Derivativos crediticios, una burbuja de US$ 9,5 billones

Tras declararse Delphi en bancarrota (8 de octubre), los inversores se lanzaron a evaluar pérdidas vía bonos y derivativos crediticios por unos US$ 27.000 millones. A los diez días, la quiebra de Refco involucró 48.600 millones en pasivos.

20 octubre, 2005

En esos casos y tantos más, el “derivativo crediticio” es una forma muy volátil de seguro, cuyo precio en el mercado remite directamente a los vaivenes de los deudores mismos. Entonces ¿qué les pasa a estos complejos contratos si los bonos o los activos de sustento se desvalorizan? ¿Se transferirán los perjuicios a inversores institucionales o individuales sin relación directa con los apuros de las empresas, como podría ocurrir con Refco?

La situación de Delphi plantea otra duda: ¿no estará el mercado de derivados crediticios –que ha crecido de casi cero hace diez años a una proyección de US$ 9,5 millones para fines de 2005 (un año antes, eran “apenas” cinco billones)- creando riesgos financieros no bien comprendidos? ¿O, por contrario, no mitigarán las crisis empresarias, como sostienen los bancos y otros promotores?

“Estos contratos representan mucho y han aumentado a ritmo por demás rápido”, observa Richard Herring, profesor de finanzas en la escuela de negocios Wharton. “En principio, redistribuyen riesgos. Así, en los últimos años, derivativos y derivados crediticios –unos son instrumentos, otros los contratos generados por ellos- han contribuido a que los mercados especulativos asimilasen desastres como Enron, WorldCom, Adelphi, Parmalat o el cese de pagos argentino. No obstante, ignoramos si algún factor por hoy no percibido podría licuar posiciones de golpe”.

La autoridad monetaria no las tiene todas consigo. En septiembre, el Sistema de Reserva Federal (SRF) convocó a los catorce mayores bancos norteamericanos a discutir los problemas del segmento crediticio derivado. Su preocupación no se limitan a las características intrínsecamente azarosas del sistema e incluye la expansión tan veloz de la operativa. El SRF teme que su volumen trabe su propia administración: si las transacciones no pudieran gestionarse al ritmo necesario, los inversores se verían ante crisis inmanejables.

Advertencias similares formulaba, meses atrás en un seminario de Wharton, Gerald Corrigan, director ejecutivo de Goldman Sachs Group. Por entonces presidente de la RF Nueva York, en 1999 Corrigan coordinó la reacción del emisor –y del Banco de Inglaterra- ante la primera gran crisis derivativa: el colapso de Long-Term Capital Management (LTCM), fondo de cobertura que había armado derivados cincuenta veces superiores a los activos de sustento.

Hasta promediar los años 90, el segmento de derivativos casi no existía. Su súbita expansión se origina en sistemas matemáticos desarrollados por cinco expertos, luego ganadores de dos Nobel económicos. De hecho, dos dirigían el LCTM al momento de su colapso. Esos instrumentos permitían evaluar riesgos de extrema complejidad. Por supuesto, operadores y especuladores armaban también derivados sobre acciones, monedas y materias primas (el salto de precios petroleros se debe parcialmente al mismo factor).

Bancas, prestamistas e inversores buscan constantemente formas de diluir riesgos. Fondos de cobertura, aseguradoras y fondos jubilatorios esperan obtener rindes en continúa alza. En síntesis, se apela a la magia de las ecuaciones para controlar el futuro, ignorando que la especulación financiera global es un juego de suma cero, o sea con ganadores y perdedores.

“Los promotores del segmento –apunta Herring- son los grandes bancos. Su obsesión es tornar más líquidos activos como carteras de crédito”. También pesa el lavado institucional de fondos en gran escala, pero el asunto no parece preocupar al SRF.

En la práctica, los derivados crediticios son contratos cuyo valor sube o baja según cómo se comportan las deudas empresarias, los bonos emitidos y tomados. Por lo común, una compañía no participa directamente en los contratos. Éstos involucran usualmente al tenedor y al emisor de bonos, que pagan comisiones para desplazar el riesgo a un tercero.

“El mercado de estos instrumentos se halla mayormente dominado por pases de pagos en cese” (PPC o CDS, “credit default swaps”), explican en Wharton. Corrigan los define como “contratos de seguro”, donde el comprador de cobertura abona una prima periódica, a cambio de una indemnización por parte de quien vende esa protección, en caso de dispararse algún evento.

Un típico comprador es un tenedor o emisor de bonos que espera ser compensado por un prestatario institucional. Los PPC pueden asegurar ese flujo de ingresos o neutralizar declinaciones en la cotización del bono o la deuda en su poder. Como sucede con un reclamo de seguros, la “indemnización” es taxativa si, por ejemplo, el emisor del bono entra en bancarrota, cesa en sus pagos, reestructura pasivos o su deuda pierde calificación. Delphi y Refco afrontan dos de esos peligros.

