Derivados: Una masa de US$272 billones, 24 veces el PBI de Estados Unidos

Es una burbuja negra que lleva 18 años. Cuando estalle, devorará al mercado extrabursátil y arrasará el universo financiero. Pero sus operadores logran que casi nadie la advierta ni la desarme. Creen que se salvarán de un eventual colapso.

16 mayo, 2005

En verdad, la mayoría de inversores no sabe qué ocurre en el interior de grandes bancas, firmas de valores y vastas empresas. En los países secundarios, quienes mentan el tema suelen ser marginados. Ya en 1993, el economista Joel Kurtzman reveló –en Death of moneya– detalles y entropía de los instrumentos derivativos y sus contratos derivados.

Esa audacia le valió el ostracismo académico pero, a la larga, llamó la atención de Paul Krugman, Robert Kuttner y la escuela económica de Estocolmo. La Argentina fue el primer país periférico donde alguien se ocupó del problema, en “Globalización financiera: ¿fase final del capitalismo?”. Era el capítulo IV de un libro publicado en 1994.

En verdad, los derivativos han estado en el núcleo de todos los desastres financieros y bursátiles desde 1982. En 1987, fueron responsables del “lunes negro” en Wall Street y Londres. Después, causaron el desplome cambiario mexicano de 1994-5 (“tequila”), la crisis sistémica internacional de 1997-8 y un caso de justicia poética: el colapso de Long Term Capital Management (LTCM), un fondo que operaba con derivados.

Al venirse abajo, sus dos directivos principales eran matemáticos que habían recibido un escandaloso premio Nobel –Robert Merton, Myron Scholes, 1997)-, justamente por sus aportes al negocio derivativo. Otros efectos fueron la bancarrota de Orange –un municipio californiano- y la caída de Baring Brothers, Enron, Argentina, WorldCom, Adelphia, etc. Años después, algunos grupos académicos presionaban para que el Nobel les fuera retirado a ambos personajes y los otros tres gestadores de derivativos: Henry Markowitz, Merton Miller y William Sharpe, 1990).

El peligro fundamental de derivativos y derivados no reside, claro, en una historia de desastres, sino en el futuro mismo de la operatoria y el disimulo que caracteriza a quienes la ejercen. La “secreta popularidad” de esos instrumentos los hace multiplicarse a ritmo alarmante: hacia 1993, su masa virtual triplicaba la economía estadounidense; en 2004, era 24 veces más voluminosa que ese producto bruto interno. Este agujero negro es tan poderoso y complejo que ni sus objetores más conocidos (Warren Buffett, Jeffrey Sachs, Joseph Sitglitz, Alan Greenspan) acaban de entenderlo.

En términos simples, el instrumento derivativo viabiliza una apuesta (el contrato derivado) sobre cualquier cosa. Desde tasas de interés o paridades cambiarias hasta bonos, acciones, productos básicos y hasta países. Sólo hace falta alguien que acepte la postura, ubicada en la categoría “futuros y opciones”. En cierto modo, agencias calificadoras de riesgos soberanos o privados –Standard & Poor’s, Moody’s, Fitch- actúan como árbitros del juego cuando se trata de crédito y deudas.

Pero las posturas son proporcionalmente mucho más baratas que en el casino o el hipódromo. Para abrirlas, basta colocar una fracción del monto como “activo de sustento”. Por ejemplo, una apuesta por un US$1 millón le exige a cada parte apenas 10.000. Por ende, cada dólar de sustento genera US$50 virtuales. Si algo anda mal y se cae la operación, uno de los apostadores termina en la lona.

En teoría, el derivado es una cobertura contra riesgos. Pero, por lo general, se convierte en una apuesta tan apalancada como peligrosa porque, en el fondo, todo especulador es un ludópata y pocas veces sale a tiempo de una mala postura. Verbigracia, una sola apuesta, hecha por un operador tan genial como inescrupuloso –Nicholas Leeson- acabó en 1995 con Baring Brothers -cofinanciante del Imperio Británico- tras 250 años de existencia. Merced a la negligencia cómplice de sus respetables capitostes, Leeson (27 años) jugó con derivados y no supo desarmarlos a tiempo.

Lo de LTCM fue peor. En 1998, la Reserva Federal y otros bancos centrales debieron salir al rescate porque, de lo contratio, esos dos Nobel insensatos habrían hecho estallar el sistema financiero global. En aquel momento, los burócratas del Fondo Monetario Internacional habían convertido los colapsos financieros o cambiarios en Asia oriental y sudoriental, Rusia, Turquía y otros mercados en una bomba de tiempo. Por supuesto, funcionarios como Anne Krueger o Anup Singh no sabían nada de derivativos.

