Como en aquellas películas en cámara lenta que de pronto mutan con una brusca aceleración que sorprende a sus espectadores, el ritmo de los acontecimientos dejó atrás la relativa parsimonia impuesta por la pandemia, que durante cuatro meses implicó la postergación de las decisiones no vinculadas con las medidas sanitarias.
Lo que promovió una paciente espera de “el día después”, para adquirir repentinamente una inusitada velocidad.
Una percepción colectiva del agotamiento de los tiempos ganó a los principales actores políticos y sociales. De la calma obligada pasamos al vértigo y en las últimas cuatro semanas pasaron más cosas que en los últimos cuatro meses.
En este nuevo escenario, el cierre del acuerdo con los acreedores, que constituía la primera prioridad en la agenda gubernamental antes de la irrupción del Covid 19, y los trascendidos sobre el próximo lanzamiento de un plan económico anclado en la agroindustria, popularizado en la metáfora de la “Vaca Viva”, abren una instancia para enfrentar la crisis que hoy impacta fuertemente sobre el conjunto de la sociedad argentina.
Este cambio no responde a un capricho. Es la ratificación de la vigencia de aquel viejo axioma de que “la única verdad es la realidad” y que por impulso de la crisis parece catapultar ahora a “la realidad al gobierno” para instaurar “el gobierno de la realidad”.
En el tema de la pandemia, el gobierno se vio forzado a modificar parcialmente su orden de prioridades. La proclamada decisión originaria de privilegiar la salud sobre la economía, que constituyó un éxito relativo en comparación con el resto de la región, chocó en el mes de julio con los datos que marcaban la profundidad de la recesión y el paulatino agotamiento del humor social.
Ambas constataciones obligaron a un viraje hacia un mayor equilibrio entre las medidas de protección sanitaria y las exigencias de la reactivación productiva cada vez más apremiantes por el progresivo agotamiento de los recursos fiscales empleados para mitigar los efectos de la recesión.
La parcial liberalización de la cuarentena sanitaria, sobre todo en la región metropolitana, no obedeció a la evolución de la curva de contagios sino a la necesidad impostergable de reanudar una actividad económica virtualmente paralizada con un riesgo creciente de explosividad social en el conurbano bonaerense.
En lo inmediato, la atención del gobierno está focalizada precisamente en el posible estallido de una crisis de la seguridad pública en el Gran Buenos Aires, algo que en la Argentina es sinónimo de crisis de gobernabilidad. El intendente de José C. Paz, Mario Ishi, especuló con que esa eclosión podría ocurrir para fines de agosto.
La información cotidiana sobre la toma de tierras en los distintos municipios y la aparición de una “nueva delincuencia” sin antecedentes criminales (subproducto agravado de la “nueva pobreza”), así como los episodios de violencia derivados de las reacciones individuales y colectivas ante este fenómeno, generan un estado de inquietud que explica en parte la creciente relevancia adquirida por el Ministro de Seguridad bonaerense Sergio Berni. Más allá de las especulaciones periodísticas sobre las contradicciones reales o presuntas de la coalición gubernamental, en el caso de Berni importa subrayar ante todo su condición de emergente de esta situación de explosividad social, un carácter que le otorga una cierta dosis de imprevisibilidad a sus futuros movimientos y lealtades políticas.
En ese sentido, independientemente de cualquier consideración sobre sus fundamentos legales, es difícil encontrar antecedentes de una iniciativa política tan extraordinariamente extemporánea y riesgosa como la denuncia penal presentada por la ministra de Seguridad, Sabina Frederic, contra los dos máximos jefes de la Gendarmería Nacional durante el anterior gobierno por su presunta responsabilidad en el operativo que culminó con la muerte de Santiago Maldonado.
La Gendarmería es la principal fuerza de seguridad del Estado argentino Su distribución en el conurbano es disputada por los intendentes por su eficacia operativa y el prestigio que goza entre la población, especialmente en los asentamientos y villas de emergencia. La moral de sus efectivos es hoy una “razón de Estado” que no conviene desatender.
