jueves, 26 de diciembre de 2024

La globalización en retirada y el proteccionismo en auge

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La Argentina tiene una habilidad especial para encontrarse siempre nadando contra la corriente. Cuando en todo el mundo avanzaba la globalización, preferimos el aislamiento. Cuando era intensa la puja entre naciones por aumentar la inversión extranjera, hicimos lo posible por ahuyentarla. 

Cuando las tasas de interés estaban casi en cero y todos tomaban préstamos externos, nosotros decidimos no hacerlo y aumentar el endeudamiento interno.

Cuando los tratados de comercio mundiales avanzaban a buen ritmo, la alternativa fue poner palos en la rueda. Cuando la democracia republicana gozaba de buena salud en anchas partes del planeta, elegimos el populismo declamatorio.

Ahora, que se ha iniciado una nueva etapa, donde un nuevo Gobierno quiere hacer precisamente lo contrario a lo que hacía el anterior, nos encontramos con que es el mundo el que ha cambiado.
La sombra del proteccionismo nubla el firmamento de la mayor parte del mundo industrializado. Tratados comerciales importantes que tenían vistas de convertirse en realidad cercana han sido abandonados y postergados, tal vez para siempre.

El mundo es distinto. Gran Bretaña abandonó la Unión Europea, una organización que enfrenta su peor reto en más de medio siglo. Los italianos van a las urnas en noviembre y pueden votar en contra de reformas constitucionales que se daba por descontado que serían aprobadas. En Alemania, en Francia, en Austria, España y Hungría, crecen partidos de ultraderecha que recuerdan con sus vociferantes posiciones, a los partidos nacionalistas del siglo pasado, que irrumpieron junto con la Gran Depresión.

China intenta dejar en claro que el llamado Mar de la China es un objetivo geopolítico central, el “mare nostrum” donde ejercerá poder exclusivo. Los demás países asiáticos (con menor crecimiento económico por estos tiempos) observan con preocupación. Rusia intenta reconstruir de algún modo el Estado zarista, y Japón no logra salir de su largo estancamiento.

Las consecuencias están a la vista. El Tratado de ComercioTransatlántico y el otro, el Transpacífico perdieron impulso y esperarán tiempos mejores. El modelo que imperó en la economía mundial por los últimos 70 años, desde la posguerra, parece a punto de naufragar.

La globalización atraviesa por su peor momento. Incluso en Estados Unidos, donde los dos candidatos presidenciales ?uno, Donald Trump, de forma vehemente, y su rival Hillary Clinton, que reniega de apoyos anteriores? rechazan lo que parecía ser la obra maestra de Barrick Obama, el tratado comercial de los países ribereños del Pacífico, destinado a consolidar el rol norteamericano en ese océano, y a ponerle un freno a China.

Tampoco apoyan el tratado que estaba casi a punto de firmarse con la Unión Europea, que además ha sido claramente desalentado por varios Gobiernos importantes de ese continente, como Francia y Alemania.

La clave reside en que la mayoría de los votantes de clase media, de ambos lados del Atlántico, piensa que la desindustrialización, la falta de empleo y la inequidad en la distribución del ingreso, se debe a la globalización. Y a sus máximos apóstoles, las grandes corporaciones multinacionales que ?como se asegura con convicción? cada vez ganan más mientras la gente tiene menos. Lo que plantea otro serio conflicto entre democracia y capitalismo, y abre la necesidad de reinventar el capitalismo para que sea viable en el futuro.

Negociaciones complicadas

El Tratado del Atlántico, como corresponde a un acuerdo sobre comercio exterior, debe ser ratificado por los parlamentos de los países intervinientes. En Estados Unidos, Obama en el final de su mandato enfrentará gran oposición a tratar el tema, incluso dentro de su propio partido Demócrata.

Las grandes empresas transnacionales, pero de origen estadounidense, analizan ?en virtud de un renovado escenario propicio al proteccionismo? en cambiar la localización de sus plantas y proyectos. Es decir, en muchos casos, puede implicar que abandonen el suelo estadounidense.

Sin embargo, la resistencia contra la globalización expande riesgos colaterales. En palabras de Obama, a la marcha de la integración global le hace falta una corrección en su curso.

El otro tratado, el del Atlántico no es exclusivamente sobre libre comercio. Es, de modo central, sobre inversiones y reducción de barreras arancelarias. Lo que genera una resistencia actal en los Gobiernos. Del mismo modo que Gran Bretaña reaccionó contra la burocracia de Bruselas y las medidas exigidas por ella en un mercado común europeo, este se pone en contra de un acuerdo transatlántico. Una forma idéntica de reaccionar.

Las negociaciones transatlánticas comenzaron en 2013, y al principio avanzaron con rapidez. Al punto que se descontaba su aprobación para estas fechas. Pero en los dos últimos años, cambió el clima, y la opinión pública cree sufrir las consecuencias de tanta globalidad y reclama abierto proteccionismo. Opinión que nadie quiere enfrentar si se deben ganar elecciones en este momento.