La conducta de Greenspan, su neurona Benjamin Bernanke y la Reserva Federal, oscila entre lo estúpido y lo irresponsable, pues se niegan a regular el negocio derivativo. Es como si un gobierno no impusiese límites de velocidad al tránsito de coches capaces de superar los 150 km/hora. Fiel a una “ortodoxia” que identifica mercados especulativos con salud económica, cree –junto con los extremistas judíos y evangélicos que apoyan a George W. Bush- que los derivativos son un sistema eficiente, flexible y seguro.

No obstante, en una exposición (2002) ante el Consejo de Relaciones Internacionales –un lobby conservador con sucursales por todas partes-, Greenspan admitió la “remota posibilidad” de que los derivados generasen una reacción en cadena que culminara en una implosión (o sea, un desinfle de activos virtuales) bursátil y financiera. Dos años antes, ya estimaba que “el veloz crecimiento de instrumentos derivativos preocupa”. Pero, desde 2003, el jefe saliente de la RF y Bernanke –aspirante a sucederlo- desarrollan un “optimismo fundamentalista” como sustento de su renuencia a intervenir en forma preventiva y “molestar” a los mercados de riesgo. Igual actitud manifiesta la conducción del Banco Central Europeo.

Hacia 1986, el segmento derivativo representaba algo más de US$1 billón. A fines de 2004, alcanzaba a 272 billones. Las cifras provienen del Banco de Ajustes Internacionals (BAI, Basilea, “banco central de bancos centrales”). Peor aun, casi un tercio del monto se concentra en apenas tres bancas estadounidenses: JP Morgan Chase, Bank of America y Citigroup (éste contiene alta proporción de capitales islámicos). El trío mueve US$77,6 billones en derivados y es la mayor bomba de tiempo en su sector.

Bancos y otros intermediarios arman o desarman derivados en la sombra, mientras sus clientes –inversores y rentistas legos en la materia- no saben qué contienen sus carteras. Por lo mismo, los accionistas de un banco ignoran el tipo de especulaciones riesgosas que practica la entidad. La misma enormidad de las cifras involucradas hace que bancos, fondos y firmas de valores sean muy reticentes al respecto. Tienen un motivo: cuando las papas queman, los intermediarios suelen ser quienes menos pierden; al menos, al principio de una crisis.

Como en el resto del mundo especulativo, existen mitos peligrosos. Los derivativos son un juego de suma cero –rasgo que Greesnpan no menciona-, pues siempre habrá ganadores y perdedores. Los apostadores ponen el dinero y quienes manejan el casino tienen métodos para transferir los riesgos pues, contra lo que dice el mito, los derivados no los reducen. Sólo los pasan a otro apostador vía mecanismos que, en realidad, inflan los activos virtuales y, con ellos, sus riesgos.

Como se ha notado, esa alquimia se apoya en complejos modelos matemáticos (los más nuevos entrañan sistemas de 1.200 ecuaciones) que predicen cómo mercados y posiciones se comportarán en ciertas circunstancias. Todo modelo, se sabe, emplea datos “históricos” –aun cuando sean de horas antes- para anticipar el futuro. Pero los imponderables (conducta humana, conflictos, factores políticos, errores) suelen desvirtuar pronósticos. En verdad, las posiciones derivadas existen sólo en una “tierra de nunca jamás”, dominada por supercomputadoras que conversan entre sí y arman en segundos esos sistemas de 1.200 ecuaciones. Basta un leve error para que todo se haga humo.

Algunos expertos sospechan que ese horizonte de pesadilla se acerca. A fines de abril, la relación entre activos de aire y su sustento alcanzaba brechas fenomenales. Por ejemplo, 215% (Merrill Lyncha International Gold Fund), 68% (GamCo) o 53% (Jyske Euro Emerging). Entre los bancos, JPM-Ch está al frente en el tema riesgos. En realidad, desde que Chase Manhattan pasó a JP Morgan (septiembre de 2000, US$33.000 millones), su exposición a riesgos derivados ha ido en aumento.

Además, la entidad es hoy el mayor apostador de la historia financiera estadounidense. Su cartera de derivados pasa los US$43 billones; o sea, 1,5 vez el producto bruto mundial. El banco tiene US$8 en riesgo vía derivativos por cada dólar de capital. Bastaría, pues, una pérdida de 12,5% en esa cartera para hundir al JPM-Ch y disparar una crisis mundial.

