El planeta tierra se llama tierra pero debería llamarse océano, porque las aguas cubren casi tres cuartas partes del globo. Se divide en cinco cuencas: el Pacífico, el Atlántico, el ïndico, el Artico y los océanos del sur. El océano brinda a 3.000 millones de personas casi un quinto de sus proteínas. Eso convierte al pescado en una fuente de alimento mayor que la carne. La pesca y la acuacultura aseguran la sobrevivencia de una de cada diez personas en el mundo. Los sistemas climáticos dependen de las temperaturas de los océanos y sus interacciones con la atmósfera.
Pero la humanidad parece haber supuesto siempre que el tamaño del océano le permitía poner en él lo que sea y tomar de él lo que sea. Los cambios de temperaturas, la pesca excesiva y la polución vienen causando estrés a sus ecosistemas desde hace décadas. El océano almacena más de nueve décimos del calor atrapado en la Tierra por las emisiones de gases de invernadero. Los arrecifes de coral sufren a consecuencia de esto. Los científicos calculan que para 2050 ya no habrá bancos coralinos. Para mediados del siglo el océano podría contener más plástico que peces. El plástico, en trozos diminutos, se convierte en alimentos de los peces que luego alimentan a la gente, con efectos inciertos sobre la salud humana. O sea, el océano alimenta a la humanidad, pero la humanidad lo trata con absoluto desprecio.
Esta conducta autodestructiva exige una explicación. Hay tres razones que se destacan. La primera es geográfica. El océano, por lo general, está fuera de nuestra vista. El daño que se le está haciendo es visible solo en unos pocos lugares, como las zonas coralinas.Es significativo que el en Acuerdo de París sobre cambio climático haya solamente una pequeña referencia al océano.
Un segundo problema es de gobierno. Sobre el océano rige una cantidad de leyes y acuerdos diferentes. Aplicarlas es difícil y los incentivos son muy diversos. Las aguas fuera de las jurisdicciones nacionales constituyen un bien común global. Sin derechos de propiedad definidos, los intereses de los actores individuales poro explotar esas áreas no tienen control alguno.
Tercero, el océano es víctima de otros procesos, mucho más grandes. La emisión de gases de invernadero hacia la atmósfera está cambiando el ambiente marino junto con el resto del planeta. Sus aguas se calentaron 0,7º centígrados desde el siglo XIX dañando corales y haciendo que los organismos emigren hacia los polos en busca de aguas más frías. Las grandes concentraciones de dióxido de carbono en el agua la están volviendo ácidas. Eso tiende a dañar a criaturas como cangrejos y ostras, cuyas conchas de carbonato de calcio sufren al alterarse la química marina.
Algunos de estos problemas son más fáciles de resolver que otros. La “ceguera oceánica” se combate brindando acceso a más información. Ya se está mapeando el lecho del mar con mucho detalle usando tecnología sonar. En la superficie, drones acuáticos pueden llegar a lugares remotos y tormentosos a costos mucho más bajos que los barcos tripulados. Desde arriba la radiometria del color del océano está mejorando la comprensión de cómo hace el fitoplankton –los organismos simples que sostienen la cadena alimentaria marina – para moverse y reproducirse. Satélites diminutos, que pesan entre 1 y 10 kg, están mejorando la vigilancia de los brcos pesqueros.
La transparencia puede aliviar la segunda dificultad, la del gobierno oceánico. Con más datos científicos se debería poder mejorar la vigilancia de las industrias nacientes. Mientras mejora la interpretacion de los sonidos en el lecho del mar, la supervisión de la minería en aguas profundas — que es llevada a cabo por la International Seabed Authority en áreas que están más allá de las juridicciones acionales — debería mejorar. Más datos y más análisis también podrían facilitar la vigilancia del cumplimiento de acuerdos existentes.
Gracias a la tecnología, la amplitud y lejanía del océano se vuelve menos tremenda y menos excusa para la inacción.