En cuanto al otro gran tratado comercial, el del Transpacífico, aprobado en general en febrero pasado por doce naciones ribereñas de ese océano, debe ser ratificado por los parlamentos de cada uno de los miembros.

En Estados Unidos, su proponente, no hay posibilidad de que se logre durante el mandato de Obama, y tampoco en el del que resulte su sucesor. El nuevo clima es tan evidente, que muchos países que hasta hace poco eran abanderados del librecambio, ahora se repliegan en mayor aislamiento.

Se comienza a percibir la gravedad del trilema expuesto por el conocido economista de Harvard, Dani Rodrik, sobre la economía mundial: no es posible tener a la vez democracia, determinación nacional y globalización económica. Dos de ellas cualquiera se pueden escoger y siempre podrán funcionar. Pero las tres a la vez, no hay caso, apunta Rodrik.

Algo sorprendente de la gran crisis de 2008 es que, contra todos los pronósticos, no despertó una fuerte oleada de proteccionismo. Algo que pudo evitarse gracias a la voluntad y habilidad del G-20 en adoptar una agenda pro crecimiento. Lamentablemente esa estrategia no se mantuvo a través del tiempo.
El cercano periodo de bajo crecimiento económico y mayor inequidad en el reparto de los ingresos, ha erosionado el consenso en favor de la globalización y de la integración regional. Consecuencia, la globalización ha llegado casi a un parate total.

Capitalismo y democracia, ¿puede haber un divorcio?

Toda esta discusión sobre el crecimiento, el librecomercio y el proteccionismo se conecta con otro de los grandes debates del momento. La tensión ?o conflicto abierto, como se prefiera? entre la democracia liberal y el capitalismo global.

Durante muchos años imperó la idea de que el capitalismo solo podía florecer en un sistema democrático. China y Singapur, sin embargo, son ejemplos que muestran el triunfo del capitalismo autocrático, un sistema que genera crecimiento económico mientras hoy las democracias occidentales ni crecen ni brindan bienestar.

El mundo occidental ha pasado del triunfalismo de los 90 a una profunda ansiedad sobre el futuro de la democracia. Los países, con diferente grado y matiz, temen que se esté acercando el fin de una época.
El auge del populismo en muchos lugares del planeta, que erosiona la versión de la república representativa, lo convierte en un tema relevante.

En la más grande democracia del planeta, hay un candidato populista y autoritario que, en teoría, tiene chances de alzarse con la presidencia efectiva.

Lo que está en juego es el modelo, la combinación entre sistema político y económico, que ha sido un ejemplo para todo el mundo occidental y para muchas de las economías emergentes, por más de medio siglo.

Para muchos ensayistas tempranos, hay una conexión natural entre una democracia con sufragio universal, con derechos civiles y personales, y un capitalismo que consagra el derecho a comprar y vender bienes y servicios, y amplia libertad laboral. Ambos conceptos creen que la gente puede elegir libremente como individuos y como ciudadanos.

Pero luego aparecen las diferencias, que no son pocas ni menores. La democracia es igualitaria. El capitalismo no, especialmente en términos de distribución del ingreso.

Ha ocurrido, y puede repetirse, que cuando la economía tambalea, la mayoría puede inclinarse hacia el autoritarismo. Pero si hay falta de igualdad, los sectores más ricos pueden convertir a la democracia en una plutocracia.

El fenómeno de este momento es que al capitalismo le cuesta cada vez más lograr mejoras en la prosperidad de la gente. Cuanto mayor es el equilibrio en la distribución del ingreso, mayor es la legitimidad del capitalismo y más estabilizada resulta la democracia.

Como hay dificultades para corregir la desigualdad, la democracia tiene la tentación de volverse intolerante y el capitalismo pierde legitimidad. Como el capitalismo es global, a las corporaciones les cuesta respetar el marco jurídico de cada jurisdicción nacional. Para complicar el escenario, aparece ahora el tema de las migraciones masivas. La libertad individual reclama que la gente se mueva como prefiera. Pero ?sostienen otros? la ciudadanía impone controles. La migración es otro gran capítulo que añade tensiones entre las democracias nacionales y las oportunidades de una economía global.

El escenario futuro es complejo. Una alternativa es el ascenso de una plutocracia global y la decadencia o desaparición de las democracias de cada país. La alternativa opuesta puede ser el auge de democracias no liberales y de gobiernos con mayorías autoritarias. Con lo cual el capitalismo global sería reemplazado por capitalismos nacionales, pero controlados.

En definitiva, si se quiere preservar la legitimidad de los sistemas democráticos, la política económica debe concentrarse en promover los intereses de las mayorías.

 

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