Hay dos cosas inexplicables en la marejada informativa que está acompañando a las permanentes informaciones en torno al continuo descenso en el precio del barril de crudo, en los últimos meses.
Una es que falta una versión convincente sobre por qué está ocurriendo este fenómeno y por cuánto tiempo perdurará. La otra es quiénes son los reales ganadores y perdedores en este proceso. Tema en el cual ya hemos incursionado, en especial sobre los efectos de esta situación para la economía argentina (ver edición del pasado noviembre, número 1161, página 10).
Tal vez más importante que el ejercicio de explorar razones inmediatas es indagar que transformaciones profundas tendrá la nueva situación en el escenario geopolítico mundial y qué modificaciones ocurrirán sobre la economía global.
Para medir el impacto del fenómeno, hay que analizar lo que acontece con tres grandes actores, como los países de la Opep, Rusia y Venezuela. Sin marginar el comportamiento de Estados Unidos y su producción de shale oil & gas, o el papel de grandes demandantes de energía como China, India y Japón. Y sin olvidar una situación inédita que se produce en términos políticos en Medio Oriente, justo cuando Estados Unidos pretendía desentenderse de su viejo rol en la región.
Comencemos por el club de productores. El cálculo es que –si el barril continúa en el mismo nivel actual, apenas por encima de los US$ 60– los países de la Opep perderán ingresos durante 2016, en el orden de los US$ 316.000 millones. Con la experiencia pasada de esta organización, no hay duda de que el cálculo es certero. Pero la solución es distinta. En otras oportunidades el cartel votaba por reducir la extracción y la oferta, disciplinadamente, iba logrando siempre el paulatino aumento hasta llegar al nivel previo de precios.
Pero esta vía queda descartada esta vez por la firme decisión saudita de mantener su enorme producción con la misma intensidad que traía hasta ahora. La explicación aceptada es que el país no quiere disminuir su cuota de participación en el mercado mundial. Una estrategia que puede adoptar por el importante nivel de reservas acumuladas por el Gobierno de Riyadh durante la bonanza, que trepan a US$ 800.000 millones (Kuwait, en similar situación, tiene una caja de US$ 200.000 millones).
Hay otra explicación, indemostrable por ahora. Los grandes productores estarían pensando que de este modo se asesta un golpe mortal al petróleo y gas no convencional, al shale. De los yacimientos activos hoy, algunos pueden enfrentar su costo de extracción con los nuevos precios. Otros quedarían fuera de carrera. Yacimientos importantes, relevados, pero todavía no en funcionamiento, podrían sufrir una postergación prolongada en el desembolso de las inversiones necesarias (algo de eso podría ocurrir con el caso de Vaca Muerta).
Dos casos especiales
Como lo advirtió públicamente el mismo Vladimir Putin, a Rusia se le presenta –en el corto plazo al menos– una situación catastrófica, con los precios en el nivel actual, y peor aún si continúan en descenso.
El panorama ya era grave. El rublo en caída libre frente al dólar. Pronóstico de crecimiento cero en 2015. Creciente efecto de la sanciones impuestas por la Unión Europea y EE.UU. por el clima bélico frente a Ucrania (que a su vez, demanda esfuerzos adicionales). Lo único a favor es el elevado nivel de reservas del país (US$ 400.000 millones) que, bien manejadas podrían morigerar el escenario.
Para Moscú, la clave es superar las grandes dificultades del corto plazo y entretanto armar soluciones efectivas para el largo plazo. Olvidándose de Europa y poniendo foco en Asia. Eso explica el viaje de Putin a India el mes pasado. Antes, se lograron dos acuerdos de aprovisionamiento energético con el principal demandante mundial, China. El primero, en el orden de US$ 400.000 millones; el segundo por un poco menos. Pero en ambos casos, sus efectos se sentirán a lo largo de 10 años por lo menos. Algo similar se espera acordar con India, otro gigantesco consumidor. Olvidándose entonces de Europa como su principal mercado importador energético.
En cuanto a Venezuela, llegó el momento de hacer la cuenta de cómo se desaprovechó la bonanza energética de estos años. En el Fondo de Estabilización macroeconómica, apenas quedan US$ 3 millones, después de malgastar algo así como US$ 150.000 millones.
Según los expertos, el ingreso total que demanda la economía venezolana en el estado en que está, implicaría que el precio del barril estuviera en US$ 120. Si el descenso llega hasta la mitad, queda en claro lo que faltará y los sacrificios y tensiones que habrá que afrontar (el petróleo aporta 96% del ingreso total de divisas al país).
Una crisis política y social de notable envergadura se puede estar gestando en este país de la región, que subsidia –o regala– la energía que se exporta a Cuba y otras naciones del Caribe y de Centroamérica, en su afán de ser actor esencial en la zona.