Pese a ello, el banco más ligado a la historia de los derivativos es el Citi, pero su cuna fue la bolsa de futuros y opciones, Chicago, que inició en 1973 las operaciones a gran escala. Esto era posible porque, en 1971, Richard Nixon había eliminado la convertibilidad oro-dólar y había abierto las compuertas a la globalizaciòn financiera. También en 1973, Citibank comenzó a armar derivativos sobre Tokio.

Nueve años después, Ronald Reagan firmaba una ley que autorizaba a operar con derivados en Estados Unidos. Al año siguiente, mientras México entraba en cese de pagos y Henry Kissinger aconsejaba no dejar en manos de banqueros la solución de la crisis, se iniciaba la feroz desregulación financiera en Estados Unidos. El Partido Republicano se hizo entonces millonario con aportes de bancos, firmas de valores y demás protagonistas de Wall Street.

En 1986, los activos de sustento de derivados sumaban US$619.000 millones y el valor virtual superaba el billón. Un año más tarde, el derrumbre bursátil internacional, provocado por derivativos (así dictaminó una fuerza de tareas presidencial sobre mecanismos del mercado), puso en evidencia sus riesgos sistémicos. Hacia 1988, los activos de sustento alcanzaban al billón para decuplicarse hacia 1996 y tocar los US$95 billones en 2000.

En 2003 se inicia la larga crisis de Fannie Mae y Freddie Mac, las dos compañías hipotecarias controladas por el gobierno federal, que habían abusado de derivados. Al empezar 2005, la masa de derivados superaba los US$272 billones, con activos de sustento inferiores a 35%.

Desde hace unos meses, cristalizan los peores miedos de Wall Street. Standard & Poor’s comienza a reducir las calificaciones credicitias de los monstruos financieros (de AA- a A). Si esos bancos siguen siendo degradados, perderán capacidad de competir pero, al mismo tiempo, iniciarán una peligrosa espiral descendente. Mientras tanto, los déficit federales (presupuesto, comercio, pagos externos) continúan en ascenso e impedirán que la Reserva Federal repita con JP Morgan Chase –la entidad más expuesta en derivados- un rescate estilo LTCM.

Si ese dinosaurio se desploma, arrastrará al sistema financiero estadounidense: su riesgo derivativo suma US$43 billones, años luz por encima de los “modestos” 3.500 millones de LTCM. Entretanto, la volatidad típica de Wall Street significa que basta una baja de 10% en los dos indicadores principales (Standard&Poor’s 500, Dow Jones industrial) para una violenta contracción de valores, no ya sólo bancarios.

En verdad, la mayoría de inversores no sabe qué ocurre en el interior de grandes bancas, firmas de valores y vastas empresas. En los países secundarios, quienes mentan el tema suelen ser marginados. Ya en 1993, el economista Joel Kurtzman reveló –en Death of moneya– detalles y entropía de los instrumentos derivativos y sus contratos derivados.

Esa audacia le valió el ostracismo académico pero, a la larga, llamó la atención de Paul Krugman, Robert Kuttner y la escuela económica de Estocolmo. La Argentina fue el primer país periférico donde alguien se ocupó del problema, en “Globalización financiera: ¿fase final del capitalismo?”. Era el capítulo IV de un libro publicado en 1994.

En verdad, los derivativos han estado en el núcleo de todos los desastres financieros y bursátiles desde 1982. En 1987, fueron responsables del “lunes negro” en Wall Street y Londres. Después, causaron el desplome cambiario mexicano de 1994-5 (“tequila”), la crisis sistémica internacional de 1997-8 y un caso de justicia poética: el colapso de Long Term Capital Management (LTCM), un fondo que operaba con derivados.

Al venirse abajo, sus dos directivos principales eran matemáticos que habían recibido un escandaloso premio Nobel –Robert Merton, Myron Scholes, 1997)-, justamente por sus aportes al negocio derivativo. Otros efectos fueron la bancarrota de Orange –un municipio californiano- y la caída de Baring Brothers, Enron, Argentina, WorldCom, Adelphia, etc. Años después, algunos grupos académicos presionaban para que el Nobel les fuera retirado a ambos personajes y los otros tres gestadores de derivativos: Henry Markowitz, Merton Miller y William Sharpe, 1990).

El peligro fundamental de derivativos y derivados no reside, claro, en una historia de desastres, sino en el futuro mismo de la operatoria y el disimulo que caracteriza a quienes la ejercen. La “secreta popularidad” de esos instrumentos los hace multiplicarse a ritmo alarmante: hacia 1993, su masa virtual triplicaba la economía estadounidense; en 2004, era 24 veces más voluminosa que ese producto bruto interno. Este agujero negro es tan poderoso y complejo que ni sus objetores más conocidos (Warren Buffett, Jeffrey Sachs, Joseph Sitglitz, Alan Greenspan) acaban de entenderlo.

