En la conferencia Strategies in Satellite Ground Segment, realizada la semana pasada en Londres, los responsables del sistema satelital de defensa del Reino Unido discutieron un problema que empieza a ser universal: hasta qué punto las Fuerzas Armadas pueden apoyarse en constelaciones comerciales como Starlink sin comprometer su independencia operativa. Lo que se planteó allí, en el corazón del mundo atlántico, debería ser escuchado con atención en Buenos Aires. Porque los dilemas que enfrenta la defensa británica —la tentación de la eficiencia privada frente al costo político de la dependencia tecnológica— son, en escala distinta, los mismos que comienzan a perfilarse para la Argentina.
Barry Austin, jefe de satcom en el Ministerio de Defensa británico, fue directo. Comprar terminales LEO de un único proveedor puede ser atractivo para los contadores públicos, dijo, pero también es una vulnerabilidad. Su advertencia, formulada ante industriales y militares, aludía sin nombrarlo a Starlink, la red global de SpaceX. El Reino Unido —una potencia con industria aeroespacial propia— duda. No por capricho, sino por memoria estratégica: sabe que quien controla la red controla la decisión. Austin recordó el antecedente ucraniano, cuando SpaceX restringió el uso militar de Starlink en determinadas operaciones. “Soberanía —dijo— es poder usar la capacidad cuando y como uno necesita hacerlo”.
Ese razonamiento debería resonar con fuerza en las Fuerzas Armadas argentinas. En un país donde la infraestructura de comunicaciones militares se apoya en sistemas mixtos —ARSAT, enlaces terrestres y servicios arrendados— la posibilidad de incorporar Starlink surge como una solución inmediata. La red de Musk ofrece conectividad veloz, global y resistente a interferencias convencionales. Su despliegue en la Patagonia, con fines civiles, ya demostró eficacia técnica en zonas donde las redes terrestres son inviables. En apariencia, el salto a lo militar parece lógico: permitiría comunicación segura en la Antártida, en operaciones de paz o en emergencias nacionales. Pero lo que es ventajoso en términos técnicos puede ser riesgoso en términos políticos.
La pregunta central no es si Starlink funciona, sino quién decide cuándo y para qué puede usarse. En un eventual conflicto, ¿podría Argentina garantizar la continuidad del servicio si los intereses del proveedor no coincidieran con los del Estado? ¿Qué sucedería si una potencia extranjera, directa o indirectamente, condicionara su funcionamiento? El ejemplo británico es ilustrativo. Si el Reino Unido, que es socio de la OTAN y dispone de una poderosa industria espacial, teme perder autonomía, ¿cuánto más debería preocuparse un país que aún depende de servicios externos para buena parte de su conectividad crítica?
El dilema no es nuevo. Cada revolución tecnológica enfrenta a los Estados con la misma paradoja: la de ganar capacidad a costa de ceder control. Lo fue con el telégrafo y con Internet, lo es ahora con las constelaciones de órbita baja. Las redes privadas globales ofrecen velocidad, pero también concentran poder. Y ese poder no siempre está alineado con los intereses nacionales. El Reino Unido comenzó a diseñar, como respuesta, una estrategia dual: combinar Starlink con OneWeb, empresa parcialmente británica, para reducir el riesgo de dependencia. No es una solución perfecta —implica multiplicar terminales, costos y complejidades—, pero garantiza una forma de disuasión: el proveedor sabe que puede ser reemplazado.
La Argentina podría adoptar un enfoque similar. No se trata de rechazar la tecnología comercial, sino de integrarla en un sistema híbrido donde el control último permanezca en manos nacionales. Un uso complementario de redes comerciales, combinado con infraestructura estatal —ARSAT, CONAE y CITEDEF— permitiría sumar resiliencia sin renunciar a la autonomía. Pero para ello es necesario algo que los propios británicos reconocieron como su principal déficit: una visión estratégica clara. El comandante Dave Black, de la Fuerza Espacial del Reino Unido, lo expresó con crudeza: “No estamos guiando a la industria; reaccionamos a ella”. Esa frase resume un riesgo que Argentina conoce demasiado bien: dejar que la tecnología defina la política en lugar de que la política defina la tecnología.
En el caso argentino, adoptar Starlink sin un marco regulatorio y operativo propio sería repetir el error británico desde una posición más débil. Habría que establecer contratos que garanticen la continuidad del servicio en caso de conflicto, nodos terrestres bajo control estatal, protocolos de seguridad cibernética nacionales y formación específica de las fuerzas en manejo de redes satelitales. El espacio no es un terreno neutro: quien domina la infraestructura impone las condiciones. Por eso, cuando Austin citó a un almirante británico que le dijo “si pierdo el espacio, pierdo la guerra”, no hablaba en metáfora. La guerra moderna —económica o militar— se libra en la capa invisible de la conectividad.
Para Argentina, ese desafío tiene un componente adicional: el de la integración regional. América Latina avanza sin coordinación en su política espacial, mientras las grandes potencias convierten la órbita baja en un tablero de competencia geopolítica. Depender de una constelación privada estadounidense podría ser funcional en tiempos de paz, pero problemático en escenarios de tensión internacional. La lección británica apunta justamente a eso: la independencia no se construye con contratos, sino con capacidades propias.
Adoptar Starlink podría mejorar de inmediato la eficacia operativa de las Fuerzas Armadas, pero al costo de abrir una vulnerabilidad estructural. No sería la primera vez que el país, por urgencia tecnológica, hipoteca su soberanía estratégica. Lo racional es otro camino: aprovechar la oportunidad para fortalecer a ARSAT, reactivar la cooperación con la CONAE y fomentar la producción nacional de terminales, software de encriptación y estaciones terrestres. El uso de redes comerciales puede ser útil, pero nunca debe sustituir la construcción de una política espacial de defensa.
En Londres, el debate británico reveló un principio que vale también para la Argentina: el problema no es la tecnología, sino la dependencia. Cada nación debe decidir qué parte de su seguridad está dispuesta a tercerizar. Las Fuerzas Armadas argentinas, que aún buscan definir su rol en la era digital, podrían ver en Starlink una herramienta. Pero si la herramienta se convierte en dueña de la función, el país habrá perdido algo más que una red: habrá cedido el control de su voz en el espacio.
La verdadera soberanía, decía Austin, consiste en poder usar las capacidades cuando uno lo necesita. En la era de las constelaciones privadas, eso equivale a poder hablar cuando los demás quieren que uno calle.












