¿Cómo marcha el sistema chileno de jubilación privada?

Otrora visto como el régimen más innovador del mundo en desarrollo, el chileno vuelve a estar bajo escutinio. Motivos: los aportantes van llegando a edad de retiro y, en Estados Unidos, George W.Bush trata de copiarlo.

16 agosto, 2005

Por otra parte, la próxima elección presidencial en Chile reactiva viejos debates en torno del sistema. En esencia, “algunos cuestionan su capacidad de impedir que los pasivos se conviertan en pobres”, apunta Olivia Mitchell, directora de investigaciones sobre esquemas de pensión en la escuela de negocios Wharton.

“Muchos analistas salen a proclamar lo bien que funciona y la excelente cobertura del sistema chileno. Algunos de sus rasgos se publicitan en medios norteamericanos simplementye porque la reforma de la seguridad social es tema candente”. Pero ciertos columnistas y altos funcionarios, inclusive Alan Greesnpan (a punto de jubilarse en la Reserva Federal), tienden a exagerar.

Chile puso en marcha su sistema de capitalización en 1981, arguyendo –como lo hace ahora la Casa Blanca- el colapso del régimen estatal de reparto. Su clave no era barata, pues exigía a los trabajadores aportar 10% de sus ingresos nominales vía cuentas de ahorro privadas. Once países latinoamericanos tomarían luego elementos del esquema, cuyo objeto era sustituir cajas jubilatorias estatales (técnicamente en bancarrota) por cuentas individuales.

“Este modelo de reforma se exportó y se toma como ejemplo, pues ha deparado a sus adherentes 10% de retorno desde su incepción. Sin embargo –señala Mitchell-, no está claro que este buen desempeño persista en el futuro ni que se pueda imitar en otras economías. Mucho menos, en tan avanzadas como la estadounidense o la alemana”.

En diciembre de 2004, el Banco Mundial sacó un informe fuertemente sesgado en favor del sistema chileno, hecho por analistas financieros de esa nacionalidad. Se lo definía como la forma de seguridad social perfecta para cualquier economía de mercado (la mayoría de las líderes no lo es).

Para aportar al debate, Mitchell y dos investigadores de la universidad de Pennsilvania se dedicaron a revisar bases de datos chilenas. Una de sus procupaciones hacía a la “densidad de aportes”, o sea patrón de contribuciones en la vida activa. Si la gente no paga lo bastante, no acumulará fondos suficientes para gozar de pensiones o jubilaciones adecuadas.

En el país trasandino, todos los empleados en relación de dependencia deben aportar al sistema. Los autónomos y cuentapropistas, a diferencia de EE.UU., no tienen esa obligación, pero puden adheris voluntariamente. Mitchell descubrió que, de acuerdo con resultados preliminares, el empleado promedio ha aportado la mitad de su vida útil. “Esto sugiere que debiera haber acumulado los fondos suficientes para percibir algún tipo de beneficio jubilatorio”.

Pero la situación cambia cuando se trata de grupos familiares, dado que hasta tres cuartos de la mano de obra femenina no ha aportado regularmente. Ese grupo no sobrará jubilaciones o pensiones suficientes para afrontar emergencias o tratamientos médicos por más de seis meses.Mucho menos, terapias de alta complejidad. Curiosamente, “las situación de su equivalente norteamericano es más severay podrían hacerse crítica si Washington pasase a un modelo como el chileno”.

En el plano social, Chile muestra una notable desventaja: a diferencia del trabajador estadounidense, el chileno es un “semianalfabeto financiero”. O sea, muy pocos conocen su sistema jubilatorio y la mayoría se expone a sorpresas desagradables. Por ejemplo, 90% de una vasta muestra consultada en áreas urbanas no tiene idea de las comisiones y otros cargos que les debita el sistema.

La primera ola de jubilados con no menos de veinte años en el sistema chileno empieza a cobrar este año o el próximo. “Resulta interesante notar –apunta Mitchell- el número relativamente alto de nuevos pensionados que optan por convertir las jubilaciones en seguros de renta vitalicia”. Ocurre que, en ese país, no existe cobertura de seguridad social y la gente debe arrglárselas por su cuenta. Esos apectos poco mencionasdos del sistema chileno salen a luz al calor de la campaña electoral.

