienes producen con esta tecnología hoy es encontrar esa killer app, esa razón por la que una máquina cualquiera deja de incumbirle solo a los early adopters y se abre paso, rápidamente, en las aguas del consumo masivo. En Estados Unidos empresas como MakerBot –hoy parte de Stratasys– lideraron la tendencia. Su fundador y ex CEO, Bre Pettis, logró construir una empresa que vende alrededor de 2.000 máquinas por mes en su mercado natural, todo un logro si consideramos que la impresión 3D todavía es un mercado de hobbistas o makers, como gustan llamarse entre ellos.
Y sin embargo, ya se vislumbra un mercado de US$ 1.800 millones a escala global para 2018. Lo que empezó como una máquina exclusiva para la industria que derramó en un circuito pequeño pero poderoso de entusiastas por la tecnología, se está abriendo paso en las ligas mayores; sus consecuencias, impredecibles.
“Si la impresión 3D es realmente una revolución –dice Cody Wilson, un programador de software que se animó a diseñar un arma para imprimir en casa y que generó controversia en Estados Unidos, prohibiendo su distribución– no es porque nos va a permitir fabricar gnomos de jardín en serie desde casa sino porque nos va a permitir hacer lo que antes era privativo de la industria”.
¿Tiembla Colombraro?
Lejos del consumo masivo… por ahora
Aunque a escala global hay grandes empresas que casi monopolizan la producción de impresoras 3D, en la Argentina son tres las que dominan el mercado: Kikai, Replikat y Chimak. Sus modelos base manejan un valor superior a los $20.000, una cifra nada despreciable pero que Santiago Scaine, uno de los fundadores de Replikat, pone en perspectiva. El año pasado lograron ubicar uno de sus productos en el retailer Musimundo y eso, dicen, posibilitó que las famosas cuotas sirvan para hacerse de este gadget.
“Una máquina hoy está en $23.000 y en Musimundo a veces sacan promociones que reducen ese precio. Con las cuotas se terminan llevando una impresora por $1.200 por mes; entonces no es tan prohibitivo. Lo que realmente limita el acceso a este tipo de dispositivos es que todavía no existen economías de escala y entonces los costos se mantienen altos”. Y da un ejemplo con las primeras máquinas que diseñaron. Scaine y su socio eran investigadores de inteligencia artificial y robótica y veían en las impresoras 3D una posibilidad de dar mayor eficiencia a sus proyectos pero no tenían el capital para comprar una. Decidieron fabricarla ellos pero encontraron rápidamente la limitación del precio de algunos componentes locales. Con un poco de ingenio lograron hacerse de partes… hechas con impresoras 3D. Por lo que el primer prototipo –”que hicimos en el garage de mi casa, en bata y pantuflas”, reconoce– es un raro caso de una máquina haciéndose a sí misma. El negocio de Replikat comenzó en ese momento, logrando estabilidad en sus productos, y con capital semilla del Ministerio de Industria, lograron mudar sus oficinas al Parque Industrial de Villa Martelli.
Marcelo Ruíz Camauer, presidente de Kikai Labs, coincide parcialmente con Scaine. Por un lado, reconoce que el precio de las impresoras todavía es alto pero admite, también, que esa no es la única razón por la que el mercado es, todavía, pequeño: es que su uso todavía no se ha masificado. Aunque siempre, dice, hay adelantados a su tiempo. “Este es un mercado en el que el hobbista está acostumbrado a armar su propia impresora. Pero vimos como de a poco también aparecían personas que quizás necesitaban la impresora para su trabajo. Y entonces empresas como la nuestra apuntan al público que va a lucrar con esa máquina y que requiere de ella cierta estabilidad y fiabilidad”.
“Hoy el que compra una máquina es como aquel que en 1990 se hacía de una conexión a Internet; son una porción marginalísima de la población. Sabiendo lo que sabemos ahora sobre la innovación, es bueno entrar en este mercado incipiente aunque muchos, una mayoría, no sepan siquiera que existe. La realidad es que hoy no deja de ser una apuesta pero una apuesta que termina con una nueva manera de fabricar cosas”. Ahora sus mejores clientes son empresas de la industria automotriz, por ejemplo, pero también universidades y colegios técnicos que usan estos dispositivos para proyectar y hacer prototipos. “Todavía la impresión 3D tiene mucho de novedad y desconocimiento; prueba y error. En unos años se va a popularizar más”, apunta.