El rol del Ejército
En este contexto, conviene también despojarse de estereotipos ideológicos para prestar la debida atención al rol que cumple hoy el Ejército en la lucha contra la pandemia. Desde la participación de sus efectivos en los operativos de distribución de alimentos en el conurbano hasta la utilización del Hospital Militar como sede de las investigaciones de la vacuna contra el virus, el aparato de logística militar se ha evidenciado como un elemento central para evitar el descontrol de la situación sanitaria y social.
En ese sentido, conviene tener en cuenta las declaraciones del Jefe del Estado Mayor Conjunto, general Juan Martín Paleo, quien trazó una original analogía entre la respuesta militar a los estragos de la pandemia con la defensa contra la guerra química y bacteriológica, una de las mayores novedades en materia de escenarios bélicos en el siglo XXI. Señaló también que las Fuerzas Armadas protagonizan actualmente el mayor operativo de despliegue de efectivos desde la guerra de Malvinas.
En otros términos, y dejando en un segundo plano el debate pendiente acerca de la vinculación entre los conceptos de defensa y seguridad (reabierto por una reciente decisión del Poder Ejecutivo que anuló un decreto del gobierno anterior sobre esta materia), Paleo insinúa que la acción del Ejército contra la pandemia no sería una cuestión de seguridad interior sino de defensa nacional. En las actuales circunstancias, las consecuencias prácticas (no académicas) de esta distinción saltan a la vista.
Paleo destacó también la experiencia adquirida por las Fuerzas Armadas durante su participación en las Fuerzas de Paz de las Naciones Unidas y su intervención en crisis humanitarias, particularmente en Haití. Destacó que el oficial del Ejército que está cargo de la coordinación del operativo de ayuda alimentaria en el conurbano fue parte de la misión en ese país centroamericano, azotado por la miseria, el hambre, la guerra entre pandillas criminales y la violencia generalizada.
La agenda del consenso
Pero las urgencias de la coyuntura ya no pueden retrasar más las definiciones de fondo, demoradas desde la asunción de Alberto Fernández, cuya implementación exigen un amplio consenso político y social.
La convocatoria presidencial a las organizaciones empresarias del “Grupo de los Seis”, realizada en coincidencia con la celebración del 9 de julio, ocasión en la que Fernández reafirmó su voluntad acuerdista, disparó una discusión que parece haberse definido en sólo tres semanas. El telón de fondo de ese debate encubierto y la razón de su rápido desenlace es el rotundo fracaso del intento de expropiación de Vicentín que le marcó al gobierno un límite infranqueable en el campo de lo posible.
Tres días antes de esa reunión en Olivos, el lunes 6 de julio, la CGT mantuvo un sugestivo encuentro con el Foro de Convergencia Empresarial, entidad que agrupa a la casi totalidad de las organizaciones empresarias de la Argentina. Allí quedó estampada la voluntad compartida de avanzar hacia la concertación de un amplio acuerdo multisectorial que permita salir de la actual crisis económico-social para elevarlo posteriormente para su consideración al gobierno nacional. El mensaje político era inequívoco: el sindicalismo y el empresariado asumían la responsabilidad de la gestación del acuerdo social. En ese marco se registró, 72 horas más tarde, la reunión entre Fernández y el “Grupo de los 6”, en la que también estuvo presente el titular de la CGT, Héctor Daer, probablemente el dirigente sindical de mayor proximidad con el presidente.
La secuencia cronológica ilustra sobre la velocidad de los acontecimientos. El domingo 12 de julio, tres días después de aquel encuentro en la residencia de Olivos, un periodista de Página 12, Alfredo Zaiat, escribió una nota sosteniendo que la convocatoria a esos sectores empresarios era incompatible con un plan de desarrollo autónomo de la Argentina. De inmediato, ese mismo día, Cristina Kirchner difundió un mensaje por Twitter elogiando la lucidez de ese análisis crítico. Quedó en claro entonces que, más allá de la voluntad personal de los protagonistas, la coalición gubernamental afrontaba una disyuntiva estratégica que estaba obligada a resolver.
