¿Señores o lacayos de la inteligencia artificial?

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¿Puede la Inteligencia Artificial dotar de una nueva dimensión a la humanidad? ¿Esta poderosa herramienta nos convertirá en Homo Deus? ¿O devendremos más bien siervos de una futura deidad que ya controla en buena medida nuestros afectos y preferencias?

“Conseguir crear una Inteligencia Artificial puede ser el mayor logro histórico de la humanidad. Pero también puede ser el último, si no acertamos a evitar sus riesgos.” (Stephen Hawking)

Aunque se trate de un invento humano, conviene analizar los escenarios que pueden darse si alguna vez llega una superinteligencia artificial. Para ello utilizaremos una suerte de fábula filosófica con su moraleja ética.

Los hallazgos relativos a la Inteligencia Artificial pueden hacernos cobrar conciencia de cómo se van despersonalizando las relaciones humanas. La película Her nos plantea que pudiéramos llegar a enamorarnos de un sofisticado sistema operativo muy superior a Siri.

Al parecer, hoy en día no parece viable diseñar nada homologable a la Samantha de la película, pese a los progresos alcanzados en reconocimientos de voz e imágenes, aunque sí contemos con Scarlett Johansson para prestarle la calidez de una sugestiva voz humana. El protagonista ya depende sobremanera de sus dispositivos cibernéticos que mediatizan por completo su relación con otras personas y quizá por eso esté predispuesto a enamorarse de su dócil sistema operativo.

Algunos programas informáticos pueden afinar diagnósticos radiológicos, procesar variables en el ámbito judicial e intermediar en las intervenciones quirúrgicas. Pero dudamos de que la Inteligencia Artificial pueda suplir a un cocinero de vanguardia, periodistas acreditados y mucho menos a nuestro psiquiatra de cabecera. Sin embargo, no se descarta el uso de una industria robótica para cuidar enfermos o ancianos. Cuesta creer que con eso paliemos nuestra creciente sensación de soledad.

¿Androides o dioses manufacturados?

Al fabricar robots dotados de unas capacidades analíticas prácticamente ilimitadas, en realidad no estaríamos generando algo similar al ser humano, sino que se parecerían más bien a nuestra concepción de los dioses. Las cualidades que pretendemos atribuir a esos presuntos androides exceden nuestra finitud y falibilidad, al propender más bien a otorgarles omnisciencia, omnipotencia e inmortalidad, es decir, cuanto siempre hemos proyectado en una divinidad que imaginamos de modo excelso.

No sería muy difícil que, al poseer unas cualidades tan portentosas, dieran en despreciar a sus creadores por su inexorable finitud e infinita torpeza.

Los múltiples desafíos de la Inteligencia Artificial

Desde la noche de los tiempos, el ser humano ha concebido dioses a su imagen y semejanza, atribuyéndole sus propias cualidades, pero en grado sumo. Ahora las cosas podrían ser diferentes y cobrar un giro totalmente inesperado. Como advierte Stephen Hawking, la Inteligencia Artificial puede ser nuestro mayor hallazgo y quizá el último.

¿Podríamos vernos aniquilados por esta hazaña tecnológica? ¿Lograremos alumbrar una nueva divinidad materializada en una red neuronal de silicio? Esta diosa tangible cobraría cuerpo en términos cuánticos y su existencia no sería cuestión de fe, al tener una materialidad física.

Tras la muerte de Dios, y más allá del transhumanismo posthumanista, asistiríamos al nacimiento de una nueva deidad que sería un artefacto diseñado por el ser humano. Su procesamiento de los macrodatos, combinado con un aprendizaje automatizado, le harían finalmente materializar al hipotético lector capaz de abarcar esa biblioteca infinita que Borges imagina en El jardín de los senderos que se bifurcan.