¿Va a llegar el día en el que no tengamos que salir desesperados a buscar un Tupper porque lo vamos a poder fabricar sencillamente desde casa? Según Ruíz Camauer y Scaine, ese futuro no es cercano. En términos de costos, una hora de impresión 3D es cara comparado con el bowl comprado en un bazar de plástico. Para el CEO de Kikai, a corto plazo la tendencia está más cercana a los emprendedores que podrán mejorar sus diseños o a los fabricantes de general que podrán hacer prototipos de manera más fácil que ahora. “Si la gente la compra como si fuese un juguete para hacer modelitos, va a ser un juguete muy caro”.
“Si la hora de impresión sale $3.000 –dice Scaine– todavía va a ser caro para fabricar cosas todos los días. Nadie se va a hacer un bowl con impresión 3D porque no va a poder competir con la manufactura tradicional. Pero si uno busca, quizás, un bowl personalizado es una herramienta que puede servir perfectamente. Creo que el gran cambio se va a dar más en la fabricación de partes que quizás se hacen muy lejos y que tienen un alto costo de logística que la impresión 3D deja obsoleto: no va a hacer falta irse hasta China, se van a poder modificar diseños e imprimirlos acá”.
Iván Tabachnik, un prodigio de 17 años que recién comenzó su carrera en el ITBA pero que ya es un veterano conocedor del mercado con su propio marketplace de impresión 3D, lo pone en otras palabras. “Lo que tiene que cambiar es el paradigma de fabricación. Si todos vamos a tener una impresora 3D tienen que ser fáciles de usar porque incluso gente que las ha comprado no hace un uso intensivo de ella. La cantidad de objetos que se pueden crear es muy grande pero las personas no están preparadas mentalmente para crear desde cero; van y compran una nueva. Hay que cambiar la manera de pensar y eso va a llevar más tiempo”.
Falta innovación
Aunque localmente hay varias muestras de emprendedorismo en lo que a fabricación de impresoras 3D se refiere, todavía falta la gran pata innovadora que el programador local generalmente le da a los productos que se fabrican en otros lugares del mundo. El mercado de la impresión 3D se basa mucho en el software de código abierto por lo que cualquier miembro de la comunidad puede modificar su código para producir mejoras sobre el software existente.
Tabachnik, que creó el sitio Trision Market –en donde diseñadores, dueños de impresoras y público deseoso de hacerse de un objeto impreso hacen transacciones– entiende que, a excepción de proyectos aislados, ninguna empresa está innovando realmente. “Ni fabricantes ni individuos hoy se están poniendo a armar máquinas. Generalmente son todas parecidas, con un mismo modelo de impresión. El software es igual en todos los casos, lo único que cambia es el material. Nadie hace demasiado sobre los tres temas transversales de la impresión 3D: velocidad de impresión, facilidad de uso y calidad de producto final”.
Y sin embargo, comparada con sus pares regionales, la Argentina no está mal parada. Más allá de la fabricación de máquinas, en el último año hubo una evolución importante del lado de los insumos que también se fabrican localmente. “Creo que estamos muy bien –alienta Ruíz Camauer– y que en Latinoamérica somos pioneros. El mercado brasileño es más grande pero por una cuestión de tamaño, no de innovación. Nuestros modelos de alta gama son equivalentes a lo mejor que hay en Estados Unidos en este momento, pero también desarrollamos filamentos nuevos que si bien son de plástico toman la apariencia del metal o de la piedra que están dentro. Básicamente uno va a poder imprimir trofeos, medallas, que serán livianos pero indistinguibles de sus pares en metal”.
¿Qué significa que esto recién empiece? Que las miles de aplicaciones que hoy resultan utópicas –¿qué más de la ciencia ficción que la misma fabricación de órganos?– están un paso más cerca. En concreto, con la velocidad con la que se mueve la tecnología, no son cientos los años que deberemos esperar para que se impriman casas enteras con una impresora sino décadas. Y si la ansiedad carcome es porque el presente esta lleno de historias fantásticas: desde un pelicano que vuelve a comer porque se le pudo imprimir una prótesis exacta hasta una pelvis reconstruida en el Hospital Italiano gracias a la ayuda de un prototipo exploratorio que permitió resolver una operación complicada. Para imprimir el futuro no falta mucho, solo hay que tener las herramientas adecuadas.