Con precios más bajos, toda Europa se beneficia claramente. También Japón. Los países asiáticos podrán mantener sus porcentajes anuales de crecimiento. En Latinoamérica, Brasil será el gran beneficiario. También la Argentina ya que las importaciones energéticas sumarán menos que en años anteriores (aunque no baje el precio de los combustibles en los surtidores).
Cambio de clima y la viabilidad de la idea
Época mala para los nervios de las empresas gigantes que se destacan en el mundo de la energía. Además de un escenario crítico para los próximos tiempos por la significativa caída en los precios del petróleo –como se explica en el artículo anterior–, ahora la amenaza es de largo plazo y apunta a su propia supervivencia, por lo menos con el actual modelo de negocios.
Durante la primera quincena de diciembre tuvo lugar en Lima, Perú, la Cumbre Mundial del Cambio Climático, organizada por Naciones Unidas. Delegados de 190 países se reunieron en este foro cuyo nombre oficial es Vigésima Conferencia de las Partes del Convenio Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de la ONU.
Lo que implica que es una más de la larga lista de reuniones que hubo sobre el tema, y anticipo de otras más que vendrán. Lo que convierte en relevante al cónclave de Lima es que ahí se sentaron las bases de lo que se tratará a fondo en el encuentro programado para el año que viene en París.
La historia es larga, llena de demoras, vacilaciones y hasta retrocesos. Hace 20 años que comenzaron estas reuniones (en 1995, en Berlín) y los resultados todavía son magros. El peor momento fue seguramente en Copenhagen 2009, donde el disenso o la indiferencia fue de tal magnitud que muchos observadores supusieron que era el fin de estas negociaciones.
Pero la broma clásica que circula en los pasillos de Naciones Unidas tiene algo de razón: “habrá que reunirse en cinco años para formular un nuevo juego de propuestas para los siguientes cinco años de acciones”. Lo que también tiene su lógica: cada cinco años se ve con mayor claridad la necesidad de actuar.
A esta idea se ajustan muchos de los protagonistas que tienen la convicción de que “del dicho al hecho, hay un gran trecho”. Pero tal vez en esta oportunidad haya sorpresas. Los consensos de Lima, si se convierten en obligatorios para todos los países signatarios el año próximo en París, pueden transformar no solamente el clima del planeta, sino también la economía global de una manera tan profunda que es difícil de concebir.
Es que la reunión en la costa peruana venía precedida de un valioso antecedente: apenas dos semanas antes, en la reunión de las economías del Asia-Pacífico en Beijing, los dos grandes “contaminadores” del mundo, China y Estados Unidos (40% del total entre ambos) acordaron un programa conjunto de reducción de niveles de carbono, que facilitaría la adhesión de otros grandes e importantes actores, como la Unión Europea, India, Brasil, Japón y Rusia.
Si las propuestas de Lima resultan aprobadas en París el año próximo, puede comenzar un proceso sin precedentes. La idea central es que, progresivamente, petróleo, gas y carbón deben ser reemplazados por otras fuentes energéticas y programas de reducción de este tipo de consumos, para llegar a cero en el año 2050. El slogan acuñado en Perú es: “descarbonización total para 2050”. Aprobando el nuevo plan de lucha en 2015 se pasaría a implementarlo a fondo a partir de 2020. El límite cero es, según el panel científico, el único que garantiza evitar el calentamiento anual de 2 grados centígrados sobre el planeta.
Si un programa de este tipo resultara aprobado, su efecto sobre la economía global sería impresionante (además de los beneficios en contener el daño que se ocasiona al clima). Para tener una idea: colosos energéticos como Exxon o Shell no existirían más para esa fecha en su actual forma. O desaparecen, o transforman drásticamente su modelo de negocios.
En 35 años –si avanza este pacto global sobre el clima, que por primera vez parece tener posibilidades– deberán ser conglomerados esencialmente diferentes, con base en energías alternativas o en otro tipo de negocios.
Hay una previsión que muchos ven como una puerta de escape. Algunos países pueden ser autorizados a usar algo de petróleo si llegan, por otros medios y recursos a emisión cero para esa fecha, en la batalla contra “el efecto invernadero”.
Como es obvio, las empresas energéticas han reaccionado con extrema cautela. Saben lo que está en juego para ellas, pero todas, discretamente, dejaron trascender que no creen que un plan de este tipo sea viable.
El sentido común y la comprobación de la experiencia reciente permiten que mucha gente sostenga esta tesis. Por otra parte, la gravedad de la situación puede generar una voluntad política hasta ahora débil o inexistente.
Lo cierto es que hay ahora, en forma visible, una nueva diplomacia del clima. China, campeón de las economías en desarrollo, admite la necesidad de actuar para contener el proceso contaminante. Una sensible diferencia con los viejos acuerdos como el Protocolo de Kioto, donde los países en desarrollo sostenían que era injusto frenar su naciente desarrollo para reducir la contaminación, cuando las grandes economías desarrolladas habían causado ya la mayor parte del desastre.