En medio de la campaña aseguró que Obamacare, la ley con el sistema de salud legado del anterior mandatario, sería dejada sin efecto y reemplazada por una norma que aseguraría mejor la prestación de salud y a un costo mucho menor. También prometió que sería el fin de décadas de fracaso y de la influencia de sectores de interés en Washington.
Hablar es fácil, como pronto se vió. Ya en la Casa Blanca aceptó reemplazar la ley todavía vigente por el proyecto que tenía el titular de la Sala de Representantes, el Republicano Paul Ryan.
Debería ser un operativo fácil. Los Republicanos tienen mayoría en ambas cámaras y desde hace siete años vienen clamando por derogar una ley odiada, símbolo de la política de los Demócratas.
Entonces sucedió lo imprevisto. El tironeo violento entre los mismos Republicanos. Unos porque deben enfrentar pronto elecciones en sus propios Estados y la gente pide que queden sin efecto los recortes de servicios y de costos (que la encarecen) para los más necesitados en la pirámide de ingresos. Pero del otro lado, los del Tea Party, los más recalcitrantes del partido de gobierno, la ultraderecha, se opuso a los cambios que querían morigerar su impacto sobre la población.
Pronto quedó en claro que no estaban los votos para obtener la media sanción en Diputados. Con su actitud beligerante, Trump empeoró la situación. Primero dijo que iría tras los legisladores que se le oponían, en clara amenaza. La respuesta fue que no logró intimidarlos. Incluso alguno de ellos dejó traslucir “somos nosotros los que iremos tras él”. Luego fijó un día impostergable para la votación, con la amenaza de retirar el proyecto y dejar vigente el Obamacare.
El día fijado, se comprobó en el conteo previo que no se conseguían los votos necesarios, y la sesión fue levantada y el proyecto retirado. En definitiva una derrota escandalosa de grandes proporciones, para Trump y para la conducción del partido, y el Obamacare sigue en vigencia.