Las preguntas que surgen es qué consecuencias van a tener y si los seres humanos podrán controlarlas. ¿Cuáles pueden ser sus implicaciones? ¿Podemos controlarlos? Martin Wolf, en el Financial Times, presenta y comenta un artículo de David Autor, del MIT, y otros que ofrece un marco analítico útil y conclusiones aleccionadoras sobre lo que ha ocurrido en el pasado. Hace una diferencia entre la innovación que aumenta el trabajo y la que lo automatiza.
Autor concluye que “la mayor parte del empleo actual corresponde a nuevas especialidades laborales introducidas después de 1940”. Pero la localización de este nuevo trabajo se ha desplazado de las ocupaciones de producción y administrativas de salario medio anteriores a 1980 a las profesionales altamente remuneradas y también a los servicios de baja remuneración a partir de entonces.
La innovación, entonces, fue vaciando paulatinamente los empleos de ingresos medios. Además, las innovaciones sólo generan nuevos tipos de trabajo cuando complementan puestos de trabajo, no cuando los sustituyen. Nada de esto es muy alentador, sobre todo porque el crecimiento global de la productividad ha sido bastante modesto desde 1980.
Sobre el futuro, un análisis de Goldman Sachs es optimista y cauteloso a la vez. Sostiene que “la combinación de un importante ahorro de costos laborales, la creación de nuevos puestos de trabajo y el impulso de la productividad de los trabajadores no desplazados plantea la posibilidad de un auge de la productividad laboral”.
Esta situación sería similar a la que siguió a la aparición del motor eléctrico y la PC. El estudio estima que la IA generativa, en particular, podría elevar el crecimiento anual de la productividad laboral en Estados Unidos en 1,5 puntos porcentuales. El aumento sería mayor en los países de renta alta que en los países en desarrollo, aunque el calendario es incierto.
A escala mundial, la IA podría automatizar el 18% del trabajo, con efectos mayores en los países de renta alta. En el caso de EE.UU., la proporción estimada de trabajo expuesto a la IA oscila entre el 15% y el 35%. Los trabajos más vulnerables serán los de oficina y administrativos, los jurídicos y los de arquitectura e ingeniería. Los menos expuestos serán los de construcción, instalación y mantenimiento.
Socialmente, el impacto recaerá sobre todo en los trabajadores de cuello blanco relativamente bien formados. De modo que existe el peligro de que se produzca una movilidad descendente de las clases media y media-alta.
Las repercusiones sociales y políticas de estos cambios parecen evidentes, incluso si el efecto global es el aumento de la productividad. A diferencia de lo que ocurrió con los caballos con el advenimiento del automóvil, las personas no desaparecerán. También tienen voto. Sin embargo, estos efectos económicos no serán los únicos. La IA es un cambio mucho mayor. La IA plantea cuestiones profundas sobre quiénes y qué somos. Puede que sea la tecnología que más transforme nuestra percepción de nosotros mismos.
Entre sus efectos más amplios podríamos tener jueces insobornables y racionales y una ciencia mejor. Pero también podríamos tener un mundo de información, imágenes e identidades perfectamente falsificadas. Podríamos tener monopolios y plutócratas más poderosos. Podríamos tener una vigilancia casi total por parte de gobiernos y empresas. Podríamos tener una manipulación mucho más eficaz del proceso político democrático.
Yuval Harari afirma que “la democracia es una conversación, y las conversaciones se basan en el lenguaje. Cuando la IA piratee el lenguaje, podría destruir nuestra capacidad de mantener conversaciones significativas, destruyendo así la democracia”. Daron Acemoglu, del MIT, argumenta que necesitamos comprender esos daños antes de dejar suelta a la IA.
Geoffrey Hinton, “padrino” de la IA, incluso decidió dimitir de Google. Sin embargo, el problema de regular la IA es que, a diferencia de los medicamentos, por ejemplo, que tienen un objetivo conocido (el cuerpo humano) y unos fines conocidos (una cura de algún tipo), la IA es una tecnología de uso general. Es polivalente. Puede cambiar las economías, la competitividad nacional, el poder relativo, las relaciones sociales, la política, la educación y la ciencia. Puede cambiar la forma en que pensamos y creamos, quizás incluso la forma en que entendemos nuestro lugar en el mundo.
No vamos a poder calcular todos estos efectos. Son demasiado complejos. Sería como intentar comprender el efecto de la imprenta en el siglo XV. No podemos esperar ponernos de acuerdo sobre lo que hay que favorecer y lo que hay que impedir. E incluso si algunos países lo hicieran, nunca detendríamos al resto. En 1433, el imperio chino detuvo sus intentos de proyectar poder naval. Eso no impidió que otros lo hicieran, derrotando finalmente a China.
La humanidad es el Doctor Fausto. También ella busca el conocimiento y el poder y está dispuesta a hacer casi cualquier trato para conseguirlo, sin importarle las consecuencias. Peor aún, es una especie de Doctores Fausto competidores, que buscan el conocimiento y el poder, como él. Hemos estado experimentando el impacto de la revolución de las redes sociales en nuestra sociedad y nuestra política. Algunos advierten de sus consecuencias para nuestros hijos. Pero no podemos detener los pactos que hemos hecho. Tampoco detendremos esta revolución. Somos Fausto. Somos Mefistófeles. La revolución de la IA continuará.