Por otra parte, la próxima elección presidencial en Chile reactiva viejos debates en torno del sistema. En esencia, “algunos cuestionan su capacidad de impedir que los pasivos se conviertan en pobres”, apunta Olivia Mitchell, directora de investigaciones sobre esquemas de pensión en la escuela de negocios Wharton.

“Muchos analistas salen a proclamar lo bien que funciona y la excelente cobertura del sistema chileno. Algunos de sus rasgos se publicitan en medios norteamericanos simplementye porque la reforma de la seguridad social es tema candente”. Pero ciertos columnistas y altos funcionarios, inclusive Alan Greesnpan (a punto de jubilarse en la Reserva Federal), tienden a exagerar.

Chile puso en marcha su sistema de capitalización en 1981, arguyendo –como lo hace ahora la Casa Blanca- el colapso del régimen estatal de reparto. Su clave no era barata, pues exigía a los trabajadores aportar 10% de sus ingresos nominales vía cuentas de ahorro privadas. Once países latinoamericanos tomarían luego elementos del esquema, cuyo objeto era sustituir cajas jubilatorias estatales (técnicamente en bancarrota) por cuentas individuales.

“Este modelo de reforma se exportó y se toma como ejemplo, pues ha deparado a sus adherentes 10% de retorno desde su incepción. Sin embargo –señala Mitchell-, no está claro que este buen desempeño persista en el futuro ni que se pueda imitar en otras economías. Mucho menos, en tan avanzadas como la estadounidense o la alemana”.

En diciembre de 2004, el Banco Mundial sacó un informe fuertemente sesgado en favor del sistema chileno, hecho por analistas financieros de esa nacionalidad. Se lo definía como la forma de seguridad social perfecta para cualquier economía de mercado (la mayoría de las líderes no lo es).

Para aportar al debate, Mitchell y dos investigadores de la universidad de Pennsilvania se dedicaron a revisar bases de datos chilenas. Una de sus procupaciones hacía a la “densidad de aportes”, o sea patrón de contribuciones en la vida activa. Si la gente no paga lo bastante, no acumulará fondos suficientes para gozar de pensiones o jubilaciones adecuadas.

En el país trasandino, todos los empleados en relación de dependencia deben aportar al sistema. Los autónomos y cuentapropistas, a diferencia de EE.UU., no tienen esa obligación, pero puden adheris voluntariamente. Mitchell descubrió que, de acuerdo con resultados preliminares, el empleado promedio ha aportado la mitad de su vida útil. “Esto sugiere que debiera haber acumulado los fondos suficientes para percibir algún tipo de beneficio jubilatorio”.

Pero la situación cambia cuando se trata de grupos familiares, dado que hasta tres cuartos de la mano de obra femenina no ha aportado regularmente. Ese grupo no sobrará jubilaciones o pensiones suficientes para afrontar emergencias o tratamientos médicos por más de seis meses.Mucho menos, terapias de alta complejidad. Curiosamente, “las situación de su equivalente norteamericano es más severay podrían hacerse crítica si Washington pasase a un modelo como el chileno”.

En el plano social, Chile muestra una notable desventaja: a diferencia del trabajador estadounidense, el chileno es un “semianalfabeto financiero”. O sea, muy pocos conocen su sistema jubilatorio y la mayoría se expone a sorpresas desagradables. Por ejemplo, 90% de una vasta muestra consultada en áreas urbanas no tiene idea de las comisiones y otros cargos que les debita el sistema.

La primera ola de jubilados con no menos de veinte años en el sistema chileno empieza a cobrar este año o el próximo. “Resulta interesante notar –apunta Mitchell- el número relativamente alto de nuevos pensionados que optan por convertir las jubilaciones en seguros de renta vitalicia”. Ocurre que, en ese país, no existe cobertura de seguridad social y la gente debe arrglárselas por su cuenta. Esos apectos poco mencionasdos del sistema chileno salen a luz al calor de la campaña electoral.

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