Sin embargo, el 30 de julio, o sea tres semanas después de aquella reunión y a veinte días de ese tweet, la ex presidenta se fotografiaba sonriente, en una de sus oficinas en el Instituto Patria, con una delegación de la Cadena Agroindustrial Argentina (CAA) y ensalzaba el documento “Estrategia de Reactivación Industrial Exportadora, Inclusiva, Solidaria y Federal”.
Documento que fue elaborado por esas más de cincuenta entidades empresarias de la agroindustria (incluidas tres de las cuatro organizaciones de la Mesa de Enlace) con el aval de la Unión Industrial Argentina.
Una propuesta convertida en los hechos en la base del futuro plan económico del gobierno, lo que archiva las elucubraciones periodísticas surgidas de las controvertidas apreciaciones sobre los “planes” vertidas por Fernández en un reciente reportaje en el “Financial Times”.
Entre aquel jueves 9 de julio con Fernández y el “Grupo de los 6” reunidos en Olivos y el jueves 30 de julio con Cristina Kirchner y el CAA fotografiados en el Instituto Patria, ese tejido de conversaciones multisectoriales, que había empezado a enhebrarse subterráneamente desde los primeros días de la pandemia, con la activa participación de Sergio Massa y también, aunque más esporádicamente, de Gustavo Beliz y otros dirigentes del oficialismo, entre ellos Máximo Kirchner, fue ganando aceleradamente mayor estado público.
En ese contexto, el 18 de julio la CAA presentó oficialmente ante la UIA su propuesta económica, que fue cálidamente recibida por la central empresaria, cuyo titular, Miguel Acevedo, es directivo de Aceitera General Deheza (principal empresa oleaginosa de la Argentina) y su vicepresidente, Daniel Funes de Rioja, titular de la Coordinadora Industrial de Productos Alimenticios (COPAL), que agrupa a las organizaciones representativas de la cadena alimentaria.
Esas coincidencias distan de obedecer a una mera casualidad. Reflejan el hecho estructural de que la antigua dicotomía entre el campo y la industria empieza a ceder lugar a un planteo conjunto asociado al proyecto de una reindustrialización internacionalmente competitiva de la economía argentina.
El 21 de julio, la CGT protagonizó otro paso de notable audacia política, fuertemente criticado desde el “kirchnerismo”, al reunirse públicamente con los máximos directivos de la Asociación de Empresarios Argentinos (AEA), el club que nuclea a los principales hombres de negocios de la Argentina, incluidos entre otros los titulares de Techint, Paolo Rocca, de Mercado Libre, Marcos Galperín, y del Grupo Clarín, Héctor Magnetto.
Ambas partes emitieron una declaración conjunta en la que entre otras coincidencias destacaron la necesidad de “reducir gradualmente la presión tributaria para el sector formal de la economía, atendiendo a su vez a la necesidad de equilibrar las cuentas fiscales” y de “una inserción inteligente de la Argentina en el mundo”, así como la aspiración a “un resultado positivo en la negociación con los acreedores externos”, una expresión de deseos íntegramente materializada apenas catorce días después.
Por esa obscura armonía de las cosas, ese acuerdo con los acreedores externos y la homologación política de los pilares del futuro plan económico ratifican en el tiempo las afirmaciones originarias de Fernández acerca de que su gobierno no podía definir un plan económico sin haber completado previamente la refinanciación de la deuda.
Ese momento ha llegado y el camino de su concreción pasa ahora necesariamente por un amplio consenso político y social que tendrá que vehiculizarse en el Congreso a través de la ratificación legislativa de los términos del acuerdo con los acreedores y de la aprobación de los proyectos de ley que demanda la puesta en marcha del plan económico basado en la iniciativa del CAA, cuyo texto definitivo será sometido a consulta con los actores involucrados.