Una vez generado un PPC, puede negociarse en el mercado secundario, donde la cotización se moverá según cómo los operadores evalúen la solidez de la deuda empresaria subyacente. De esa forma, el riesgo de cese de pagos suele pasarse fácilmente a inversores dispuestos a afrontarlo. Con este instrumento, el inversor puede apostar al riesgo crediticio. Por el contrario, colocarse directamente en bonos entraña una gama mucho más amplia de riesgos: crediticios, monetarios y financieros (tasas de interés).

No hace mucho, los PPC fueron reunidos en forma de obligaciones de deuda colaterizadas (ODC o CDO: “collateralized debt obbligations”). Por lo general, una ODC contiene pases de más de cien empresas que, una vez coordinados, se dividen en tramos colocables separadamente. En una punta surge el tramo de riesgo y rinde mayores, que retiene una parte desmedidamente alta del ingreso afluyente a la ODC. Claro, ese segmento es el más expuesto a pérdidas en caso de insolvencia en alguna emisora de obligaciones.

El mercado ODC se ha multiplicado extraordinariamente en corto lapso, pues inversores y especuladores persiguen ganancias superiores a las de colocaciones a interés más convencionales. Sólo en 2004, ese canal ha transferido riesgos por alrededor de US$ 1,2 billones.

Otro rasgo clave de los derivados crediticios es el apalancamiento. El valor de esos contratos suele exceder el de la deuda sobre la cual de basan (o sea, el sustento). Ello se debe a que la entidad tomadora de seguro crediticio no tiene que poseer necesariamente los bonos o préstamos que asegura. En este punto, cabe recordar los US$ 27.000 millones en derivados crediticios en manos de Delphi. Así como cualquier catástrofe dispara reclamos de seguros, los problemas de la compañía implican que los vendedores de PPC sean deudores de quienes los tomaron.

Las partes que no tengan los bonos en cartera deben dirigirse al mercado secundario para comprarlos y cubrir sus obligaciones. Pero el propio apalancamiento suele agotar la existencia de papeles disponibles. Entonces, la repentina demanda creará un cuello de botella que inflará la cotización de esos bonos y quienes los requieran probablemente deberán vender otros activos para hacerse de caja.

Herring señala que todas esas cosas ocurren “en un mercado muy opaco, pues los derivados crediticios no se negocian en una plaza concreta, como las acciones. Por ende, queda claro dónde están los riesgos. Dado que es un juego de suma cero, esos riesgos no se generan ni se destruyen: simplemente fluyen de un operador a otro. Si la cadena se corta, pueden perjudicarse inocentes. Eso casi sucedió cuando las apuestas de LTCM se hicieron pedazos”.

En esos casos y tantos más, el “derivativo crediticio” es una forma muy volátil de seguro, cuyo precio en el mercado remite directamente a los vaivenes de los deudores mismos. Entonces ¿qué les pasa a estos complejos contratos si los bonos o los activos de sustento se desvalorizan? ¿Se transferirán los perjuicios a inversores institucionales o individuales sin relación directa con los apuros de las empresas, como podría ocurrir con Refco?

La situación de Delphi plantea otra duda: ¿no estará el mercado de derivados crediticios –que ha crecido de casi cero hace diez años a una proyección de US$ 9,5 millones para fines de 2005 (un año antes, eran “apenas” cinco billones)- creando riesgos financieros no bien comprendidos? ¿O, por contrario, no mitigarán las crisis empresarias, como sostienen los bancos y otros promotores?

“Estos contratos representan mucho y han aumentado a ritmo por demás rápido”, observa Richard Herring, profesor de finanzas en la escuela de negocios Wharton. “En principio, redistribuyen riesgos. Así, en los últimos años, derivativos y derivados crediticios –unos son instrumentos, otros los contratos generados por ellos- han contribuido a que los mercados especulativos asimilasen desastres como Enron, WorldCom, Adelphi, Parmalat o el cese de pagos argentino. No obstante, ignoramos si algún factor por hoy no percibido podría licuar posiciones de golpe”.

La autoridad monetaria no las tiene todas consigo. En septiembre, el Sistema de Reserva Federal (SRF) convocó a los catorce mayores bancos norteamericanos a discutir los problemas del segmento crediticio derivado. Su preocupación no se limitan a las características intrínsecamente azarosas del sistema e incluye la expansión tan veloz de la operativa. El SRF teme que su volumen trabe su propia administración: si las transacciones no pudieran gestionarse al ritmo necesario, los inversores se verían ante crisis inmanejables.

Advertencias similares formulaba, meses atrás en un seminario de Wharton, Gerald Corrigan, director ejecutivo de Goldman Sachs Group. Por entonces presidente de la RF Nueva York, en 1999 Corrigan coordinó la reacción del emisor –y del Banco de Inglaterra- ante la primera gran crisis derivativa: el colapso de Long-Term Capital Management (LTCM), fondo de cobertura que había armado derivados cincuenta veces superiores a los activos de sustento.