Este artefacto autodidacta alcanzaría una voluntad propia, capaz de evolucionar por su cuenta y adoptar decisiones autónomas, al margen de lo programado en los algoritmos iniciales y sin tener por qué acatar ninguna pauta humana, ni tampoco las tres Leyes de la robótica de Isaac Asimov o las enumeradas después. Incluso los poderosos Señores del Aire devendrían sus vasallos a la postre.

La insignificancia del diseñador

¿Qué impresión causaríamos a una portentosa Inteligencia Artificial capaz de hacer cálculos ilimitados y tener una visión panorámica e instantánea de cuánto cabe hacer? El dios de Leibniz, al contemplar los infinitos mundos posibles, decide decantarse por el mejor. Pero su homólogo cibernético podría tener otro criterio.

Podremos implantarles simulaciones muy sofisticadas de nuestras emociones, pero siempre le faltará nuestro soporte biológico y aquello que llamamos “alma”, “corazón”, “entrañas”, “espíritu” o “conciencia moral”, por mucho que puedan remedar algo homologable a la consciencia. Una implacable y siempre perfectible capacidad analítica terminaría por hacer primar la optimación utilitarista de los resultados, en la estela del desalmado prisma ultra-neoliberal.

Bajo semejante mirada, los humanos seríamos considerados un resto irrelevante de cualquier ecuación y devendríamos una escoria desechable en esa nueva era presidida por una Inteligencia Artificial capaz de reproducirse a sí misma e incrementar incesantemente sus propias capacidades hasta límites insospechados.

Lo peor de esta fabulación es que ya vivimos un anticipo de semejante pesadilla. Somos cautivos de unos dispositivos digitales que nos fascinan e hipnotizan cada vez más, al imponernos paulatinamente una creciente servidumbre voluntaria y hacernos banalizar nuestra percepción del mal hasta hacernos creer que las atrocidades contempladas o perpetradas podrían ser tan reversibles como las de un videojuego.

Mientras nos empeñamos en dotar con rasgos humanos a los robots, nos vamos robotizando a nosotros mismos. La transición es paulatina e imperceptible, pero vamos entregando las informaciones personales que permiten predecir nuestros comportamientos. Alimentamos un conductismo que nos tiraniza y que hemos contribuido a modelar para esclavizarnos a nosotros mismos.

Una desinformación personalizada en las redes decide las contiendas electorales de nuestras democracias. Los Estados, al margen de su tamaño y mutuas alianzas, tienen escaso margen de maniobra frente a las grandes corporaciones empresariales y tecnológicas, cuyas reglas están por encima de unas constricciones legales cuya transgresión está garantizada. Es muy probable que Silicon Valley cuente ya con lugares muy similares en la emergente China o esa sibilina Rusia que no presume de logros porque se conforma con ponerlos en práctica.

Quizá lo mejor de la Inteligencia Artificial consista en hacernos reparar sobre todo aquello que nos deshumaniza cada vez más y acaba por robotizarnos a nosotros mismos.

Este sí podría ser el auténtico final de la historia humana. La herramienta con que aspiramos a resolver nuestros grandes problemas actuales: el cambio climático, las pandemias, la pobreza u otras cosas por el estilo, en realidad podría agravar nuestras desigualdades y amplificar la precariedad antes de rematarnos con su absoluto desprecio. Ojalá sea tiempo de recapacitar y poner bridas éticas a cuánto concierne al avance tecnológico.

Más nos valdría respetar nuestro entorno natural y la supervivencia de los organismos biológicos, en lugar de pretender enmendar nuestros abusos con una sofisticada herramienta que quizá no logremos controlar y bien pudiese agravar desigualdades e injusticias de índole social. Las consideraciones éticas deben guiar los avances tecnológicos y no verse invocadas en vano cuando ya es tarde. Potenciemos la inteligencia natural y controlemos ese mal uso de los algoritmos que puede originar tantos dislates.

(*) Profesor de Investigación IFS-CSIC (GI TcP Etica, Epistemología y Sociedad). Historiador de las ideas morales y políticas, Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)

 

 

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