En términos simples, el instrumento derivativo viabiliza una apuesta (el contrato derivado) sobre cualquier cosa. Desde tasas de interés o paridades cambiarias hasta bonos, acciones, productos básicos y hasta países. Sólo hace falta alguien que acepte la postura, ubicada en la categoría “futuros y opciones”. En cierto modo, agencias calificadoras de riesgos soberanos o privados –Standard & Poor’s, Moody’s, Fitch- actúan como árbitros del juego cuando se trata de crédito y deudas.

Pero las posturas son proporcionalmente mucho más baratas que en el casino o el hipódromo. Para abrirlas, basta colocar una fracción del monto como “activo de sustento”. Por ejemplo, una apuesta por un US$1 millón le exige a cada parte apenas 10.000. Por ende, cada dólar de sustento genera US$50 virtuales. Si algo anda mal y se cae la operación, uno de los apostadores termina en la lona.

En teoría, el derivado es una cobertura contra riesgos. Pero, por lo general, se convierte en una apuesta tan apalancada como peligrosa porque, en el fondo, todo especulador es un ludópata y pocas veces sale a tiempo de una mala postura. Verbigracia, una sola apuesta, hecha por un operador tan genial como inescrupuloso –Nicholas Leeson- acabó en 1995 con Baring Brothers -cofinanciante del Imperio Británico- tras 250 años de existencia. Merced a la negligencia cómplice de sus respetables capitostes, Leeson (27 años) jugó con derivados y no supo desarmarlos a tiempo.

Lo de LTCM fue peor. En 1998, la Reserva Federal y otros bancos centrales debieron salir al rescate porque, de lo contratio, esos dos Nobel insensatos habrían hecho estallar el sistema financiero global. En aquel momento, los burócratas del Fondo Monetario Internacional habían convertido los colapsos financieros o cambiarios en Asia oriental y sudoriental, Rusia, Turquía y otros mercados en una bomba de tiempo. Por supuesto, funcionarios como Anne Krueger o Anup Singh no sabían nada de derivativos.

La conducta de Greenspan, su neurona Benjamin Bernanke y la Reserva Federal, oscila entre lo estúpido y lo irresponsable, pues se niegan a regular el negocio derivativo. Es como si un gobierno no impusiese límites de velocidad al tránsito de coches capaces de superar los 150 km/hora. Fiel a una “ortodoxia” que identifica mercados especulativos con salud económica, cree –junto con los extremistas judíos y evangélicos que apoyan a George W. Bush- que los derivativos son un sistema eficiente, flexible y seguro.

No obstante, en una exposición (2002) ante el Consejo de Relaciones Internacionales –un lobby conservador con sucursales por todas partes-, Greenspan admitió la “remota posibilidad” de que los derivados generasen una reacción en cadena que culminara en una implosión (o sea, un desinfle de activos virtuales) bursátil y financiera. Dos años antes, ya estimaba que “el veloz crecimiento de instrumentos derivativos preocupa”. Pero, desde 2003, el jefe saliente de la RF y Bernanke –aspirante a sucederlo- desarrollan un “optimismo fundamentalista” como sustento de su renuencia a intervenir en forma preventiva y “molestar” a los mercados de riesgo. Igual actitud manifiesta la conducción del Banco Central Europeo.

Hacia 1986, el segmento derivativo representaba algo más de US$1 billón. A fines de 2004, alcanzaba a 272 billones. Las cifras provienen del Banco de Ajustes Internacionals (BAI, Basilea, “banco central de bancos centrales”). Peor aun, casi un tercio del monto se concentra en apenas tres bancas estadounidenses: JP Morgan Chase, Bank of America y Citigroup (éste contiene alta proporción de capitales islámicos). El trío mueve US$77,6 billones en derivados y es la mayor bomba de tiempo en su sector.

Bancos y otros intermediarios arman o desarman derivados en la sombra, mientras sus clientes –inversores y rentistas legos en la materia- no saben qué contienen sus carteras. Por lo mismo, los accionistas de un banco ignoran el tipo de especulaciones riesgosas que practica la entidad. La misma enormidad de las cifras involucradas hace que bancos, fondos y firmas de valores sean muy reticentes al respecto. Tienen un motivo: cuando las papas queman, los intermediarios suelen ser quienes menos pierden; al menos, al principio de una crisis.