Hasta promediar los años 90, el segmento de derivativos casi no existía. Su súbita expansión se origina en sistemas matemáticos desarrollados por cinco expertos, luego ganadores de dos Nobel económicos. De hecho, dos dirigían el LCTM al momento de su colapso. Esos instrumentos permitían evaluar riesgos de extrema complejidad. Por supuesto, operadores y especuladores armaban también derivados sobre acciones, monedas y materias primas (el salto de precios petroleros se debe parcialmente al mismo factor).

Bancas, prestamistas e inversores buscan constantemente formas de diluir riesgos. Fondos de cobertura, aseguradoras y fondos jubilatorios esperan obtener rindes en continúa alza. En síntesis, se apela a la magia de las ecuaciones para controlar el futuro, ignorando que la especulación financiera global es un juego de suma cero, o sea con ganadores y perdedores.

“Los promotores del segmento –apunta Herring- son los grandes bancos. Su obsesión es tornar más líquidos activos como carteras de crédito”. También pesa el lavado institucional de fondos en gran escala, pero el asunto no parece preocupar al SRF.

En la práctica, los derivados crediticios son contratos cuyo valor sube o baja según cómo se comportan las deudas empresarias, los bonos emitidos y tomados. Por lo común, una compañía no participa directamente en los contratos. Éstos involucran usualmente al tenedor y al emisor de bonos, que pagan comisiones para desplazar el riesgo a un tercero.

“El mercado de estos instrumentos se halla mayormente dominado por pases de pagos en cese” (PPC o CDS, “credit default swaps”), explican en Wharton. Corrigan los define como “contratos de seguro”, donde el comprador de cobertura abona una prima periódica, a cambio de una indemnización por parte de quien vende esa protección, en caso de dispararse algún evento.

Un típico comprador es un tenedor o emisor de bonos que espera ser compensado por un prestatario institucional. Los PPC pueden asegurar ese flujo de ingresos o neutralizar declinaciones en la cotización del bono o la deuda en su poder. Como sucede con un reclamo de seguros, la “indemnización” es taxativa si, por ejemplo, el emisor del bono entra en bancarrota, cesa en sus pagos, reestructura pasivos o su deuda pierde calificación. Delphi y Refco afrontan dos de esos peligros.

Una vez generado un PPC, puede negociarse en el mercado secundario, donde la cotización se moverá según cómo los operadores evalúen la solidez de la deuda empresaria subyacente. De esa forma, el riesgo de cese de pagos suele pasarse fácilmente a inversores dispuestos a afrontarlo. Con este instrumento, el inversor puede apostar al riesgo crediticio. Por el contrario, colocarse directamente en bonos entraña una gama mucho más amplia de riesgos: crediticios, monetarios y financieros (tasas de interés).

No hace mucho, los PPC fueron reunidos en forma de obligaciones de deuda colaterizadas (ODC o CDO: “collateralized debt obbligations”). Por lo general, una ODC contiene pases de más de cien empresas que, una vez coordinados, se dividen en tramos colocables separadamente. En una punta surge el tramo de riesgo y rinde mayores, que retiene una parte desmedidamente alta del ingreso afluyente a la ODC. Claro, ese segmento es el más expuesto a pérdidas en caso de insolvencia en alguna emisora de obligaciones.

El mercado ODC se ha multiplicado extraordinariamente en corto lapso, pues inversores y especuladores persiguen ganancias superiores a las de colocaciones a interés más convencionales. Sólo en 2004, ese canal ha transferido riesgos por alrededor de US$ 1,2 billones.

Otro rasgo clave de los derivados crediticios es el apalancamiento. El valor de esos contratos suele exceder el de la deuda sobre la cual de basan (o sea, el sustento). Ello se debe a que la entidad tomadora de seguro crediticio no tiene que poseer necesariamente los bonos o préstamos que asegura. En este punto, cabe recordar los US$ 27.000 millones en derivados crediticios en manos de Delphi. Así como cualquier catástrofe dispara reclamos de seguros, los problemas de la compañía implican que los vendedores de PPC sean deudores de quienes los tomaron.

Las partes que no tengan los bonos en cartera deben dirigirse al mercado secundario para comprarlos y cubrir sus obligaciones. Pero el propio apalancamiento suele agotar la existencia de papeles disponibles. Entonces, la repentina demanda creará un cuello de botella que inflará la cotización de esos bonos y quienes los requieran probablemente deberán vender otros activos para hacerse de caja.

Herring señala que todas esas cosas ocurren “en un mercado muy opaco, pues los derivados crediticios no se negocian en una plaza concreta, como las acciones. Por ende, queda claro dónde están los riesgos. Dado que es un juego de suma cero, esos riesgos no se generan ni se destruyen: simplemente fluyen de un operador a otro. Si la cadena se corta, pueden perjudicarse inocentes. Eso casi sucedió cuando las apuestas de LTCM se hicieron pedazos”.

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