Desde afuera hacia adentro
El acuerdo con los acreedores tiene una dimensión política. Refleja un umbral de entendimiento con Estados Unidos. Sin entrar en las interpretaciones anecdóticas que suelen sobrestimar la gravitación de las relaciones personales en las decisiones políticas, vale señalar que Larry Flink, el máximo directivo de Blackrock (el mayor fondo de inversión del mundo, agente financiero del Tesoro norteamericano y principal prestamista de la Argentina), cumplió un rol protagónico en la organización de la reciente visita a Washington del presidente mexicano Andrés López Obrador, hasta el punto de participar en la cena ofrecida por Donald Trump a la delegación visitante.
En su diálogo con Trump, que para situarse en el tiempo tuvo lugar el 8 de julio (veinticuatro horas antes del encuentro en Olivos entre Fernández y el “Grupo de los 6”), López Obrador cumplió con un pedido del presidente argentino y trasmitió su solicitud de que Estados Unidos colaborara en la búsqueda de una solución amistosa del problema de la deuda.
Resulta una ironía cargada de sentido que el vínculo de afinidad entre Fernández y López Obrador haya servido como canal de comunicación del gobierno argentino con Trump, para quien el presidente mexicano no es uno de los promotores del Grupo Puebla, ni mucho menos un líder antiimperialista, sino uno de sus principales aliados latinoamericanos.
Pero la salida del “default” es una condición necesaria aunque no suficiente en la senda de la reinserción internacional de la Argentina. El paso siguiente es la búsqueda de financiación en los organismos multilaterales de crédito. Esto implica, en primer lugar, la renegociación del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, un trámite en marcha que más allá de los fuegos de artificios retóricos que se utilicen para complacer a la platea, implicará la asunción de determinados compromisos de cumplimiento obligatorio, especialmente en el terreno del equilibro fiscal.
En esa hoja de ruta, la estación subsiguiente será el acceso de la Argentina a los préstamos del Banco Interamericano de Desarrollo, cuyo titular a partir de septiembre será Maurice Claver Carone, actual asesor de seguridad nacional para América latina de la Casa Blanca, quien ya anunció una fuerte recapitalización de la institución crediticia para encarar un ambicioso programa de asistencia financiera para la región.
Este avance sobre la conducción del BID y su repotenciación es una pieza clave en la estrategia regional de Estados Unidos, que incluye la competencia con China.
Pero el “afuera” es inseparable del “adentro”. El acuerdo político y social necesario para posibilitar la reinserción internacional de la Argentina y promover la corriente de financiación indispensable para la puesta en marcha del plan económico fundado en la propuesta de las organizaciones de la cadena agroindustrial supone, por su mera existencia, una ampliación de las bases de sustentación del poder y de la autoridad presidencial. No se trata entonces de promover el nacimiento del “albertismo”, sino de la construcción de un poder político institucionalmente sólido, capaz de afrontar el vendaval social de agosto y de transitar el primer tramo de un largo y arduo camino.
La búsqueda de ese consenso político y social exige desactivar los focos de conflicto atizados desde el “kirchnerismo”, en primer lugar la controversia planteada en torno al proyecto gubernamental de reforma judicial, que unificó en su contra a las distintas corrientes de la oposición.
De allí la significación de la postura de Massa cuando manifestó su apoyo a la reforma pero enfatizó que “no es necesario aumentar el número de miembros de la Corte”. Esa garantía mínima es la condición para un diálogo que permita encuadrar la discusión del tema sin obstruir los acuerdos básicos necesarios para salir de la crisis. Porque el imperio del principio de realidad, esa “única verdad” que termina determinando en última instancia la orientación del gobierno, también condicionará la actitud de la oposición, si no quiere quedar condenada a la marginalidad política propia de un antiperonismo anacrónico.