Como en el resto del mundo especulativo, existen mitos peligrosos. Los derivativos son un juego de suma cero –rasgo que Greesnpan no menciona-, pues siempre habrá ganadores y perdedores. Los apostadores ponen el dinero y quienes manejan el casino tienen métodos para transferir los riesgos pues, contra lo que dice el mito, los derivados no los reducen. Sólo los pasan a otro apostador vía mecanismos que, en realidad, inflan los activos virtuales y, con ellos, sus riesgos.

Como se ha notado, esa alquimia se apoya en complejos modelos matemáticos (los más nuevos entrañan sistemas de 1.200 ecuaciones) que predicen cómo mercados y posiciones se comportarán en ciertas circunstancias. Todo modelo, se sabe, emplea datos “históricos” –aun cuando sean de horas antes- para anticipar el futuro. Pero los imponderables (conducta humana, conflictos, factores políticos, errores) suelen desvirtuar pronósticos. En verdad, las posiciones derivadas existen sólo en una “tierra de nunca jamás”, dominada por supercomputadoras que conversan entre sí y arman en segundos esos sistemas de 1.200 ecuaciones. Basta un leve error para que todo se haga humo.

Algunos expertos sospechan que ese horizonte de pesadilla se acerca. A fines de abril, la relación entre activos de aire y su sustento alcanzaba brechas fenomenales. Por ejemplo, 215% (Merrill Lyncha International Gold Fund), 68% (GamCo) o 53% (Jyske Euro Emerging). Entre los bancos, JPM-Ch está al frente en el tema riesgos. En realidad, desde que Chase Manhattan pasó a JP Morgan (septiembre de 2000, US$33.000 millones), su exposición a riesgos derivados ha ido en aumento.

Además, la entidad es hoy el mayor apostador de la historia financiera estadounidense. Su cartera de derivados pasa los US$43 billones; o sea, 1,5 vez el producto bruto mundial. El banco tiene US$8 en riesgo vía derivativos por cada dólar de capital. Bastaría, pues, una pérdida de 12,5% en esa cartera para hundir al JPM-Ch y disparar una crisis mundial.

Pese a ello, el banco más ligado a la historia de los derivativos es el Citi, pero su cuna fue la bolsa de futuros y opciones, Chicago, que inició en 1973 las operaciones a gran escala. Esto era posible porque, en 1971, Richard Nixon había eliminado la convertibilidad oro-dólar y había abierto las compuertas a la globalizaciòn financiera. También en 1973, Citibank comenzó a armar derivativos sobre Tokio.

Nueve años después, Ronald Reagan firmaba una ley que autorizaba a operar con derivados en Estados Unidos. Al año siguiente, mientras México entraba en cese de pagos y Henry Kissinger aconsejaba no dejar en manos de banqueros la solución de la crisis, se iniciaba la feroz desregulación financiera en Estados Unidos. El Partido Republicano se hizo entonces millonario con aportes de bancos, firmas de valores y demás protagonistas de Wall Street.

En 1986, los activos de sustento de derivados sumaban US$619.000 millones y el valor virtual superaba el billón. Un año más tarde, el derrumbre bursátil internacional, provocado por derivativos (así dictaminó una fuerza de tareas presidencial sobre mecanismos del mercado), puso en evidencia sus riesgos sistémicos. Hacia 1988, los activos de sustento alcanzaban al billón para decuplicarse hacia 1996 y tocar los US$95 billones en 2000.

En 2003 se inicia la larga crisis de Fannie Mae y Freddie Mac, las dos compañías hipotecarias controladas por el gobierno federal, que habían abusado de derivados. Al empezar 2005, la masa de derivados superaba los US$272 billones, con activos de sustento inferiores a 35%.

Desde hace unos meses, cristalizan los peores miedos de Wall Street. Standard & Poor’s comienza a reducir las calificaciones credicitias de los monstruos financieros (de AA- a A). Si esos bancos siguen siendo degradados, perderán capacidad de competir pero, al mismo tiempo, iniciarán una peligrosa espiral descendente. Mientras tanto, los déficit federales (presupuesto, comercio, pagos externos) continúan en ascenso e impedirán que la Reserva Federal repita con JP Morgan Chase –la entidad más expuesta en derivados- un rescate estilo LTCM.

Si ese dinosaurio se desploma, arrastrará al sistema financiero estadounidense: su riesgo derivativo suma US$43 billones, años luz por encima de los “modestos” 3.500 millones de LTCM. Entretanto, la volatidad típica de Wall Street significa que basta una baja de 10% en los dos indicadores principales (Standard&Poor’s 500, Dow Jones industrial) para una violenta contracción de valores, no ya sólo bancarios.

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